Suponemos que a estas alturas cualquiera se ha topado ya con el tráiler, pero por si acaso, aquí lo dejamos otra vez:
Bien. Ahora repasemos las reacciones de público ante algunas otras obras cercanas.
Cuando Disney empezó a dar muestras de que pasaría unos cuantos años relanzando sus clásicos animados en versiones live action nos molestamos. No sin razón afirmamos que renderizar y buscar la perfección hiperrealista en aquellos circos de siete pistas del trazo libre destrozarían el valor creativo de la obra original. De ninguna manera íbamos a aplaudir una versión National Geographic de El Rey León.
Era una idea demasiado plana y, encima, demasiado literal con respecto a la fuente original.
Hace no mucho también medio internet salió a la mofa de la nueva película de Sonic. Pese a contar con Jim Carrey haciendo de un dinámico y juguetón Robotnik, o a que todo el tráiler estaba preñado de humor, con destellos de ideas originales, nadie pudo superar el impacto visual de ver moverse la zona dental del famoso erizo azul. Se respondió a las protestas con la promesa de volver a rehacer de nuevo todo el personaje para la película (aunque hay quien dice que el estudio ya planeaba cambiar los diseños antes del linchamiento tuitero).
En este caso el problema era no haber sido lo suficientemente fiel a la idea que muchos tenían de Sonic en su mente. Habían volado demasiado lejos.
Y ahora estamos ante Cats. Es decir, la adaptación live action en 2019 de un exitoso musical humano en el que bailarines y cantantes hacen de gatos antropomórficos. ¿Cuál era la solución? ¿Disfrazar a personas corrientes, como lo están los actores de Cats sobre las tablas de medio mundo, y filmarlas? ¿Abandonar completamente la parte humana de los personajes y hacer un remake animado de Los Aristogatos?
No, han optado por la única opción novedosa que quedaba para el cine: poner a sus protagonistas un traje CGI lleno de pelos, colocarle una cola gatuna a Taylor Swift y hacer temblar a todos los adictos al porno furry del mundo al tiempo que nos dejan a los demás con la más inquietante de las sensaciones. Y no se han cortado ni un pelo a la hora de seguir por este camino.
Y por todo esto la pregunta que debemos hacernos es: ¿entonces qué le pedimos a una película para que nos guste? Dentro del actual marco industrial de grandes presupuestos que limitan sus esfuerzos a hacer remakes de textos probadamente exitosos y a introducir la mayor cantidad de efectos especiales posibles… ¿Cuál es la fórmula correcta para que la gente esté contenta? Si lo que siempre reivindicamos es que nos den espectáculos fascinantes y diferentes, lo que no hayamos visto, no puede decirse que Cats no lo haya intentado.
Es cierto que hay otra clave para entender por qué nos han molestado estas imágenes (y tal vez la prueba de su éxito): tanto el musical como la película hacen gala de una visión pre-irónica de lo que están contando. Los ojos de hoy ven Cats como algo kitch o camp, y sin embargo todas las imágenes del tráiler y su promoción que hemos visto parecen encaminadas a no romper esa consciencia y a intentar mantener el sentido de la incredulidad sin romper ninguna pared por el camino. Nos incomoda que hayan hecho una película de gatos humanos y no se lo estén tomando a cachondeo.
Pero, de nuevo, la alternativa podría ser peor, ya que el bombardeo de guiños irónicos hacia el espectador también nos ha dado esperpentos cansinos como Emoji: la película, La fiesta de las Salchichas o cualquier cosa que haya tocado la productora The Asylum.
La baza con la que cuenta Cats es que los musicales suelen atraer a ese espectador más inocente, un espectador que se abstrae de estas pejiguerías estéticas, que pide historias argumentalmente arquetípicas y sencillas y que se deja llevar por sus emociones. Quieren una buena receta de artesanía para las masas.
Cats, el musical, es una empresa que generó en diez años dos mil millones de dólares en todo el mundo (más del dinero que hicieron Jurassic Park y E.T. juntas). Estuvo veinte temporadas en exhibición tanto en Londres como en Broadway, decenas de miles de funciones... En fin, un antes y un después para el mundo del arte dramático y una constante en el paisaje urbano de dos de las capitales del mundo. Y lo hizo porque había gente a la que, pese a que todos los night late shows y series del momento se reían de su vulgaridad, querían verlo, con o sin ironía.
La gente se rió de la falta del exceso de afectación en la adaptación de Los Miserables (a cargo de Tom Hooper, el mismo que está a los mandos de la ficción felina) y recaudó siete veces su presupuesto. Nadie daba un duro por la reciente El gran showman, también un musical de elementos sencillos, y se convirtió en un fenómeno de taquilla. De momento no hay nada que garantice que la pesadilla visual con la que nos han bombardeado vaya a ser un sonoro fracaso. Las cartas que tiene en su mano apuntan más bien a lo contrario.
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