Cuando Barack Obama decidió rubricar el acuerdo nuclear con Irán lo hizo alineando a tres agentes cruciales en su contra: la oposición republicana, Israel y Arabia Saudí. Cada uno tenía sus motivos para recelar de una negociación que anulaba el largo aislamiento de Irán en la esfera internacional. Para los republicanos representaba una traición; para Israel, una amenaza lejana; para Arabia Saudí, un ataque frontal varias décadas de política exterior construida en oposición a Irán.
De ahí que la salida de Estados Unidos del acuerdo nuclear (participaron también otras cinco grandes potencias que, a esta hora, aún lo mantienen vigente) haya sido aplaudida con entusiasmo tanto por Benjamin Netanyahu, el hombre más importante de la política israelí de las últimas décadas, como por la monarquía saudí. Ambos han presionado a Trump en favor de una decisión dramática, anunciada ayer en contraposición a la firme política de su antecesor.
Lo que pueda suceder a corto plazo es aún una incógnita. Por el momento, la Unión Europea se ha manifestado en contra de la unilateral decisión de Estados Unidos. China mantiene estrechos lazos comerciales con Irán, arraigados en el suministro de petróleo, por lo que es improbable que abrace las revividas sanciones americanas. Irán, por su parte, ha anunciado su intención de mantener vivo el acuerdo, y su disposición a reactivar su programa nuclear si las circunstancias lo requieren.
De fondo, ha surgido una pregunta que lleva sobrevolando la geopolítica de Oriente Medio más de un lustro: ¿podrían terminar Arabia Saudí e Irán enzarzados en un enfrentamiento directo, en la primera gran guerra entre dos potencias regionales desde el largo conflicto que enfrentó a Irán y a Irak en los ochenta? Para entender por qué existe esa posibilidad, y por qué aún parece demasiado lejana en el horizonte, hay que entender cuál es el origen de la cruda rivalidad entre ambas potencias.
Irán y Arabia Saudí, una vieja enemistad
Tradicionalmente, el origen de la disputa entre Irán y Arabia Saudí se suele ubicar en 1979, cuando la revolución islamista liderada por Ruhollah Jomeini doblegó al sha y estableció una república fundamendalista chií en el que una vez fuera el más robusto aliado regional de Estados Unidos. Pese a que Irán siempre había sido vista con recelo por sus vecinos árabes y suníes, el carácter republicano, revolucionario y furibundamente anti-estadounidense de Jomeini lo cambió todo.
Durante los primeros años, la élite iraní cimentó una agresiva política exterior basada en la promoción del ideal revolucionario, uno que desligaba al Islam de las monarquías hereditarias. Para Riyadh y el resto de emiratos de la península la proyección ideológica de nuevo Irán representaba una amenaza insostenible. Más allá del petróleo, Irán siempre había sido la principal potencia del golfo pérsico, merced a sus numerosos recursos y a su gigantesco tamaño demográfico. Ahora quería poner el mundo patas arriba exportando su revolución.
De forma paralela, la desaparición del Irán afín a Estados Unidos abrió una ventana de oportunidad para Arabia Saudí, que se convirtió en el baluarte de los intereses occidentales en Oriente Medio. Cuando Irak decidió atacar a Irán aprovechando el caos posterior a la revolución, todos los países del golfo pérsico se alinearon detrás de Saddam Hussein. Las monarquías suníes árabes entendían que un Irán debilitado favorecía sus intereses, aunque implicara apoyar (contra natura) a Saddam.
Fue en aquella década cuando crearon el Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo, una suerte de unión política que armonizó el progresivo aislamiento internacional y económico de Irán (con algunas excepciones, como Omán o el emirato de Dubai). El fin de la guerra con Irak (1988) y una serie de gobernantes moderados y conciliadores en Irán (Rafsanjani a la cabeza) relajó las relaciones y ahuyentó los conflictos hasta principios del siglo XXI.
La situación cambió cuando Estados Unidos decidió invadir Irak en 2003. La caída del régimen de Saddam Hussein y el caos subsiguiente al conflicto bélico alteró para siempre el equilibrio geopolítico del golfo pérsico. Irán trató con éxito de moldear e influenciar la reconstrucción posterior del estado iraquí, de mayoría poblacional chií pero gobernado tradicionalmente por una élite suní. El Irak post-Saddam, recursos incluidos, estaba más cerca de Irán que de Arabia Saudí.
Para Riyadh supuso un punto de no retorno. "Luchamos una guerra juntos para mantener a Irán fuera de Irak una vez Irak fue expulsado de Kuwait. Ahora estamos entregando el país entero a Irán sin motivo alguno", declararía célebremente Saud al-Faisal, ministro de Exteriores saudí, en 2005. Hasta entonces, la balanza de poder en el golfo pérsico siempre había estado definida por el equilibrio entre tres actores contrapuestos (Irak, Irán y Arabia Saudí). Ahora uno de ellos no sólo había desaparecido, sino que también había quedado en manos de Irán.
Desde entonces la lógica política de Oriente Medio ha quedado definida por el ensayo de Guerra Fría a pequeña escala entre Irán y Arabia Saudí. Ambos interpretan su enfrentamiento como un juego de suma cero: allí donde uno gane, ya sea, colocando regímenes afines o apoyando facciones aliadas, el otro pierde. Sucedió durante la Primavera Árabe (donde una pléyade de revoluciones desestabilizaron aliados tanto de Arabia Saudí como de Irán) y sucede hoy en las guerras proxy que minan la región.
Los diversos acontecimientos de la región (la guerra del golfo de 1991, la caída de Saddam en 2003, los gobiernos más radicales iraníes, el inicio de las revueltas en 2011) han provocado que, como explica el analista Juan Cole en The Nation, "la influencia de Irán en la región haya ido de casi cero en 1990 a ser predominante en las partes más orientales de Oriente Medio a día de hoy". De ahí que el acuerdo nuclear y el fin de las sanciones fuera tan dramático en Riyadh: ¿hasta dónde podría llegar Irán en su lucha por el poder regional si su aislamiento político y económico terminaba?
La historia del conflicto entre ambos es la historia de un cambio radical en el equilibrio del poder regional, uno que ha favorecido a Irán sobre los saudíes. Una lucha en la que se entremezclan consideraciones étnicas y religiosas, pero que está motivada primordialmente por cuestiones económicas y políticas. Como se explica en este artículo de Vox, la lógica defensiva de ambos países contribuye a que, ante el temor de un ataque ajeno, ambos escalen sus acciones.
Un círculo vicioso que la decisión de Trump exacerba y que aleja la posibilidad de una contemporización del conflicto.
Los escenarios de la guerra hoy
Tal y como hicieran Estados Unidos y la Unión Soviética tras la Segunda Guerra Mundial, Irán y Arabia Saudí están combatiendo por el predominio geopolítico regional a través de conflictos indirectos. Pese a que no hay un enfrentamiento directo, la guerra es más real que nunca.
El escenario más evidente es Siria. La mayor parte de revueltas de 2011 en el orbe árabe acabaron con aliados tradicionales de Arabia Saudí. En Siria sucedió lo contrario: el régimen de Bashar-Al Asad, un gobernante laico pero chií alauita, había sido uno de los escasos puntos de apoyo de Irán en Oriente Medio. Teherán considera innegociable su supervivencia, y desde entonces ha financiado y apoyado logísticamente las acciones bélicas de Al Asad (de nuevo, con éxito).
La monarquía saudí ha seguido el camino contrario: gran parte de los grupos opositores más radicales y fundamentalistas opuestos a Al Asad han disfrutado del apoyo armamentístico y de la financiación del riquísimo estado peninsular. Los intereses de Arabia Saudí han confluido una vez más con los de Estados Unidos y, de forma crucial, Turquía, lo que ha contribuido a mantener viva a la oposición y a alargar el conflicto en siria durante siete años, entre millones de desplazados y luchas sectarias.
Arabia Saudí observa con buenos ojos el fin de Al Asad en un país de mayoría suní cuyo futuro gobierno tendría la oportunidad de moldear, al modo iraní en Bagdad.
El otro escenario clave es Yemen. Desde 2015 el país se desangra en una guerra civil que enfrenta a las facciones de Abdrabbuh Mansur Hadi, ex-presidente del país apoyado por Arabia Saudí, y los Houthis, un grupo revolucionario chií que cuenta con la simpatía de Irán. Hadi controlaba la mayor parte del país antes de que diversas acciones militares clave entregaran la capital, Sana'a, a los Houthis, cuyo control han mantenido desde entonces. Dos años después, la guerra sigue su curso.
En ella juega un papel determinante Arabia Saudí. Riyadh ha bombardeado de forma sistemática las poblaciones civiles controladas por los Houthis y ha tratado, en vano, de acabar con la revuelta. En el camino ha provocado una hambrunam que afecta a millones de yemeníes y ha generado un dramático brote de cólrea. Por su parte, Irán ofrece apoyo político y hasta cierto punto militar a los Houthis, aunque es incierto hasta qué punto su papel es tan preponderante como en Siria.
Otros países también han caído en las dinámicas geopolíticas marcadas por Arabia Saudí e Irán. En Báhrein, por ejemplo, las multitudinarias protestas de una mayoría de la población chií contra la monarquía tradicional suní provocaron que Arabia Saudí cediera recursos militares al régimen de Hamad bin Isa Al Khalifa para reprimir las marchas y las manifestaciones. La oposición bahreiní contaba con el apoyo tácito de Irán, una amenaza inaceptable para los saudíes en su puerta trasera.
Por último, Líbano añade un cuarto factor determinante al ya de por sí explosivo cóctel regional: Israel. A finales del año pasado el primer ministro libanés, Saad Hariri, anunciaba su sorprendente dimisión desde Riyadh culpando a su aliado parlamenario, Hezbollah, por involucrarse activamente en cuestiones políticas de estados vecinos. A su regreso al Líbano, sin embargo, Hariri declaraba nula su dimisión y el gobierno, sostenido por minorías chiíes y menonitas, seguía su curso.
Hariri es el líder del principal partido suní en el parlamento libanés, y por tanto afín a Arabia Saudí. Su rara renuncia desde la capital del reino amigo fue interpretada como un acto de presión a la facción política aliada de Irán en Líbano, Hezbollah, célebremente paramilitar y chií. Hezbollah ha sido uno de los aliados más entusiastas de Al Asad en Siria, pero sus posiciones chocan frontalmente y de forma permanente con Israel, con el que ya ha lidiado dos guerras.
Dado el venial enfrentamiento entre los gobiernos israelíes y Hezbollah e Irán, Jerusalén y Riyadh han alcanzado una extraña alianza, rubricada en su apoyo conjunto a la decisión de Trump de salirse del acuerdo nuclear.
Qué puede pasar a partir de ahora
En esencia, el escenario en Oriente Medio dibuja a una fuerza interesada en cambiar la relación de fuerzas y el orden político existente (Irán) y a un agente reactivo que busca sostener el equilibrio de poder preeminente durante las últimas cuadro décadas (Arabia Saudí).
La lógica del enfrentamiento entre ambos y el miedo recíproco a una guerra abierta directa ha provocado que Irán y Arabia Saudí se enfrenten en conflictos paralelos y soterrados, dinamitando entre tanto todo Oriente Medio. Quizá esté a punto de cambiar: el pasado invierno Arabia Saudí interceptaba un misil Houthi dirigido a su capital, Riyadh. El gobierno saudí acusó a Irán de un "acto de guerra", al entender que el misil había sido proporcionado por el ejército iraní.
Teherán negó la mayor, pero la airada respuesta de Arabia Saudí manifestó la creciente tensión entre ambos países. Arabia Saudí atraviesa un momento político delicado: las disputas palaciegas del pasado verano propiciaron el fulgurante ascenso de Mohammad bin Salman, nuevo príncipe heredero de Arabia Saudí y hombre fuerte de la política local del país. Su estrategia exterior ha resultado ser más agresiva y temperamental que la de sus predecesores, y también más arriesgada.
Irán, por su parte, sufre de sus propias dinámicas internas. La elección de Hassan Rouhani en 2013 cambió radicalmente la política internacional de Irán, capitalizada durante los años previos por el radical Mahmoud Ahmadinejad. Rouhani tiene un carácter más moderado, negociador y aperturista que el resto de sus oponentes políticos, lo que permitió en su momento alcanzar el acuerdo nuclear. Su carácter, sin embargo, choca con las posturas más integristas de Alí Hoseiní Jamenei, Líder Supremo de la república, y del conservador Consejo de Guardianes de Irán.
Gran parte de lo que depare el futuro cercano depende de la reacción inmediata de Irán a la salida de Estados Unidos del acuerdo. De ahí el carácter crucial de las posturas tanto de la Unión Europea como de China. Un regreso al aislamiento de Irán negaría todo incentivo para mantener el programa nuclear apagado. Rouhani ya ha advertido de que, pese a que seguirá fiel al compromiso, también dará instrucciones para que se reactive tan pronto como la situación lo requiera.
Según Maysam Behravesh, investigador del Center for Middle Eastern Studies, es probable que Arabia Saudí no tenga incentivos para forzar un enfrentamiento directo con Irán. "Arabia Saudí no puede ganar una guerra con Irán porque sus principales aliados occidentales, Israel y Estados Unidos, no están dispuestos a hacer mayores sacrificios por ella siempre y cuando sus propios intereses estratégicos no queden directamente en peligro". Es decir, Riyadh estaría sola.
Para Behravesh, gran parte de las acciones impulsivas y cortoplacistas de Arabia Saudí durante los últimos años, como la forzada dimisión del primer ministro libanés, beben de un "complejo de inferioridad". La monarquía asiste espantada al creciente poder iraní en la región, ya sea desde los gobiernos de Damasco o de Bagdad o aupando revueltas y revoluciones en patios traseros saudíes como Báhrein o Yemen. Las respuestas de Arabia Saudí han sido impulsivas y poco eficientes.
Afshon Ostovar, especialista en Irán y colaborador de Foreign Policy, tiene una visión distinta. Según él, es Irán quien no se puede permitir un enfrentamiento directo con los saudíes: "Es improbable que un conflicto así implicara solo a dos partes y no creciera hasta implicar a otros estados (...) Si el conflicto se diera, es difícil imaginar un escenario en el que los Estados Unidos no se implicaran de un modo u otro en el apoyo de los saudíes", al fin y al cabo, su aliado histórico.
Pese a que en términos militares la contienda sería igualada (Arabia Saudí cuenta con un armamento más moderno y con preeminencia en el aire; Irán tiene más experiencia, está mejor preparado para una guerra asimétrica y dominaría el golfo), la posible implicación tanto de Israel como de Estados Unidos cambiaría las reglas del juego. Irán podría contar con el apoyo de determinados grupos políticos regionales, pero difícilmente contaría con el respaldo de alguna potencia regional o global.
La lectura que ofrecen ambos, en cualquier caso, es inequívoca: la guerra, hoy por hoy, es improbable. Irán y Arabia Saudí se sienten más cómodas compitiendo en diversos escenarios que enfrentándose de forma directa. Su pugna por el poder en Oriente Medio seguirá circunscrita a conflictos proxy, como Yemen o Siria, y a ejercicios de financiación e influencia de gobiernos vecinos, como sucede en Líbano o Irak. Los riesgos de una guerra abierta son demasiado altos.
Sin embargo, la retirada de Estados Unidos del acuerdo nuclear podría cambiar el estado de las cosas. Irán puede tener la tentación de recuperar su programa nuclear o de mostrarse más agresiva en los escenarios paralelos que minan Oriente Medio, lo que contribuiría a alimentar las suspicacias saudíes y a doblegar sus esfuerzos en la contención de Irán. Abre un abanico de posibilidades que, mejor o peor, el acuerdo obtenido por Obama había controlado (al menos durante quince años).
Y pese a que las líneas maestras del enfrentamiento son políticas y están motivadas por un interés económico, por el poder, el carácter sectario contribuiría a la escalada. Las facciones chiís se alinean por defecto con Irán, y las suníes buscan el apoyo inmediato de Arabia Saudí. Las tensiones religiosas no alimentan el recelo entre ambos países, pero sí podrían jugar un papel crucial (y siniestro) alimentando la violencia entre grupos étnicos y religiosos divergentes (como ha sucedido durante la última década en Yemen, Siria y muy especialmente Irak).
Es decir, quizá los incentivos no motiven una guerra directa entre Irán y Arabia Saudí. Pero el contexto es lo suficientemente volátil como para que la escalada obvie los riesgos.
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