El mundo asistió ayer conmocionado al incendio de Notre Dame. La catedral sucumbió a las llamas por causas aún hoy desconocidas, pero probablemente relacionadas con las obras de reparación y restauración iniciadas hace dos años. Los daños fueron extraordinarios: la bóveda del crucero, cuya estructura medieval se componía de madera, se desplomó; la aguja neogótica instalada en el siglo XIX se partió en dos.
París rezó, cantó y lloró, impotente ante la calamidad que se desplegaba ante sus ojos. Notre Dame es algo más que una catedral. Representa el último vestigio de un París, el medieval, arrasado por las ideas ilustradas de la Revolución Francesa y reconstruido sobre una planta burguesa y racionalista. Se alza sobre los bancos del Sena como uno de los símbolos más poderosos de la ciudad más reconocible del planeta.
Y en gran medida lo hace condensando el espíritu popular parisino. Las catedrales cristalizan el esfuerzo colectivo de las ciudades y proyectan su estatus y poder por encima, literalmente, del resto de edificios de la urbe. Sus construcciones, desarrolladas a lo largo de siglos, hipotecan el ritmo de la ciudad. Sus espectaculares acabados compiten entre sí, ciudad a ciudad, en una enfervorizada carrera hacia los cielos.
Tan pesada carga emocional provocó que no sólo los parisinos, sino los habitantes de medio mundo, sintieran el incendio de la catedral como suyo. Pero más allá de la tragedia hay motivos para la esperanza. Ninguna catedral pervive hoy tal y como fue concebida en la Edad Media. Todas ellas han sido objeto de intensas reformas, reconstrucciones, saqueos, incendios, destrucciones y rediseños. Su aspecto actual es fruto de millones de intervenciones y actualizaciones.
Notre Dame no era una excepción. Los europeos se han acostumbrado a rehacer sus catedrales cada cierto tiempo porque, tantos siglos después, continúan representando la prosperidad misma de sus ciudades. Cuando una cae, ya sea por las bombas o por las llamas, otra igual se levanta al cabo de los años. Es la voluntad popular y el conocimiento adquirido a lo largo de centurias lo que las define, el mismo que permite consagrarlas a las generaciones futuras tras cada calamidad.
Aquí van nueve ejemplos de catedrales que resurgieron de sus cenizas o se levantaron de sus ruinas sin que hoy, a simple vista, lo sepamos.
Colonia: por encima de las ruinas
Más allá de Dresde, cuyo casco histórico quedó reducido a cenizas, Colonia representa la derrota definitiva de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. La ciudad fue bombardeada hasta la extenuación, y con ella su magnífica catedral. Pocas fotografías condensan mejor la completa destrucción del III Reich como la Colonia arrasada sobre la que únicamente pervive la catedral, aún en pie.
Lo que no significa que lo hiciera sin mácula. El interior del edificio quedó prácticamente en ruinas, y su rica fachada neogótica (el templo hunde sus cimientos en la Edad Media, pero no fue terminado hasta el siglo XIX) sufrió daños irreparables. Hoy es el último vestigio clásico de la Colonia que un día fue y que jamás regresará; un ejemplo de tantos de ciudades totalmente renovadas tras 1945. Excepto por su catedral.
Reims: el símbolo de una guerra
Cuando las tropas alemanas tomaron el norte de Francia en 1914 se adueñaron de un terreno rico en catedrales y monumentos góticos de la más variopinta condición. El templo de Reims, levantado entre 1211 y 1345, fue quizá el más simbólico. Las constantes refriegas entre ambos ejércitos provocaron su parcial destrucción; las explosiones prendieron fuego a la bóveda, de madera, causando su desplome.
Francia acusó a Alemania de destruir la catedral deliberadamente, y las fotografías de su miserable ruina se convirtieron en un símbolo del agravio germano hacia el pueblo francés. Fue reconstruida siguiendo los planes originales, y hoy sigue siendo una joya del gótico anglonormando.
León: un incendio fatal
En 1966 una extraordinaria tormenta eléctrica prendió fuego al tejado de la catedral de León. La inusitada fuerza de los relámpagos provocó que el pararrayos de la torre de San Miguel fuera incapaz de amortiguar el impacto, incendiando la delicada estructura de madera del templo medieval. El techo se desplomó pocas horas después, mientras la ciudad asistía desconsolada a la destrucción de su mayor símbolos.
De aquel incendio, tan similar al de Notre Dame, León extrajo dos lecciones: es mejor emplear espuma que agua para combatir las llamas y no hay nada que no pueda ser reconstruido. Hoy la catedral luce espléndida y reconstruida, gracias a las intervenciones posteriores.
Ypres: reducida a escombros
Hasta cuatro devastadoras batallas sufrieron los alrededores de Ypres durante la Primera Guerra Mundial. Punto de encuentro entre las tropas alemanas y británicas, la ciudad fue completamente destruida a lo largo de cuatro años. De su catedral, cuya construcción requirió de 519 años, apenas quedó nada: las fotos del templo en 1919 aún hoy resultan impactantes. Montañas de puro escombro.
Fue reconstruida ladrillo a ladrillo en apenas siete años. En la empresa participaron diversos gobiernos europeos e inversores privados. Pese a ciertos rediseños posteriores, es hoy tan impresionante como lo era antes del conflicto, y el corazón emocional de Ypres, el icono por antonomasia de la guerra que lo cambió todo.
Utrecht: siempre reconstruida
Pocas catedrales han sido tan maltratadas como la de Utrecht. Sus cimientos se remontan a mediados del siglo VII, y su primera destrucción consciente se registra doscientos años después, a cargo de los normandos. Es reconstruida en el siglo siguiente, ya en estilo romántico, y destruida casi por completo en el gran incendio que arrasó la ciudad en 1253. Su actual estructura gótica data de la reconstrucción posterior.
Trasladada a manos calvinistas durante la Reforma y reconquistada posteriormente por los franceses durante un breve periodo de tiempo, la catedral de Utrecht perdió su nave central y cayó en desgracia y abandono durante siglos. Sólo fue plenamente restaurada a mediados del siglo XIX, y finalmente bien entrado el siglo XX. Es un ejemplo perfecto de la convulsa trayectoria de casi todas las catedrales.
Santa María del Mar, Barcelona
Consagrada en 1384 a Santa María, la Catedral del Mar funcionaría como epicentro político y económico de Barcelona durante los años dorados de la Corona de Aragón. Su impresionante proyección simbólica jamás frenó las desgracias: ya durante su construcción, en 1379, un incendió arrasó parte de las obras. Un siglo después un terremoto destruyó parte del rosetón oriental, reconstruido a más gloria del gótico al cabo de tres décadas.
Su episodio negro se registra en 1936, durante la Guerra Civil española. Revueltas anticlericales entraron en el templo y destruyeron sus infinitas riquezas ornamentales y escultóricas. El incendio posterior se repartió a lo largo de once surrealistas días, destruyendo la mayor parte de su interior. Pese a ello, la estructura catedralicia sobrevivió hasta nuestros días. Hoy, reconstruida, es uno de los mejores ejemplos del gótico mediterráneo.
La propia Notre Dame
Porque Notre Dame resurgirá de sus cenizas, como lo hicieron antes tantas otras catedrales y como lo hizo la propia Notre Dame. Su historia no está exenta de calamidades y penurias. Gran parte de lo que ha ardido, de hecho, fue reconstruido durante las intensas reformas acometidas por Eugène Viollet-le-Duc. Las vidrieras de los rosetones, el pináculo de la nave central y otros detalles fueron sustituidos en aquellos años.
Pese a su estatus simbólico, Notre Dame atravesó varias décadas oscuras tras el apogeo de la Revolución Francesa. El profundo espíritu anticlerical de los revolucionarios, la batalla contra la Iglesia Católica y una renovación total de la estructura urbana de París (despojada para siempre de su huella medieval) provocaron que Notre Dame quedara en el olvido. Maltratada, ajada, semiderruida, a mediados del XIX requiso de una intervención exhaustiva para recuperar su esplendor perdido.
Hasta hoy. Notre Dame se alzará de nuevo sobre París. Como lo lleva haciendo siete siglos.
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