“Si la industrialización, la contaminación ambiental, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial, este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años”. La sentencia puede sonar apocalíptica, pero no es ni mucho menos nueva: está extraída de un informe elaborado por expertos de primer nivel en 1972, hace —¡Exacto!— justo medio siglo.
Si su vaticinio es correcto, el escenario que traza se alcanzará antes de que acabe el siglo XXI.
Quizás suene demoledor, pero hay quienes, como los colapsistas, opinan que avanzamos con paso firme hacia ese horizonte y nos resultará muy difícil desviarnos de la senda, igual que una especie de sino indefectiblemente ligado al capitalismo. Su postura, al menos la de los teóricos más radicales, ya genera debate incluso entre los ecologistas en plena crisis energética y descarbonización.
“Nos vamos al carajo”. Así, sin medias tintas, se expresa Antonio Turiel, una de las voces más célebres del colapsismo en España, durante una entrevista con El País. El nombre de la corriente de pensamiento la define bastante bien: grosso modo, los colapsistas creen que nuestro sistema tiene los pies de barro. Si seguimos creciendo —sostienen, en línea con el informe del 72— ignorando los límites de nuestros recursos y el impacto ambiental, nuestra forma de vida sencillamente acabará colapsando. Igual que una máquina a la que se ha pedido demasiado y acaba fundida.
La premisa la define con puntería Emilio Santiago, investigador de antropología climática del CSIC, en un artículo publicado en Climática: “El colapsismo considera que ante el choque con los límites planetarios en sus distintas formas (crisis climática, pero también energética, de biodiversidad…) el colapso de la civilización industrial es un hecho consumado, una suerte de destino. El margen de acción ante esta trayectoria se habría reducido a colapsar mejor o peor”.
Pero tenemos la revolución verde, ¿no? Pues no del todo. Al menos eso creen los colapsistas, convencidos de que sustituir por completo los combustibles fósiles por energías renovables resulta inviable. “Nadie ha conseguido montar un aerogenerador o un panel fotovoltaico sin que en el proceso de extracción de materiales, fabricación, transporte, instalación o mantenimiento haya acabado interviniendo energía fósil”, señala Turiel a El País. Y no es el único problema.
Quienes defienden la postura deslizan también que las renovables afrontan otro reto de calado, límites imposibles de ignorar: la disponibilidad de los minerales necesarios, como el litio, una escasez que ya está dando dolores de cabeza a la industria. Su arsenal de argumentos no se acaba ahí. La corriente incide en la complejidad técnica de pasar de los combustibles fósiles a energías limpias, sobre todo en ciertos sectores, o el propio impacto ambiental de la extracción de minerales.
Pero nos queda la tecnología… ¿O no? He ahí, señala Santiago, una de las grandes “encrucijadas” del debate: el choque entre los tecnoptimistas, convencidos de que la tecnología conseguiría ampliar las fronteras del crecimiento y actuará como tabla de salvación; y el colapsismo que considera que la crisis climática o energética nos pondrá contra las cuerdas.
Los primeros confían en que gracias al desarrollo seguiremos avanzando igual que lo hacemos desde los ya lejanos tiempos de la revolución industrial. Los segundos, que no conforman ni mucho menos una ideología homogénea y ofrecen múltiples matices, lo ven más difícil. Curiosamente, para el investigador del CSIC, ambas posturas comparten un punto: subestiman el factor político.
¿Qué proponen entonces? Básicamente, que pisemos el freno. Turiel señala que el colapso no es ni mucho menos un sino indefectible y obligatorio, un destino impepinable; pero esquivarlo, advierte, exige cambios más profundos: decrecer, reducir la necesidad de energía y también de materiales. Su planteamiento lo conecta en cierto modo con la propia teoría del decrecimiento, el movimiento político, social y económico que cuestiona la idea de un crecimiento infinito.
“No se trata de hacer las cosas más eficientes, sino de hacer muchas menos”, abunda Turiel, que plantea, a modo de ejemplo, el fin del modelo de la automoción privada. El colapsismo no se puede considerar en cualquier caso una doctrina rígida con propuestas cerradas, sino —desliza Santiago— “un modo de razonar”, un marco global. Otras voces insisten en la importancia de reconocer el problema y asumir la necesidad de aplicar “cambios”, a nivel personal y social.
Una cuestión de marcos. “La economía capitalista es muy buena cuando tiene recursos abundantes, porque tiene esa capacidad de explotarlos al máximo; pero cuando se encuentra con límites es incapaz de adaptarse”, recalca la investigadora Margarita Mediavilla a El País. El dilema, abunda, vuelve a ser el mismo: “El mal decrecimiento lo tenemos asegurado”. Nos queda al menos organizarlo para poder tomar las riendas de ese trance. El escenario que afronta Europa, con una crisis energética que ya obliga a tomar medidas, sitúa el debate en el centro del foco social.
Debate entre los ecologistas. Aunque puedan compartir ciertas premisas —como alertar sobre los límites del planeta— el discurso del colapsismo provoca algunas fricciones entren los ecologistas. Hay quien ve en sus planteamiento una coartada perfecta para los contrarios a las renovables.
Sus advertencias, apuntan, restan valor a la transición y ofrecen una cómoda trinchera argumental a quienes rechazan las energías verdes. Al fin y al cabo, ¿para qué encarar el difícil camino hacia las renovables, si no servirá para gran cosa ni evitará una desaceleración? Otros alertan sobre el riesgo estratégico de trazar “horizontes apocalípticos” o descargar la responsabilidad en el ciudadano.
¿Argumentos incontestables? Esa es la gran cuestión de fondo: ¿Son realmente sólidos los argumentos en los que enraíza el colapsismo? Hay quien ve fisuras importantes. Un ejemplo claro lo deja el propio litio. ¿Hay escasez? Cierto. Pero también lo es, recuerdan los expertos, que la cantidad de reservas disponibles se ha multiplicado en la última década, que en el futuro se pueden encontrar más recursos minerales y que —sin necesidad de caer en el tecnoptimismo— la tecnología ha dado sobradas muestras ya de su capacidad: “No hay ningún predeterminismo tecnológico”.
“El colapso es el diagnóstico, no la receta —concluye Gaspar Manzanera en un extenso artículo publicado por la CNT sobre la corriente—. Viendo cómo se usa la noción de colapso en los discursos públicos, parece haberse invertido la relación y haber asumido el colapso como receta creando una suerte de colpasismo. Pero el colapso de un sistema injusto, autoritario y, además, inestable no lleva por sí mismo a la superación de la injusticia, el autoritarismo y la inestabilidad”.
Imagen de portada | Jezael Melgoza (Unsplash) y Bart van Dijk (Unsplash)
Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com
VER 0 Comentario