No hay debate más transcendental en el seno de la Unión Europea que la inmigración. Propulsó el voto favorable a la salida del espacio comunitario de Reino Unido, aupó a Marine Le Pen a rozar la presidencia de Francia, ha causado un sinfín de turbulencias políticas a la coalición de gobierno de Angela Merkel y se ha configurado como la prioridad fundamental para el electorado italiano. Todo ello dejando de lado su ubicuidad total en el resto de países del este y el norte de Europa.
A menudo, el debate se configura en sentido negativo. Los partidos que prosperan gracias a la inmigración lo hacen agitando sentimientos de agravio, cierta xenofobia y cuestiones culturales. Sin embargo, Europa le debe mucho a la inmigración. Al menos en lo relativo al Mundial de Fútbol.
Pensemos en tres de los cuatro semifinalistas de la por otro lado muy europea Copa del Mundo 2018. Francia, Inglaterra y Bélgica son recipientes netos de inmigrantes: lo son tanto por su legado colonial, muy explícito en el caso de la inmigración subsahariana y argelina en Francia y por los migrantes pakistaníes o jamaicanos en Reino Unido, y por su carácter desarrollado y próspero. En Francia el 12% de la población es migrante, en Inglaterra, el 13% y en Bélgica, el 12%.
¿Y cuál es el peso en sus respectivos equipos? Si vamos más allá de los migrantes, que por naturaleza tienen complicado acceder a la nacionalidad, y pensamos en sus hijos o nietos, bastante alto. Este gráfico de The Times of India es bastante ilustrativo al respecto: tres de las cuatro selecciones semifinalistas deben más del 47% de sus jugadores a la inmigración. El caso de Francia sobresale por encima del resto: hasta el 70% de los convocados tiene raíces migrantes.
El caso francés es bastante paradigmático, si bien es familiar en extremo. La Copa del Mundo de 1998, celebrada en territorio francés y conquistada en la final a la Brasil de Ronaldo Nazario, culminó décadas de complejas asimilaciones, convivencias e identidades comunes proviniendo de contextos divergentes. En aquel equipo la estrella era Zinedine Zidane, de origen argelino, y sus delanteros trazaban su herencia a Argentina, Armenia, Polonia o Martinica.
Un Mundial para unirlos a todos
Como se recuerda aquí, la victoria de Francia en el Mundial se interpretó como el triunfo de la integración migrante en el país, como el resultado natural a la convivencia de culturas y a su unificación bajo el proyecto de una nación común. 17 de los 23 seleccionados reconocían en sus antepasados orígenes distintos a los franceses, y el país quiso proyectar en Les Bleus un proyecto de patria común. Cuatro años después, Le Pen (padre) llegaba a la segunda vuelta.
La Francia multicultural del campo era un espejismo en las calles. Los años venideros ilustrarían los problemas de asimilación de los hijos de migrantes en los barrios periféricos de las grandes ciudades, su situación de virtual exclusión social, el resentimiento generado en muchos franceses que continuaron votando al Frente Nacional, o su socialización en entornos extremistas. En los estadios, en todo caso, Francia continuó siendo un país mestizo. Un producto migrante.
¿Cómo se traslada esa herencia al Mundial? En el caso francés, dos de sus tres mejores jugadores (Kylian Mbappé y N'golo Kanté) son de origen africano (camerunés-argelino el primero, maliense el segundo). La defensa se compone de un lateral descendiente de inmigrantes españoles, de un central de origen martinico y de otro nacido directamente en Camerún. Todo el medio campo (incluyendo a Pogbá y Matuidi), además de una buena parte de los recambios (Fekir, Dembelé, Nzonzi o Tolisso, entre otros) es fruto de la inmigración.
A Bélgica le sucede algo similar. El país se ha ahorrado gobiernos o movimientos transnacionales nítidamente anti-inmigración sólo por la particular fragmentación regional de su sistema político. Pese a ello, la inmigración ha sido un foco de permanente debate social por medio de los atentados de Molembeek y las númerosas células de reclutamiento del yihadismo. El paisaje demográfico belga en la periferia de las ciudades es siempre mestizo, subsahariano o rifeño.
En lo futbolístico sucede algo similar. Pese a que un buen puñado de sus estrellas siguen siendo flamencas o valonas (Hazard, el belguísima De Bruyne o Mertens, por citar a unos pocos), destacan por su clarísimo origen migrante Romeru Lukaku, Marouane Fellaini, Axel Witsel o Yannick Ferreira-Carrasco. Los dos primeros han sido instrumentales para que el equipo llegue a semifinales, anotando goles cruciales. Lukaku, junto a Hazard, es el líder de facto de la generación.
Y su trasfondo está marcado por sus experiencias como hijo de migrantes. Sus padres, provenientes del Congo (antigua colonia belga, masacrada por Leopoldo II en el que se considera el primer genocidio moderno de la historia), lidiaron con numerosas penurias económicas. Lukaku rememoró todas ellas en este artículo (en inglés) en el que exploraba los conflictos inherentes a su origen migrante y a su identidad como belga, al rechazo y al amparo que suscita en función de sus éxitos.
Aglutinar la nación en un estadio
Inglaterra tampoco es ajena a la dinámica. El 47% de sus futbolistas pertenecen a la segunda o tercera generación de africanos o caribeños que buscaron en Reino Unido, después de la colonización, otras oportunidades laborales. En el partido contra Suecia (un equipo cuyo mejor jugador de siempre, Ibrahimovic, provenía de los Balcanes y cuyo porcentaje de futbolistas hijos de la migración asciende al 17%), el gol decisivo lo anotó Bamidele Jermaine Alli, hijo de un yoruba con el que vivió en Nigeria durante dos años de su adolescencia.
Pese a que el líder y capitán del equipo es Harry Kane (de padre irlandés), sus escuderos más destacados son Raheem Sterling (de descendencia jamaicana), Ashley Young (también jamaicano), Jesse Lingard (San Vicente y las Granadinas), Ruben Loftus-Cheek (Guyana), Marcus Rashford (Saint Kitts and Nevis) o Kyle Walker (de nuevo Jamaica). Para el seleccionador, Gareth Southgate, el equipo representa la nueva identidad inglesa. Una totalmente nueva.
Otros países no tan exitosos en este Mundial también dependen en gran medida de las nuevas generaciones de hijos de la inmigración. El caso más significativo es el de Suiza: el país vota de forma preferente a partidos muy hostiles a la llegada de migrantes o refugiados, y sin embargo deposita sus esperanzas en un combinado donde el 65% de los jugadores identifican sus raíces en lugares tan dispares como Albania, España, Camerún o Bosnia y Herzegovina.
En Alemania el porcentaje se reduce al 39% (Boateng, Gündoğan, Mario Gómez), en Portugal al 30% y en Dinamarca al 13%. Incluso España, donde las segundas generaciones de migrantes están llegando ahora a la edad adulta, cuenta con tres figuras de origen extranjero (Diego Costa, Thiago y Rodrigo, todos ellos hispanobrasileños). En todos los países citados el porcentaje de futbolistas de orígenes migrantes es muy superior al de ciudadanos de origen extranacional.
Para Europa la inmigración es un problema siempre que no se encuentre dentro de un campo de fútbol. Como indica Southgate y como desearía Lukaku, la realidad multiétnica y plurinacional de la mayor parte de las selecciones es un reflejo de los profundos cambios demográficos que ha atravesado Europa, le guste o no. Inglaterra ya no son once tipos a la imagen y semejanza de Kane, como Suiza jamás volverá a ser un compendio de Lichtsteiners de la vida. Por ahí, los equipos guardan la esperanza de aunar las alienadas identidades de sus ciudadanos.
Se sabe que el fútbol es una poderosa herramienta aglutinante (el ejemplo de España o Francia, en las resacas posteriores al Mundial, es válido), pero también que tiene muchas limitaciones para cohesionar la identidad nacional más allá de lo banal (los conflictos nacionales o étnicos internos en cada país también lo manifiestan). Si Bélgica o Inglaterra (o Francia) ganan el Mundial, es probable que sus ciudadanos se sientan más partícipes del proyecto nacional común provengan de donde provengan.
Pero también es cierto que tal efluvio nacional, tal vivero de nuevas identidades encontradas en una Nueva Inglaterra o una Nueva Bélgica, durará poco. Tan pronto como lleguen las siguientes elecciones.
Imagen: Dirk Waem
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