Desde que el coronavirus irrumpiera en nuestras vidas, la mascarilla se ha convertido en un complemento imprescindible de nuestro día a día. Hoy su uso es generalizado y obligatorio en los espacios interiores (e incluso exteriores) de todos los países de mundo. Lo que no significa que todos sus usuarios la hayan aceptado de buen grado. Nuestra relación con la mascarilla oscila entre la acogida entusiasta, la aceptación resignada y las resistencias. Pasivas y activas.
A día de hoy sigue habiendo personas que reniegan de ella. Y hay motivos psicológicos que ayudan a entender su recelo.
Resistencias. Al fin y al cabo su uso aún es causa de gran confusión y escepticismo entre parte de la población. A ello han contribuido los mensajes contradictorios de la OMS y del gobierno. A principios de marzo del año pasado parecieron irrelevantes; más tarde, esenciales para los sanitarios y los grupos vulnerables; y a finales de abril ya se situaron como una de las condiciones básicas para iniciar la desescalada. Desde entonces se han convertido en un elemento obligado en todos los contextos y circunstancias, especialmente en España.
¿Cómo entender, pues, las resistencias?
Uno: libertad. CNN recopila en este reportaje tres posibles explicaciones psicológicas para el rechazo a la mascarilla. El primero sería "la libertad", una palabra manoseada hasta el extremo durante el último año y medio. La imposición de una prenda, por preventiva que resulte, chocaría con nuestra ansiada libertad de decisión y se interpretaría como una molesta injerencia del estado. Dicho de otro modo y en palabras de Steven Taylor, psicólogo y autor de La psicología de las pandemias:
La gente valora sus libertades. Y pueden volverse reacios o sentirse moralmente indignados cuando alguien intenta limitar sus libertades.
Nada que no hayamos visto en otras medidas generales que hipotecan la libertad individual al bien común, como el tabaco o el uso del coche en las grandes ciudades. Algunas medidas, en especial cuando tienen un carácter coercitivo, despiertan una resistencia natural en algunas personas. La mera idea de una obligación legislativa conduce a suspicacias.
Dos: la vulnerabilidad. Otro factor personal. Llevar mascarilla denotaría y señalaría vulnerabilidad de cara a los demás. Esto es algo especialmente importante en el caso de los hombres, como reveló en su momento este reportaje de The Atlantic. Otro psicólogo, David Abrams, lo resume así: "Llevar una máscara es tan obvio como decir soy un gato asustadizo". Aquí operan varios sesgos. Desde el de "resultado" (no nos hemos contagiado hasta ahora sin ellas); hasta una compensación de nuestros complejos a través de la exacerbación del sesgo.
Dicho de otro modo: al llevar mascarilla creemos que nos mostramos débiles al mundo. La masculinidad frágil hace el resto.
Tres: la confusión. Tenemos algunas certezas sobre las mascarillas: sabemos que ayudan a reducir los contagios en entornos cerrados y en espacios de socialización mal ventilados; pero tenemos dudas más que razonables sobre su efectividad y conveniencia al aire libre, si acaso porque el volumen de contagios en exteriores es muy bajo. Pese a todo, las medidas han sido dispares: obligatorias caminando solo por el monte, como sucede en España, pero prescindibles cuando entramos a un restaurante. Esto ha generado una sensación de arbitrariedad legítima.
El debate científico al respecto es extenso. Todo ello ha convergido en un discurso público extremadamente confuso: un día no teníamos que comprarlas, otro día eran indispensables; otro día son obligatorias en la playa. La ambivalencia de mensajes puede provocar que muchas personas decidan optar por lo más cómodo. Sin certezas, confundidos y condicionados por sus propios sesgos, las mascarillas se quedan en casa.
La decisión. ¿Qué hacer ante la duda? Pese al ruido y al inconcluso debate científico, hay un elemento muy claro respecto a las mascarillas: el principio de precaución. Como explican nuestros compañeros de Xataka:
Uno de los principios básicos en las intervenciones de salud pública es que si tienes una intervención barata y sin riesgos es razonable aplicarla aunque no esté muy claro si su eficacia es tan buena como nos gustaría. Este principio (de precaución) es el que está detrás de buena parte de las políticas pro-mascarillas de los países asiáticos.
Dicho de otro modo: al margen de su efectividad, mayor o menor, el coste de llevar una mascarilla es extremadamente bajo. Es una intervención potencialmente muy beneficiosa sin apenas externalidades negativas, más allá de la "compensación de riesgos" (reducir la distancia social, lavarse menos las manos, falsa sensación de protección). Cuesta poco aplicarla. Y las ganancias futuras para toda la sociedad son altas (al menos hasta que la epidemia remita de una vez por todas).
Imagen: GoToVan/Flickr
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