Uno de los memes más compartidos en los días previos a las elecciones de Estados Unidos ha sido este. Un cartel donde Alemania se dirige a los ciudadanos estadounidenses advirtiendo de los riesgos de elegir a un "tipo gritón que odia a las minorías" y que "asegura que puede arreglarlo todo".
Automáticamente, el cerebro se retrotare a Adolf Hitler, villano histórico por antonomasia y déspota genocida que alcanzó parte de su poder por medios democráticos. Anoche, tras la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, numerosos comentaristas políticos o ciudadanos comunes y corrientes acudieron a la misma idea: nuestra generación vive hoy lo que la de los años treinta vivió en su momento con el ascenso de un populista peligroso a lo más alto a través de los votos. La comparación es tentadora, pero falsa.
No, las elecciones que ha ganado Donald Trump no tienen nada que ver a las que ganó Adolf Hitler, y ni uno ni otro se parecen.
Para entenderlo, lo ideal quizá sea recuperar este artículo que publicamos el año pasado con motivo del "regreso del fascismo". El fascismo, entendido como tal a nivel historiográfico, es últil para definir una serie de movimientos ideológicos en la Europa de entreguerras. De forma estricta, abarca sólo al régimen de Mussolini, aunque de forma más amplia también se extiende al nazismo. Sin embargo, las profundas diferencias entre uno y otro hacen difícil utilizar el término de forma amplia y genérica.
Si Hitler ganó unas elecciones fue por 1929
Si ni siquiera dentro del contexto de los años veinte y treinta es posible hacer del fascismo un cajón de sastre, más complejo es hacerlo en el siglo XXI.
El ascenso de populismos de extrema derecha como el de Trump o el de Le Pen en Francia han vuelto a traer el término de actualidad. Pero los procesos y los contextos históricos, además de los fines de cada uno de los líderes y movimientos asociados, son muy distintos. Y aunque comparten elementos, no son lo mismo.
Para el caso de Trump y sus elecciones, por ejemplo, observemos el contexto de Hitler en 1932, cuando gana de forma clara las elecciones en la República de Weimar.
El NSDAP se había formado tras la Primera Guerra Mundial, en un contexto de caída del antiguo orden social y dinástico en toda Europa, pero muy especialmente en los países derrotados. Al igual que el Partido Fascista italiano, el NSDAP surge al abrigo de un renovado nacionalismo, herido tras la derrota en la contienda, que acusa a comunistas, élites políticas y, en el caso alemán, judíos de una "puñalada por la espalda", de una traición.
Esa traición es el origen del mito nacionalista que rearticulan ambos, pero en el caso alemán es inútil. Hitler primero intenta dar un golpe de estado en Múnich en 1923, y termina en la cárcel por falta de apoyos. La República de Weimar se enfrenta a una alta inestabilidad institucional y política, con parte de su territorio ocupado y con gravosas reparaciones de guerra. Pero en las posteriores elecciones, cuando el NSDAP intenta la vía democrática, ignora al movimiento nazi. El partido reúne apoyos, pero es una fuerza muy minoritaria.
Todo cambia en 1929.
El crac de la bolsa y la crisis económica desatada en Alemania provoca que las ideas populistas y la retórica agresiva de Hitler gane adeptos. El partido escala posiciones frente al derrumbe del sistema de partidos y, en un contexto de altísima volatilidad económica, de desencanto con el modelo liberal y de inflamación nacionalista, gana las elecciones en 1932. Después anula las garantías democráticas e instaura su dictadura.
El miedo de las élites a la revolución social, un espectro muy presente en Alemania, y la desconfianza absoluta de las clases medias y bajas del sistema liberal, sin soluciones para muchos de ellos, tumban la democracia.
Trump no es un fascista, aunque se le parezca
El camino de Trump es muy diferente. La clave es la crisis de 1929: sin su catarsis, es factible pensar que el repentino ascenso de Hitler jamás se hubiera producido.
Donald Trump comparte algunos atributos con Hitler. El odio a las élites y la retórica xenófoba son los más destacados. Pero el origen de su éxito electoral cuenta una historia distinta. No lo hace al albur de una gigantesca crisis económica que trastoca las perspectivas vitales de millones de ciudadanos, sino en plena reducción del paro y tras años de ligero despegue económico. Tampoco lo hace en un contexto de delicados equilibrios internacionales tras una guerra devastadora. Y tampoco lo hace con un cuerpo paramilitar detrás.
Cuando Hitler toma el poder, lo hace en gran medida realizando una apología explícita de la violencia. Mucho más que la presente en los mítines de Trump, que sí están teñidos de un preocupante tinte agresivo y belicoso. Los nazis se organizan en torno a cuerpos paramilitares y uniformados que utilizan la violencia como forma de abrirse camino político. Frente a los fascistas de los años treinta, Trump no cuenta con ninguna agrupación semejante, por más que haya habido actos de violencia en su campaña.
Del mismo modo, Trump no ha abierto ninguna brecha en el sistema de partidos estadounidense. Pese a que ha logrado victorias importantes en estados que habían votado demócrata en los últimos años, su mapa electoral no difiere tanto del de sus predecesores. Juega dentro del sistema, utiliza sus plataformas conocidas (el Partido Republicano), no se aprovecha, como hizo Hitler, de una falla en el mismo para tomarlo desde fuera.
Las semejanzas, en este sentido, vendrían por su discurso. Antielitista y xenófobo.
Pero también en los discursos hay diferencias. El fascismo apelaba a la gloria juvenil de las naciones, al futuro ligado al orden tradicional pero también a la modernidad futurista e industriosa, en una proyección casi mística de su nacionalismo, un proyecto de refundación que sólo podía liderar Hitler. El relato de Trump es más plano y apela a un pasado idealizado para atraer a votantes desencantados con los cambios que ha sufrido su país.
Lo esencial es el proceso estructural que lleva a uno y a otro al poder. Mientras en el caso de Hitler son la abdicación de la clase media alemana del orden democrático en un país de tradición autoritaria, la profunda crisis económica que había sacudido al país y el temor de las clases altas a la revolución comunista los elementos que le llevan al poder, en el de Trump son la polarización partidista, el recelo xenófobo de las clases bajas y el sentimiento antielitista en un país que, sin embargo, goza de fuertes fundamentos democráticos.
Trump se enmarca mejor dentro de los nuevos populismos antiglobalización de nuevo cuño que se presentan como outsiders del establishment y que aspiran a operar dentro del sistema democrático, o al menos a moldearlo a su imagen y semejanza.
Sí, es un político demagogo, xenófobo y ególatra. Pero se necesitan más mimbres para construir a un nuevo Hitler.
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