¿Te tocó estudiar Griego en bachiller? Entonces igual lo recuerdas. Para La Odisea, Homero podía pasarse versículos enteros hablando del aspecto de las espadas, describiendo animales, vestimentas y paisajes de lo que se representaba en sus textos con mucha profundidad de detalle. Pero para hablar del mar, decía de este que tenía un color de “vino oscuro”, y para hablar del cielo, de su color “bronce”. Son formas extrañas de definir estos elementos, creativas tal vez, pero el problema llega cuando descubrimos que en la Antigua Grecia no reconocían el color azul.
No eran los únicos. Lo mismo ocurría en otras civilizaciones como la china, japonesa, islámica o hebrea. Ni siquiera en Islandia, como estudió en 1858 William Gladstone, un intelectual apasionado de la obra de Homero que acabó siendo primer ministro británico hasta cuatro veces. Y resulta que, si no conoces la existencia de este concepto, es algo que no puedes ver. Así dijo Gladston:
"Estos himnos, de más de diez mil líneas, están llenos de descripciones de los cielos. Casi ningún otro tema es evocado con más frecuencia. El Sol y el enrojecimiento de la madrugada; el día y la noche; las nubes y los relámpagos; el aire y el éter, todos se despliegan ante nosotros, una y otra vez... pero hay una cosa que nadie podría aprender de estas canciones antiguas... y es que el cielo es azul".
¿Entonces no tener una palabra para identificar un color significa no percibirlo?
Parece ser que no es difícil moldear nuestra percepción sobre un color. Así lo demuestra este diagrama en el que vemos cómo nuestros fotorreceptores, cuanto más tiempo están expuestos al mismo color, más fatigados se vuelven, hasta crear una imagen posterior inversa a lo que estábamos percibiendo (de pronto, el amarillo parece azul, el rojo, verde). Aunque es una ilusión óptica sencilla, sí que ejemplifica lo fácil que es cambiar nuestra forma de ver las cosas. Otra forma de demostrarlo es con este test de atención selectiva, que hace hincapié en el poder que nuestras funciones cognitivas tienen para suprimir lo que vemos.
Nuestros cerebros son como máquinas registradoras de patrones construidas para identificar rápidamente las cosas que nos son útiles, descartando el resto de lo que percibimos como ruido sin sentido. Debemos agradecer que nuestra cabeza funcione así, entre otras cosas, porque sin ese filtrado nos expondríamos a disfunciones neurológicas del estilo de la esquizofrenia y el autismo.
Este último test lo que nos quiere decir, al final, es que no es que los griegos no le hubieran puesto nombre al azul, sino que ni siquiera reconocían este color. Para ellos, es muy posible que de verdad el cielo fuese bronceado y el agua como un vino oscuro. El azul, como idea, no existía en esa civilización.
Esta noción de los conceptos y el lenguaje que limitan la percepción cognitiva se llama relativismo lingüístico, un término que sirve para describir las formas en que diferentes culturas pueden tener dificultades para recordar o retener información sobre los objetos o conceptos para los que carecen de identificación de idioma. Sí, los esquimales tenían 50 formas de decir blanco. También la tribu Himba, de Namibia, siguen sin tener a día de hoy una palabra para denominar el color azul, que no distinguen del verde. Pero a cambio ellos ven muchos más verdes que tú. He aquí un ejemplo, a ver si adivinas cuál es el verde ligeramente más oscuro*.
El relativismo lingüístico va más allá de los colores
Por supuesto, esta cuestión no se limita a la gama cromática. Esto va mucho más allá. Tal vez si en tu idioma no hay conceptos como el coche, la siesta, la teoría de la Evolución por selección natural de Darwin o en el capitalismo, son cosas para ti imposibles de distinguir o de retener siquiera en tu memoria. Son cosas que no se perciben en absoluto.
Lo narró el neurólogo Oliver Sacks cuando, con un ejemplo de su vida, puso de relieve el relativismo lingüístico y conceptual con respecto a la esquizofrenia que se sufría en su tiempo. Antes del s. XIX eran raros los diagnósticos de esquizofrenia, y no se conoce ninguno que haya quedado plasmado en la literatura antigua (en la que la locura sí estaba bien documentada).
Cuando Sacks comenzó a practicar psiquiatría en 1965 en Nueva York, estudiando en concreto todo al respecto de esa rara enfermedad, empezó a comprobar que no era tan anómala como sus colegas estaban haciendo ver. Que se trataba de un mal diagnóstico causado por la misma teoría en la que se indicaba que este trastorno era “muy raro”. Esa misma asunción de que la esquizofrenia era algo excepcional era lo que reforzaba que los médicos no hicieran los diagnósticos adecuados. Podían tener delante a un tipo con voces en su cabeza y la seguridad de que los comunistas estaban esperándole cada día a la salida del trabajo y no verlo. Estaban siendo condicionados por las propias estadísticas, mal elaboradas, y a medida que aumentó la conciencia los casos por esquizofrenia empezaron a florecer.
¿Y cómo acabamos viendo lo que normalmente no vemos?
Con la evolución científica y técnica, claro. Como habíamos apuntado, resulta que la única civilización antigua de la que se tiene constancia que sabía representar el color azul era la egipcia. Ellos estaban mucho más desarrollados que las civilizaciones vecinas. Tenían más tecnologías y también más pigmentos con los que elaborar sus ropas y herramientas. Con el refinamiento, la necesidad de una terminología que sepa precisar cada cosa. Les costó fabricar el azul, el que está considerado el primer pigmento sintético, ya que no se encuentra fácilmente en la naturaleza (por cierto, las flores azules son un invento de los humanos), pero lo acabaron sacando. Luego ya se propagaría por el resto del mundo. El pigmento y también el azul.
¿Y todo esto significa que no podemos estar seguros de ninguna de nuestras asunciones?
Pues sí. Y tiene gracia que los griegos, los mismos que inventaron el mito de la caverna de Platón, no tuviesen el azul, esa idea tan básica, en su mente.
Puede que después de todo, Matrix sólo esté a una pastilla de distancia. Pero, ¿cuál es la azul y cuál es la roja?
*Si sigues las agujas del reloj, el recuadro número 11.