Una versión anterior de este artículo se publicó en 2018.
Disfruta de la guerra, porque después vendrá la paz.
La frase recorría las cuatro esquinas de Alemania durante los compases finales de la Segunda Guerra Mundial. La ciudadanía alemana había pasado de puntillas por encima del conflicto. Adolf Hitler no quería que se repitieran los hechos de 1918, cuando el aislamiento, el hambre y la inestabilidad interna dinamitaron mitológicamente cualquier capacidad de negociación de Alemania imperial. La guerra debía ser un camino de rosas.
Y en gran medida lo fue. Siete millones de trabajadores esclavos fueron arrastrados a los centros de producción alemanes, y centenares de miles de alemanes étnicos habían recuperado sus tierras y posesiones (incluidas aquellas que no les pertenecían) a lo largo y ancho del Este de Europa. Cuando la paz (es decir, la derrota) llegara, también lo harían las represalias, las deportaciones masivas y las expropiaciones.
Del terrible sino de los alemanes al cabo de la Segunda Guerra Mundial da buena cuenta Giles MacDonogh en Después del Reich. 14 millones fueron trasladados forzosamente de sus territorios históricos en Bohemia, Hungría y Rumanía al interior de una Alemania que no conocían ni habían habitado antes; muchos otros sufrieron la salvaje represión del Ejército Rojo; y unos pocos terminaron en campos de concentración organizados por milicias polacas.
La élite nazi era muy consciente de los peligros que acechaban a la vuelta de la esquina. En un orden moral y social totalmente destruido, no habría límites a la persecución de propios y ajenos. De ahí que el alto mando nazi tratara de limitar los avances aliados en el interior de Alemania, al tiempo de mantener alta la moral del frente interno. En pleno éxtasis nacionalista, Hitler y Joeseph Goebbels llegaron a una idea radical: los hombres lobo.
Un mito para resistir al caos
Es bien conocida la fascinación de los nazis por los sucesos paranormales, la mitología arqueológica y la leyenda folclórica. El nacionalismo germano había alimentado durante todo un siglo los mitos comunes sobre la naturaleza mística del territorio. Los bosques, las montañas, los ríos eran objetos de admiración y exaltación por sí mismos. El pensamiento romántico, de forma natural, extendía aquel idilio paisajístico al folclore del pueblo alemán.
Y en él había toda suerte de criaturas fascinantes y alucinantes, como los hombres lobo o los vampiros. En el carácter irracional y emocional del romanticismo tenían sentido, porque forjaba una identidad común a través de las leyendas ancestrales y populacheras. Los nazis asimilaron este ideario en la construcción de su nacionalismo hiperexaltados, y sumaron la particular extravagancia de Hitler a un cóctel explosivo.
De ahí que parte del attrezzo nazi dependiera de búsquedas arqueológicas imposibles, o de referencias místicas relacionadas con la astrología o lo monstruoso. De todo ello da buena cuenta Eric Kurlander en su libro Hitler's Monsters: A Supernatural History of the Third Reich. Naturalmente, Joeseph Goebbels encontró una mina propagandística en el pastiche legendario de la ideología nazi, y se sirvió de ella para llamar a la resistencia en los duros meses de 1945.
A la altura de marzo de aquel año todo estaba perdido. El Ejército Rojo entraría en Berlín apenas dos meses más tarde. La mayor parte del alto mando militar era plenamente consciente de la futilidad de la guerra. Alemania la había perdido, lo aceptara Hitler o no (no). Goebbels, sin embargo, tenía otras ideas: creía que la resistencia al bolchevique y al anglo-americano podía llegar desde el noble espíritu del pueblo alemán, puro y casto.
Animar aquel espectro requería de figuras poderosas que pudieran caldear las almas. Para ello, en un discurso radiofónico muy comentado por la prensa occidental, recurrió al hombre lobo. En él llamaba a una resistencia total por parte de la ciudadanía alemana, un boicot interno y permanente a la ocupación aliada que recordaba al demencial plan de los 100 millones de muertos elaborado por las facciones más irredentas del Ejército Japonés.
La ocurrencia de Goebbels permeó a todo el aparato de propaganda alemán durante los meses finales del III Reich. En un teletipo elaborado por uno de sus ayudantes más próximos, Werner Naumann, el gobierno nazi llamaba a "los guerreros más activos de nuestro pueblo", y defendía la necesidad de una resistencia de "hombres lobo" para mantener viva la llama del proyecto nacionalsocialista y combatir hasta el final por el Führer.
Para entonces, el desencanto en gran parte del aparato nazi (y de la Wehrmacht) era generalizado. Hitler había tenido que recurrir a tropas adolescentes para sostener la defensa de bastiones tan importantes como Berlín, ante la escasez de hombres adultos vivos capaces de plantear batalla. Naummann rebatió en el teletipo todas las críticas que algunos disidentes habían manifestado del discurso de Goebbels, apuntalando la idea de una "resistencia".
Los auténticos planes militares
Lo paradójico de la palabra utilizada por Goebbels ("Werwolf") fue que un año antes las SS ya habían puesto en marcha un plan militar más o menos práctico con el mismo nombre ("Unternehmen Werwolf", Operación Hombre Lobo). La idea provenía de Heinrich Himmler, y buscaba infiltrar comandos militares más allá de las líneas enemigas con objeto de realizar operaciones de sabotaje y saqueo y de intimidar al alto mando aliado.
La ocurrencia de Himmler provenía de una novela publicada en 1910 por Hermann Löns, afamado poeta sajón, titulada Der Wehrwolf. Ambientada en la terrorífica Guerra de los 30 años (los territorios alemanes contabilizaron más de siete millones de muertos a lo largo de tres décadas de intenso conflicto y saqueo por parte de ejércitos mercenarios), narraba la historia de un campesino (Harm Wulf) cuya familia había sido aniquilada por milicias extranjeras (y sus posesiones arrasadas).
Wulf organizaba entonces una suerte de grupo de autodefensa local en el que llegaría a congregar a un centenar de vecinos de la Baja Sajonia. Juntos iniciaban una búsqueda, captura y sádica ejecución de los soldados que atormentaban al buen campesinado. La parábola del justo y digno alemán, capaz de hacer lo que el deber obliga cuando el extranjero acude a la destrucción de su mundo, encandiló a los nazis en los años 30.
El libro se vendió a espuertas, espoleado por el régimen nazi, y sirvió de inspiración a las SS cuando imaginaron la Operación Hombre Lobo. El alcance logístico y práctico de aquel plan es incierto, no obstante. Se desconoce el número real de comandos operativos tanto dentro como fuera de Alemania, y aunque algunos investigadores les han atribuido algunas acciones de sabotaje o asesinato, es dudoso siquiera que llegaran a abatir a algún soldado americano.
Los hombres lobo nazi sí que elaboraron una cosmovisión personal que intrigaría a los ejércitos aliados. Tenían su propia bandera y símbolo (una suerte de esvástica mal dibujada, como narraría más tarde un soldado estadounidense), y sí se conoce de algunos grupos medianamente organizados que albergaban armas y explosivos en localizaciones remotas o túneles subterráneos. Algunos, al entregarse a los aliados, se declaraban hombres lobo.
Es algo que los nazis habían alentado en otras partes de Europa. La ocupación soviética del Este de Europa y el avance comunista en los Balcanes motivó que algunos grupos paramilitares se organizaran en forma de milicias erráticas que, al modo partisano, luchara al enemigo tras sus líneas. Los Domobranci eslovenos, los Čorny Kot bielorrusos o las fraternidades anti-comunistas bálticas son algunos ejemplos. Su enfoque y naturaleza distaba, sin embargo, del puro carácter guerrillero de la Operación Hombre Lobo.
En teoría, los grupos funcionarían de forma autónoma y buscarían entorpecer y retrasar las operaciones aliadas, mucho antes que ganar la guerra mediante tácticas de guerrilla. Una suerte de Malditos Bastardos pero desde el otro lado de la barrera, con especial ahínco en las actividades en el interior de Alemania. De todo ello da cuenta el historiador Perry Biddiscombe en su libro Werwolf! The History of the National Socialist Guerrilla Movement, 1944-46.
Biddiscombe es más optimista que otros historiadores (como Antony Beevor o Earl F. Ziemke) en los logros del movimiento guerrillero, y extiende sus actividades de resistencia hasta 1947, más allá del fin del conflicto. De nuevo, es difícil entregar a los hombres lobo tanto protagonismo. Lo precario del plan, la ausencia de una cadena de órdenes bien estructurada y la ausencia de material (muy especialmente) lo llevaron a la irrelevancia práctica.
La desesperación y el fanatismo
Lo que no significa que las tropas aliadas no estuvieran al tanto de sus actividades (espectrales o no), o de que Goebbels y sus compañeros no fueran conscientes del potencial ideológico de la operación. A partir de entonces la confusión fue total: Goebbels imaginaba a un pueblo alemán partisano y en armas, como en la novela de Löns, que convirtiera en una pesadilla la ocupación enemiga; las SS simplemente querían ganar tiempo, de forma precaria y tiempo.
La Operación Hombre Lobo distaba de la narrativa planteada por Goebbels, pero compartía un fondo común a los últimos y desesperados movimientos nazis: ganar tanto tiempo como fuera necesario para asegurar los términos de una paz más benevolentes, e incluso asumibles para el régimen nazi. Con un frente en absoluto hundimiento y ante la cercanía del Ejército Rojo, la Alemania de Hitler llegaba a su fin. Cualquier idea, entonces, parecía buena.
Lo que Goebbels y Hitler decidieron pasar por alto (por puro fanatismo: la escena memética de El Hundimiento explica muy bien hasta qué punto la élite nazi jamás estuvo en condiciones de asumir la derrota, ni siquiera con los soviéticos tomando los arrabales de Berlín) era que Stalin, Churchill y Roosevelt habían pactado llegar hasta el final. La Primera Guerra Mundial no se repetiría. Alemania caería, y el régimen nazi sería destruido.
En aquella Europa que se caía a pedazos, la posibilidad de unos hombres lobo mitológicos transformados en nobles partisanos no resultaba del todo irreverente. Sólo en aquel magma de absoluta demolición de la civilización ideas tan estrambóticas como las de Goebbels podían servir de herramienta propagandística. Durante un breve periodo de tiempo, la Alemania nazi se agarró al mito del hombre lobo como un clavo ardiendo para asegurar su futuro.
La leyenda, sin embargo, no resistió el más mínimo contacto con la realidad.
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