Si lo viviste lo sabes: hay que tener la fortaleza mental de un monje budista para ir fuera y no acabar pidiendo algo que rompe todos esos buenos propósitos que sentimos al subirnos a la báscula después de Año Nuevo. Pero un estudio reciente acaba de confirmar que es posible que dejar de ir a restaurantes sea, si no la que más, una de las mejores decisiones que puedas tomar de cara a tu plan de dieta.
No, no vas a comer saludable si vas a un restaurante: publicado en el estadounidense Journal of Nutrition esta misma semana en un ensayo realizado sobre 35.000 personas durante 13 años revela que, si entras a un mesón, las posibilidades de que te adhieras a un plan de alimentación saludable son exactamente 0.1%. Sólo una de cada 1.000 personas logra su objetivo. De media, los estadounidenses a régimen ingerían en estos establecimientos un 20% más de calorías que las que hubiesen tomado de quedarse en casa.
De acuerdo, son cifras provenientes del país con más obsesos del mundo, el mismo territorio al que podemos culpar de obscenidades culinarias que nunca debieron imaginarse como las pizzas rebozadas en aceite o los sándwiches de 15 pisos. Pero tal vez no deberíamos creernos libres de todo pecado los del país del cocido, los cachopos y el pan para empujar absolutamente todo. Sobre todo si somos ya el segundo país de la UE con mayores índices de sobrepeso entre su población general. Este estudio de 2009 de la Universidad de Navarra confirmación esta teoría, anunciando una asociación entre las personas que comen dos o más veces fuera de casa por semana y un incremento de peso de dos kilos al año.
Cuando el restaurante de comida rápida es “mejor” que el tradicional: por ilógico que parezca, puede que el McDonalds nos ayude más a mantener la línea que el Casa Pepe. Es lo que defienden dos estudios, uno británico que analizó el contenido calórico de 13.500 platos de 27 cadenas frente a 21 establecimientos normales y otro estadounidense donde se analizaban las calorías de los platos más populares de 116 restaurantes de seis países (EE.UU, Brasil, China, Finlandia, Ghana e India).
Se concluyó con que la comida rápida poseía, de media, un 33% menos de calorías que los platos de los restaurantes tradicionales. Sólo el 11% de los platos de los locales corrientes examinados respetaba el límite recomendado de 600 calorías por ingesta, cosa que cumplía el 17% de los fast food. Sí, un menú del Burger King aporta menos calorías que ese bar de toda la vida con su primero y su segundo, aunque en nuestra imagen mental sean los primeros los que se llevan nuestro rechazo (ojo, sólo teniendo en cuenta el recuento calórico, una métrica poco útil para determinar la idoneidad alimenticia final).
De hecho los restaurantes son un campo de minas para nuestro cerebro: por ejemplo, está demostrado que la sociabilidad y el comer en grupo nos lleve a pedir platos más calóricos. También, y según un estudio de la Universidad Duke, es más normal que por el mero hecho de que el menú presente la opción de un plato saludable sintamos el efecto del "cumplimiento indirecto del objetivo” de mantenernos en nuestro objetivo calórico. Es decir, sólo por el mero hecho de ver impreso que podemos elegir ensalada aunque luego pedimos pasta descuidamos el resto de nuestra ingesta. El “efecto segunda comida” provoca que, después de ingerir una ración copiosa, necesitemos aumentar la porción de nuestras siguientes comidas a la noche o al día siguiente. Los restaurantes, ese despeñadero de las voluntades humanas.
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