Los acontecimientos de octubre de 2017 marcaron un antes y un después en la historia de la democracia española. Por primera vez en su historia, el Senado autorizaba a la aplicación del artículo 155 de la constitución en una comunidad autónoma. Cataluña se vio privada de su autonomía tras el referéndum del 1 de octubre y la posterior (y muy confusa) declaración de independencia. Un año después, la brecha política y social sigue abierta.
Sus consecuencias son aún palpables. Desde la elección de un presidente de la Generalitat de conflictiva trayectoria hasta la huida de numerosos políticos catalanes ante la cierta probabilidad de terminar en prisión (Oriol Junqueras lleva más de un año entre rejas). Carles Puigdemont, muñidor de la DUI, sigue en Bruselas. Y entre tanto, el gobierno ha cambiado: ahora es Pedro Sánchez quien está al frente del gobierno español, y no Mariano Rajoy.
Fue la primera semana de aquel mes la ocasión en la que España se rompió definitivamente (para ser cosida de urgencia con superglu constitucional), y la que explica en gran medida la situación actual. Casualmente la misma semana del año en que se rompió por última vez. Solo que 83 años más tarde.
Por aquel entonces la II República aún contaba con dos años de vida en el horizonte, y Cataluña, con Lluís Companys al frente, había logrado su ansiado estatuto de autonomía, tras muchos años de desvelos y luchas políticas, dentro del marco del estado español. La declaración del Estado Catalán del 6 de octubre de 1934 no fue una declaración de inpendencia al uso, pero sí una vulneración del orden constitucional al que el gobierno republicano respondió con firmeza.
Aquel confuso, complejo episodio de la historia de la II República sirve aún hoy como supuesta muestra del caos eterno del régimen republicano, que en un mismo año tuvo que apagar dos fuegos revoltosos en Asturias y Cataluña. Pero ante todo, para muchas élites independentistas catalanas, ejemplifica los eternos problemas de encaje de Cataluña en el marco español, incluso en uno republicano, democrático y con tolerancia autonomista.
Una situación similar, si bien en absoluto equiparable, a la que tenemos hoy entre manos.
La II República y el eterno problema catalán
A la altura de 1931, Cataluña era una de las cuestiones más acuciantes a resolver por la nueva legalidad republicana. Durante la recta final del siglo XIX y los primeros compases del XX, el romanticismo folclórico catalán se había formulado en movimiento político, capitalizado en su esencia por la Lliga Regionalista de Cambó y Prat de la Riba.
Fue la Lliga la que en 1914, y tras un moderado éxito en las elecciones de la Restauración, obtuvo del gobierno central la concesión de una Mancomunidad de Cataluña, a la que se subordinarían en diversos grados las cuatro diputaciones de Cataluña (Barcelona, Girona, Tarragona y Lleida). En los siguientes años, la Lliga entraría en gobiernos de coalición nacional y solicitaría, con nulo éxito, el desarrollo de un estatuo de autonomía catalán que regulara sus competencias.
Para entonces, el catalanismo político se había articulado como una fuerza no hegemónica, no compacta, pero sí insalvable de Cataluña. Durante décadas, el ideario del catalanismo había planteado soluciones autonomistas y confederales que resolvieran el encaje de Cataluña en el estado español, una vez el federalismo se había agotado por completo tras la I República.
El moderado éxito de la Lliga ponía fin, justo antes de la dictadura de Primo de Rivera, a un largo camino de reivindicaciones sobre el derecho catalán, el comercio y el respeto a la lengua y cultura catalana.
Los años de la dictadura cambiaron algunas posiciones. Hasta entonces, el movimiento catalanista había sido esencialmente burgués y conservador. Su apoyo al movimiento de Alfonso XIII se explicaba en un contexto de volatilidad social, amenazas revolucionarias y agotamiento del régimen de la Restauración. La dureza de la dictadura agotó en parte a la Lliga, que observó como a su izquierda, liderada por Francesc Macià, nacía Estat Catalá, el primer partido independentista.
El Pacto de San Sebastián y las elecciones municipales de 1931 evidenciaron la insoslayable fuerza política del catalanismo, y convenció a la izquierda española, fundamentalmente unitaria, que había que resolver el encaje de Cataluña en el estado.
Del Estatuto de Autonomía al choque con la constitución
Para entender lo que sucedió tras la aprobación de la república en 1931 hay que tener en cuenta un hecho diferencial a los sucesos de los últimos años: por aquel entonces, el marco centro-periferia no era tan importante, ni en las cámaras políticas ni en las calles, como el marco izquierda-derecha. El conflicto de clase.
Automáticamente, la declaración de la república se interpretó de forma distinta en Cataluña al resto de España. Macià, por aquel entonces la figura más visible del catalanismo, salió al balcón del Ayuntamiento de Barcelona y, en virtud del Pacto de San Sebastián, declaró "l'Estat Català, que amb tota la cordialitat procurarem integrar a la Federació de Repúbliques Ibèriques", una fórmula que soliviantó al gobierno republicano. Macià terminaría renunciando a su "república catalána", como la declararía más tarde, como preludio a la negociación de un estatuto de autonomía.
El contexto izquierda-derecha y centro-periferia de la España de los años treinta provocó que su aprobación sólo fuera posible con una amplia mayoría republicana izquierdista, no federalista, encabezada por Azaña. Fueron las recién restituidas instituciones catalanas las que enviaron el borrador del estatuto al Congreso español. En un símil evidente de lo sucedido con el estatuto de 2006, las cortes nacionales limaron sustancialmente el contenido del texto original.
Entre otros asuntos, el estatuto procesado por el Congreso limitó el enfoque de la "soberanía" catalana, que sólo podía residir, tal y como se había estipulado en la constitución, en el conjunto del pueblo español (el célebre "Estado integral" que tanto definía al republicanismo español de la época), y rechazaba el planteamiento federal. Pese a los recortes, el catalanismo aceptó el texto devuelto por la cámara nacional, convocó elecciones al Parlament y restituyó la Generalitat (tras siglos).
Para entonces, el sistema de partidos catalán había cambiado radicalmente. Ya no era la burguesía nacionalista de la Lliga la que capitalizaba el sentir catalanista, sino Esquerra Republicana de Catalunya, cuyo programa era ambicioso, y cuya medida estrella, la Ley de Contratos de Cultivo, chocaría pronto con sus rivales políticos.
De igual modo que la cuestión agraria que tanto obsesionaba a Azaña, la ley de Companys buscaba dar solución al interminable problema de los arrendamientos para los pequeños viñedos catalanes. Se trataba de una legislación progresista que pretendía proteger al pequeño campesino y dotarle de acceso a la propiedad de la tierra. Tal cuestión era inasumible para la burguesía catalana, representada por la Lliga, que solicitó al gobierno republicano recurrir la ley.
Corría 1934 y apenas unos meses antes, en noviembre de 1933, la coalición de izquierdas que había dirigido el rumbo de la naciente república se despeñaba por un barranco electoral fragmentada e impotente. En su lugar llegó la coalición derechista, personificada en la CEDA, que aglutinó la mayoría de los votos. Sin embargo, fue el Partido Radical de Alejandro Lerroux, férreo republicano unitarista, quien capitalizó la mayor parte de los gobiernos (con la Lliga superando a ERC en la cámara).
El presidente del gobierno (por aquel entonces Samper) accedió a recurrir la ley de Companys al Tribunal de Garantías, que tumbó la propuesta la considerarla inconstitucional, para agrado de la burguesía catalana y espanto indignado de Esquerra.
El episodio evidenció el conflicto entre un gobierno conservador en Madrid y otro progresista en Cataluña, y, al igual que la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010, manifestó un choque de legitimidades, allanando el camino hacia la definitiva insurrección de la Generalitat unos pocos meses después, cuando la incorporación de ministros de la CEDA al gobierno, la huelga revolucionaria y los permanentes conflictos en las calles precipitaron los acontecimientos.
"El Estado Catalán de la República Federal Española"
En realidad, la dinamita que voló por los aires el status quo no tuvo tanto que ver con las aspiraciones catalanistas de ERC como con las aspiraciones sociales de las clases populares catalanas, y es aquí donde entra en juego el eje izquierda-derecha que tanto marcó aquellos años.
En octubre, la CEDA consiguió que un nuevo gobierno radical incluyera algunos de sus ministros. Para entonces, el PSOE había abandonado las posiciones reformistas y parlamentarias y había enfocado su oposición a los gobiernos republicanos conservadores desde las calles. La reacción fue inmediata, y los dirigentes políticos y sindicales socialistas, además de muchos otros grupos obreros, convocaron una gran huelga revolucionaria durante las dos primeras semanas de octubre.
En un clima de sublevación popular, Companys trató hacer encaje de bolillos con las posiciones más radicales del catalanismo y con una revuelta que, en Cataluña al menos, no prosperó en demasía: la CNT, el sindicato anarquista abrumadoramente mayoritario en Cataluña, había decidido hacer caso omiso a la convocatoria de huelga socialista. Y sin embargo, la atmósfera era revolucionaria.
Mediada la declaración de la república, pervivía un evidente conflicto entre la derecha, ahora en el gobierno central, y la izquierda. Desde su nacimiento, las élites monárquicas y agrarias de la república habían rehusado a reconocer la legitimidad republicana. De ahí que el clima entre la izquierda siempre fuera de sospecha, temerosos de que un gobierno conservador interrumpiera la reforma social y política a la que aspiraba la esencia originaria de la república (cuando no la liquidara).
Aquellas ideas calaron aún más hondo tras el fallido golpe de estado de Sanjurjo, en 1932, y se convirtieron en cuestión transversal a las acciones de Companys y la Generalitat tras las elecciones de 1933. Los choques legislativos y políticos entre Madrid y Barcelona se hicieron insoportablemente frecuentes (con plantes de ERC en el Congreso de los Diputados incluidos), así como el clima de tensión tanto en las calles como en el parlamento entre las fuerzas derechistas e izquierdistas.
De modo que a la altura de octubre de 1934 gran parte de la izquierda revolucionaria, por entonces muy radical, había asumido que la república estaba agotada y que el marco formal parlamentario no servía para cambiar nada, y se lanzó a la huelga y a la revolución. Companys tuvo que hacer lidiar con los sectores más radicales del catalanismo, que opinaba igual pero en relación a Cataluña, y la perspectiva de una sublevación popular, y optó por aunarlos a todos en una declaración:
Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalidad, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas. En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Cataluña, proclama el Estado Catalán de la República Federal Española, y al establecer y fortificar la relación con los dirigentes de la protesta general contra el fascismo, les invita a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República, que hallará en nuestro pueblo catalán el más generoso impulso de fraternidad en el común anhelo de edificar una República Federal libre y magnífica.
No de independencia, eso sí, sino del "Estado Catalán de la República Federal Española", mimetizando la de Macià en 1931.
El Estado de Guerra y la suspensión de autonomía
Al contrario que tres años atrás, la reacción del gobierno central no fue de negociación, sino de aplicación de la fuerza. El gobierno de Lerroux decretó el Estado de Guerra en Cataluña (amén de en Asturias, donde el levantamiento sí tuvo una raíz socialista y obrera) y en apenas diez horas los enfrentamientos entre el Ejército y las milicias armadas por ERC terminaron con la capitulación de Barcelona y la detención del gobierno, Companys incluido.
Lo que sucedió fue un procedimiento de natural previsto en la constitución de 1931: la suspensión de autonomía, apenas tres años después de su devolución, de Cataluña.
En perspectiva histórica, la declaración de Companys sería muy distinta al DUI esperado por Puigdemont. Lo que hizo Companys fue, en realidad, la formulación de la República Federal Española (asunto para el que, como es natural, ni tenía las competencias ni la legitimidad). En aquella hipotética república se enmarcaría el Estado Catalán, un anhelo histórico de ERC que, como vemos, no se formulaba independientemente, sino dentro de una utopía federal.
Companys buscaba proteger, de algún modo, el orden republicano que creía desmoronarse ante sus ojos (el orden republicano que él imaginaba, y que parte de la izquierda, nacionalista o no, también creía en derrumbe), y llegó al punto de ofrecer Barcelona como refugio del Gobierno de la República en el exilio. Companys había tildado de "falseadas" a las actuales instituciones republicanas. Aquellas no habían cambiado, pero su gobierno, ahora derechista, sí.
La reacción del gobierno de Lerroux, apoyado por la CEDA, fue brutal. El periplo del Estado Catalán se saldó con una cuarentena de muertos, pero el despliegue de la fuerza del general Batet fue muy comedido, tanto para los estándares de la época (¡años 30!) como por lo sucedido en Asturias, donde la revolución fue apagada a sangre y fuego, con 2.000 muertos) (comandada por un general Franco que, ironías de la vida, declaraba entonces su absoluta lealtad al orden republicano).
El gobierno republicano suspendió (que no derogó, como reclamaba la CEDA) el estatuto, que no sería repuesto en sus términos originales hasta 1936, tras la victoria del Frente Popular. Como era habitual entonces tanto desde la izquierda como desde la derecha, hubo apresamientos políticos masivos, cierres de periódicos contrarios a las posturas del gobierno y la destitución de las autoridades no alineadas con el orden del gobierno.
La declaración del "estado catalán" de Companys pasaría a la historia como uno de los muchos problemas internos de la república, y contribuirían a cimentar la imagen de inestabilidad y caos permanente, amén de violencia, no siempre ajustada a la realidad (la perspectiva de una revolución social en Cataluña era irreal, al haberse negado al CNT a secundarla; la Generalitat había magnificado consciente o inconscientemente su riesgo).
Los hechos posteriores confirmarían todos los temores de la izquierda republicana y de ERC (merece la pena señalar que la Lliga colaboró con el gobierno radical durante su restante periplo, hasta 1936, manifestando que el catalanismo quedaba lejos de ser la roca unitaria de hoy en día y que primaba sus intereses de clase a los nacionales), cuando el golpe de estado, la guerra civil y el fusilamiento de Companys sumergieron a España y a Cataluña en 40 oscuros años de dictadura.
Aquellos episodios han permeado la memoria catalanista desde el fin de la guerra hasta el regreso de Tarradellas, que casualmente también formaba parte del Govern en 1934, cuando se tumbó la proclamación del estado catalán. Como si de un espejo se tratara, el catalanismo ha ido virando poco a poco hacia su convicción de la "irreformabilidad" de España y hacia su ruptura desde entonces, tal como sucediera en lo que va de Prat de la Riba a octubre de 1934.
84 años después, Cataluña perdería su autonomía otra vez.