La nueva propuesta para luchar contra el cambio climático de forma más justa: el racionamiento del CO2

Cualquier medida que intente frenar las emisiones contaminantes se va a encontrar con la resistencia de buena parte de los votantes. Ya ha ocurrido cuando se ha subido el impuesto a los carburantes y ocurriría, según sondeos, si se pusieran impuestos al uso de carreteras o a los vuelos. Sin embargo se trata de una de las emergencias más importantes del próximo siglo, y los políticos de todo el planeta deberían hacer algo para combatirlo. Por eso mismo se están buscando soluciones creativas, y algunos creen que la fórmula más justa tiene casi un siglo de antigüedad.

El viejo y simple racionamiento: lo hemos leído en dos temas independientes de The Guardian esta semana, aunque los orígenes de la propuesta datan de los años 90 y figuras como David Miliband, el que fuera secretario de Estado de Asuntos Exteriores con Tony Blair, también lo habían lanzado tiempo atrás. Se trata de crear una suerte de cartilla de racionamiento, al estilo de las de la guerra y la posguerra, mediante las cuales la población tendría límites individuales de su consumo de carne, de sus kilómetros recorridos en avión, etc.

Por ejemplo, según la OMS, un futuro sostenible pasa por que las personas no superen los 20 kilos de consumo de carne anual, la mitad de la que se come hoy en día por habitante en España. Tampoco deberíamos hacer vuelos intercontinentales, ya que emiten tanto CO2 como el necesario para calentar una vivienda unifamiliar durante un año.

¿Un fracaso asegurado? Dependería de la conciencia pública y el encaje final del planteamiento. Para algunos, sería ineludible que las emisiones per cápita fuesen intransferibles (y amoldables a las necesidades personales) para no comerciar con ellas y para no repercutir en los más pobres (que de seguro tendrían que vender sus bonos y renunciar a estos lujos) mientras que otros creen que la transferibilidad serviría al menos para evitar la tentación del mercado negro y controlar el cupo de emisiones dentro del total de la población, más útil que las actuales propuestas de impuestos a la carne, con las que no se contempla un techo de gasto de emisiones.

La desigualdad contaminante: según uno de los recientes estudios de Oxfam, sólo con limitar el consumo del 10% más rico del planeta a niveles de un ciudadano europeo corriente podríamos reducir de golpe un tercio de la huella ecológica de la humanidad. Es una desigualdad que se reproduce tanto de forma macro (Etiopía contamina mucho menos que Estados Unidos) como micro (el 10% de los hogares más ricos de Gran Bretaña generan cuatro veces más emisiones que el 50% más pobre).

Una cuestión moral: los ecologistas señalan por qué sería tan difícil implantar algo así en la sociedad cuando 70 años atrás estaba aceptado: por una cuestión cultural. Eran tiempos de guerra, y el aparato propagandístico de los Estados y el sentido del deber de la población ante una urgencia colectiva aceptó el racionamiento de alimentos como un sacrificio personal en pos del bien mayor. Había más consciencia moral de la necesidad de no sabotear el sistema y se comprendía mejor la repercusión del individuo en el cuadro general, algo que no casa con los tiempos actuales, mucho más individualistas.

Pero en realidad el cambio climático ya está generando racionamientos: es el caso de las durísimas sequías que han vivido recientemente territorios como Barbados, San Vicente y las Granadinas, Guadalupe o Santa Lucía, con terribles consecuencias para la salud pública, situaciones climáticas que se agravarán a medida que aumente la temperatura en las próximas décadas si todo sigue igual. Otro ejemplo conocido sería Ciudad del Cabo, donde veíamos que los turistas no sufrían la presión del racionamiento. Como ya sabemos, mientras no actuemos, el cambio climático siempre va a repercutir primero a los más pobres, aunque luego vendrá a por todos los demás.

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