Pipas. Muchas pipas. Ironías del destino, cuando el equipo liderado por Mark Horton, del Departamento de Arqueología de la Universidad de Bristol, emprendió una campaña de excavaciones en el istmo de Panamá, en la misma región que cerca de tres siglos antes había ocupado la efímera colonia escocesa de Nueva Caledonia, lo que encontraron fue eso: gran cantidad de pipas. Los fragmentos de tubos y cazoletas usadas por los colonos para consumir tabaco aparecían enterrados junto a ollas, bandejas, vidrios, cuerdas e incluso cuchillos de cirujano.
Resulta irónico porque allí, en la tierra húmeda y fértil de Nueva Caledonia, se "fumó" Escocia a finales del siglo XVII dos de sus bienes más preciados. El primero fue la mitad de la riqueza del país. El segundo, su independencia, tan preciada desde entonces.
Si William Wallace hubiese sabido que (solo cuatro siglos después de morir entre torturas, acusado de traición) Escocia vendería su independencia a Inglaterra por 400.000 libras, quizás se lo hubiese pensado mejor antes de blandir su espada contra el rey Eduardo I. Sin embargo eso fue más o menos lo que ocurrió a comienzos de 1707, cuando a través de la Union Act Escocia e Inglaterra disolvieron sus respectivos parlamentos para establecer uno nuevo, el del Reino de Gran Bretaña, con sede en el palacio de Westminster, Londres.
Ambos países compartían ya fuertes lazos culturales y económicos y desde 1603 estaban liderados además por un mismo monarca, pero actuaban como naciones distintas con cámaras propias... Y también un profundo recelo mutuo.
El paso que dieron en 1707 acabó con la independencia de Escocia. El país mantuvo su sistema legal y religioso, pero la moneda, la soberanía, los tributos y el comercio pasaron a estar ligados con Inglaterra. Incluso se notó en la bandera. La la vieja cruz de San Andrés, la Saltire, quedó relegada a la segunda fila de mástiles mientras la Union Jack, que ya se venía usando desde 1606, hondeó con más fuerza en las Highlands.
Una de las razones principales por las que Escocia aceptó aquel enlace (aun cuando provocaba urticaria a gran parte de sus habitantes) fue la ayuda financiera que le prestó el Banco de Inglaterra para salir del hoyo al que se había arrojado en tierras panameñas, un boquete de 398,085 libras, cantidad que hoy puede no parecer desorbitada, pero que en el siglo XVII suponía una auténtica fortuna. Incluso para todo un país.
¿Qué ocurrió en aquel istmo remoto de Centroamérica? ¿Cómo se arruinó Escocia hasta el extremo de auxiliarse en su vecina del sur? ¿Qué sucedía mientras los antiguos escoceses fumaban ufanos sus pipas al otro lado del Atlántico Norte? La respuesta tiene nombre y apellido: William Paterson. Y la causa es algo tan primario y antiguo como la ambición. En este caso un tipo de ambición colectiva capaz de entrampar a todo un orgulloso reino en un sueño colonial delirante.
La trampa colonial del hijo pródigo
William Paterson (1658-1719) fue un comerciante y banquero oriundo de Dumfries y Galloway, en Escocia, con una vida sembrada de luces brillantes y profundas sombras. Entre las primeras se encuentra su inteligencia, capacidad para los negocios y don de gentes, lo que le permitió enriquecerse en el comercio con las Indias Occidentales e incluso promover en 1694 la fundación del Banco de Inglaterra. Entre las segundas, las sombras, destaca como un enorme agujero negro el Plan Darién, un ambicioso proyecto que alumbró durante su estancia en las Bahamas y con el que esperaba lograr riqueza y poder.
Tan convencido estaba de sus virtudes que trató de persuadir al gobierno inglés de que pusiese el dinero necesario para hacerlo realidad. Cuando en Londres lo despacharon sin ofrecerle una libra, Paterson, ni corto ni perezoso, llamó a la puerta de Escocia, mucho más receptiva a sus promesas.
En un mundo repartido entre grandes imperios y potencias coloniales, Escocia ambicionaba hacerse un hueco propio en el tablero internacional. Desde la década de 1620 había emprendido de hecho algunos intentos, como el de Nueva Escocia, Cap Breton o Stuarts Town, pero sin demasiado éxito. El proyecto presentado por Paterson casaba a las mil maravillas con esa pretensión. Sobre el papel, la propuesta era incontestable: el banquero planteaba fundar una colonia en el istmo de Panamá, un punto estratégico por su ubicación geográfica que permitía llegar de forma más rápida y barata a los tesoros de los países orientales.
"Una puerta mundial del comercio entre el Atlántico y el Pacífico, la llave del universo", argumentaba Paterson ante los inversores con una prosopopeya digna de un moderno director de marketing. La bahía en la que había puesto sus ojos —hoy conocida como Puerto Escocés— se encuentra a poco más de 200 kilómetros del Canal de Panamá, la gran vía de navegación interoceánica entre el mar Caribe y el Pacífico.
El objetivo del financiero era lo suficientemente ambicioso como para azuzar el deseo de Escocia de ver reforzada su influencia internacional: "Arrebatar la puerta de los mares a España". Y... ¿Por qué no? Quizás medirse con su hermano del sur. Paterson consiguió entusiasmar a su patria. En 1695 impulsó la Compañía Escocesa de Comercio a África y las Indias (o Compañía de Darién) y reunió una fortuna de inversores convencidos: cerca de 400.000 libras, los ahorros de grandes magnates, pero también de muchas familias menos pudientes que vieron en Panamá una oportunidad única para aumentar su patrimonio.
Las promesas de Paterson arrastraron incluso a los escoceses más intrépidos y deseosos de probar fortuna en el Nuevo Mundo. La primera expedición rumbo a Panamá partió de los muelles de Leith el 4 de julio de 1698. La conformaban cuatro navíos cuatro (el diario The Scotsman, de Edimburgo, apunta que fueron cinco) a bordo de los que los que viajaban 1.200 almas.
De promesa colonial a pifia colosal
La aventura colonial de Escocia empezó a zozobrar desde el principio, prácticamente después de que el horizonte se tragase el puerto de Leith. Solo durante la travesía de tres meses y medio por el Atlántico murieron más de medio centenar de tripulantes. Quienes llegaron a Panamá fundaron varios poblados (Nueva Edimburgo, Morais y San Andrés), pero no tardaron en descubrir que el maná prometido, aquel plan tan bien urdido sobre el papel, era en realidad un infierno.
En la colonia escaseaba la comida y los expedicionarios no consiguieron sacar provecho de su relación con los indígenas kunas ni tampoco de la pantanosa tierra panameña. Los mosquitos y la malaria les dieron la puntilla. Las notas de los colonos dan cuenta de tasas de mortandad terribles.
Para colmo, el calor y la humedad del clima caribeño no ayudaban a quienes aspiraban a fundar Nuevo Edimburgo. Tampoco la política. Inglaterra prohibió a sus colonias que negociasen con el asentamiento de Nueva Caledonia, lo que sometió a los recién llegados a un bloqueo comercial con el que no contaban. Por orden del gobierno de Guillermo III los ingleses no les prestaron auxilio, suministros ni ninguna otra facilidad.
La mayor amenaza la representaba sin embargo España. Sobre el mapa el territorio escogido por Paterson formaba parte de la Corona que por aquel entonces aún lucía Carlos II. Cuando el entorno del "Rey Hechizado" se enteró de que se habían asentado escoceses planeó un ataque. Nueva Caledonia quedaba de hecho cerca de Acla, antiguo asentamiento español y uno de los primeros fundados en el Nuevo Mundo. No muy lejos de San Andrés operaba además Portobelo, importante puerto comercial del Caribe.
Desesperados, los pocos pioneros que quedaban con vida decidieron regresar a Escocia o partir hacia Nueva Inglaterra, en los actuales Estados Unidos. Habían pasado apenas ocho meses desde su llegada triunfal a aquel istmo remoto de Panamá. De los 1.200 intrépidos que habían partido de Port Leith regresaron a Escocia un puñado de supervivientes. Entre ellos el propio Paterson, a quien la aventura no le salió gratis.
El financiero sufrió un durísimo golpe económico, había perdido a su mujer y su hijo y su salud estaba además muy mermada. La mala fortuna quiso sin embargo que retornara a Escocia demasiado tarde. Cuando relataron lo que había ocurrido en el istmo de Centroamérica otra expedición con cerca de 1.300 aspirantes a colonos navegaba rumbo a lo que consideraban que sería ya un asentamiento joven, pero perfectamente establecido.
En vez de un puerto bullicioso y próspero, repleto de mercancías, los nuevos expedicionarios se toparon a su llegada a Panamá, hacia finales de 1699, con los vestigios dejados por sus predecesores. A pesar del chasco decidieron reconstruir la colonia y plantar cara a la amenaza española con un ataque al fuerte de Tubacanti. Los escoceses alcanzaron una pequeña victoria, pero para la Corona fue la gota que colmó el vaso: desde Madrid se acordó aplastar aquel conato colonial sometiéndolo a un largo asedio que culminó en la primavera de 1700, cuando Nueva Caledonia se rindió. Cuando izaron la bandera blanca Escocia entera vio zozobrar su sueño imperial.
De los entre 2.500 y 3.000 colonos que se habían embarcado en la aventura de Paterson solo sobrevivieron unos pocos cientos. Algunos regresaron a Escocia entre el oprobio de la derrota. Otros se distribuyeron por Jamaica o el norte de América. El mayor descalabro para Escocia como país se medía sin embargo en libras, monedas contantes y sonantes: el Proyecto Darién había captado inversiones que representaban un buen pellizco de la riqueza de todo el reino. Según la estimación de Nat Edwards, historiador de la Biblioteca Nacional de Escocia, "el 50% del dinero del Estado se perdió en las expediciones" de Paterson.
El epílogo de la historia es bien conocido. Se escribió en los despachos del Banco de Inglaterra y en los mentideros políticos de Londres y Edimburgo. Para salir de la bancarrota y tapar su deuda pública, Escocia recibió la ayuda financiera de sus vecinos del sur, curiosamente los mismos que no se lo habían puesto fácil durante su aventura colonial en Panamá.
El auxilio, en forma de una inyección de cerca de 398.000 libras reclamada por los comisionistas escoceses, tuvo un precio, sin embargo: la unión política entre ambos reinos y la creación oficial de Gran Bretaña. Del malogrado Proyecto Darien quedó una profunda resaca política y las pipas de sus antiguos colonos, enterradas en un suelo húmedo en el que hoy crecen cocoteros y bananos.
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