Todo el que vive en Twitter sabe que los hilos son uno de los mayores males de esta red social, la excusa de sus creadores para irse por las ramas y aburrir al personal por su incapacidad para sintetizar lo que querían contar.
Pero no siempre es así, hay al menos una muy conocida y honrosa excepción que confirma el potencial desaprovechado por el resto de aspirantes de este recién nacido formato comunicativo. Nos referimos a los que se contienen bajo la popular etiqueta #LaBrasaTorrijos, que acontecen todos los jueves por la noche sin fallar y en torno a los cuales se congregan cientos de miles de lectores encantados de viajar a edificios, ciudades o parques temáticos fascinantes del pasado y presente (real o proyectado) de la humanidad.
Pedro Torrijos partía de una muy buena base para triunfar. Es arquitecto de formación y vive (o vivía hasta ahora, ya que está despegando como influencer de la divulgación) de la tasación inmobiliaria, pero lleva más de una década ejercitando el músculo de contar historias para grandes audiencias en su tiempo libre, tanto para la radio como para medios escritos como El País, Yorokobu o incluso Magnet, donde se dejó ver en una ocasión hace un par de años. En esencia, que Torrijos tiene interés y oficio, y por eso sus “brasas” en realidad no lo son, son posts bien contados y bien pensados para arrasar entre el público masivo.
También ayuda, claro, lo surrealista de los mundos que pinta: el escritor nos ha descubierto que hay un nexo de unión entre la emperatriz Catalina II la Grande del siglo XVIII y la ciudad falsa-pero-real-pero-falsa del Show de Truman; que el Edificio Citicorp, construido sobre los derechos aéreos de una iglesia, estuvo a punto de pulverizar medio Manhattan; o que en un pueblo enterrado bajo el desierto de Australia sus habitantes no existen. Sus hilos son un catálogo de destinos demasiado buenos para ser ciertos, el tipo de anécdotas que nos dan la vida a los redactores de esta cabecera, y tanto tienen en común nuestros intereses con los del autor que algunas historias, por casualidad, han acabado siendo tratadas en ambos espacios.
Hace un par de años, antes de sistematizar y establecer como cita semanal el lanzamiento de sus hilos, contaba con unos 13.000 seguidores, y hoy ya se acerca a los 140.000. Fue antes del boom cuando una editorial pequeña, Kailas, le propuso hacer un libro de lo suyo, así que la llegada ahora a librerías de Territorios improbables. Historias sobre lugares que (casi) no sabías que existían ha coincidido con la feliz borrachera torrija que están viviendo los lectores de Twitter y de la que por el momento aún no se adivina el alcance máximo que alcanzará.
Territorios improbables le valdrá a los fetichistas de lo físico que quieran conservar en otro soporte sus narraciones, pero a nosotros nos parece que el objeto le acerca a una especie de Bill Bryson de la arquitectura: su gabinete de curiosidades se entremezcla con un conocimiento un poco más hard de la técnica, el volumen que colocaríamos al lado en nuestra estantería al lado de las guías de Atlas Obscura. He aquí tres extractos de los 50 que puedes encontrarte en el libro:
Atlantropa, el continente que no pudo ser
En 1928 el alemán Herman Sörgel creyó encontrar la solución perfecta a todos los problemas de Europa: crear un supercontinente unido a África, de nombre Atlantropa. Quería, literalmente, ensamblar ambas regiones modificando el vasto territorio de forma artificial. Hablamos de construir presas descomunales en el Estrecho de Gibraltar, sujetar el Mar Negro con una presa en los Dardanelos, conectar Sicilia con Túnez y básicamente drenar el Mediterráneo para unir los pueblos y añadir de paso miles de kilómetros de tierra cultivable. ¿Consecuencias medioambientales? No la principal preocupación de este visionario.
La idea sería saciar con ello las ansias expansionistas que todos los miembros del viejo continente sentían en una época en la que Estados Unidos les comía la tostada y formar una sociedad utópica paneuropea finísima. Algo pasó para que un proyecto del que se creó hasta una sinfonía propia en su honor no terminase de cuajar.
Ponte City, de lo más alto a lo más bajo
¿Conoces la novela de J. G. Ballard Rascacielos, que adaptó además al cine recientemente Ben Wheatley? Pues esta parece una adaptación involuntaria de su trama pero que ocurrió en el mundo real. En plena política de apartheid, unos constructores se propusieron erigir en Johannesburgo un torreón residencial brutalista de 54 plantas y 180 metros de altura concebido como símbolo de plenitud del movimiento de segregación racial: allí, en Ponte City, viviría en las mejores condiciones del mundo centenares de familias de la ascendente élite blanca. Lo harían además de forma autónoma, con tiendas y restaurantes en su interior, una fortaleza de la que no tendrías ni que salir.
Entre 1975 y 1990 el sistema racista fue resquebrajándose, la ciudad entró en declive y los blancos huyeron. El rascacielos, ya semiabandonado, fue ocupado por familias negras humildes que buscaban una vida mejor, pero también poco después por el crimen organizado. Ponte City, llamada a ser un emblema del lujo, se rebautizó como “el tugurio urbano más alto y grandioso del mundo”: los desechos de los moradores, que tiraban al centro del donut, alcanzaban el tercer piso. Algunos de esos desechos, por cierto, eran cadáveres humanos.
En los años siguientes los planes y usos definitivos del espacio han diferido bastante.
La Casa Winchester que nunca termina
Sarah Winchester, residente de New Haven, Connecticut, contactó con un médium en 1881 para pedir respuestas sobrenaturales a la muy sobrenatural situación que la mujer decía sufrir: dado que en los últimos tiempos había fallecido la mitad de miembros de su familia, siendo ellos muy jóvenes, sólo podía tratarse de un castigo de Dios contra ella. El adivino puso línea directa con su marido y éste le aseguró que se libraría de la maldición si se mudaba al otro lado del país o "construía una casa capaz de mantener a raya a todos los muertos de los que los Winchester habían sido responsables".
Sí, como adivinamos por su apellido, Sarah era la viuda del fabricante de los famosos "rifles que conquistaron el oeste", y esos son muchísimos muertos, y por eso mismo la mujer fue una de las arquitectas más originales de la época. Se compró una casa de ocho habitaciones en San José, California, y acabó haciendo remodelaciones y ampliaciones durante toda su vida hasta multiplicar por mucho la superficie original y producir una mansión con 150 estancias, 40 escaleras, 17 cuartos de baño, seis cocinas y varios ascensores entre otros muchos detalles de construcción casi no euclidiana y absolutamente terrorífica, razón por la que la vivienda se ha visto envuelta en mil y un leyendas urbanas de las que podrás saber más en Territorios improbables.
Fotos: Pixabay, Fiverlocker.
Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com
VER 0 Comentario