Paso nº 1: Twitter descubre a Marco Grassi, pintor italiano al que incluirle en la categoría de hiperrealista sería tal vez quedarse corto. Los cortes ya lo dicen todo: la profundidad del relieve de los rostros de las mujeres que pinta es tal que parecen estar a 4k… a 8k, indistinguibles de una persona real. La mujer retratada es, además hermosísima. Nos maravillamos en grupo ante la proeza que ha sido capaz de alcanzar la humanidad. 145.000 mandíbulas desencajadas.
Paso nº2: como a casi cualquier comentario exitoso en redes le llega alguna réplica que desvía la atención. Jadouken, todo un maestro de la indignación ajena, opta por el comentario tópico en cuestiones de arte moderno. Lo de Grassi es arte con mayúsculas, lo de Pollock el pegote que podría haber realizado tu hijo de diez años o, como cuenta en los comentarios, un cerdo con un pincel en la boca.
Su ataque al arte abstracto ha servido para que cientos de personas amantes de las bellas artes discutan con él (o en sus propios muros) sobre el valor del arte, sobre la apreciación estética y cómo ésta se deja influenciar por el capital cultural y económico que le rodea. El retrato que hemos visto “es una simpleza. Ni cualquier cosa es arte ni la complejidad técnica de una obra es lo que le da valor”, defienden unos. “¿Hace falta leerse un libro para saber cuándo el arte es arte y cuando una mierda es una mierda?”, apelan desde la otra trinchera.
Jadouken da la cara y representa un pensamiento habitual al hablar del arte moderno, ese del que nos es más difícil apreciar su ejecución y que a muchos de los legos nos hace recelar. Si no nos emociona, si no somos capaces de ver su esfuerzo o su significado… ¿no estará el emperador desnudo? ¿No serán todos esos amantes de este tipo de obras una panda de pretenciosos?
Las palomas japonesas y el mito del amateurismo
Desterremos para siempre el poderoso prejuicio: los niños de nueve años no saben dibujar un Picasso. No lo decimos nosotros, lo dicen las palomas que entrenó el psicólogo Shigeru Watanabe y que le otorgaron un Nobel. Instruyó a los animales enseñándoles a apreciar el arte reconocido por la crítica como bueno (Monets, Picassos), de maestros que, tal y como sabemos, dominaron el arte de la pintura.
En el experimento se le presentó a las palomas una selección de pinturas en las que se mezclaban trabajos de artistas y dibujos de niños de primaria. Las aves, tras su entrenamiento, eran capaces de seleccionar las pinturas "de calidad" en una proporción de dos a uno, aunque les pusieran delante cuadros que no hubiesen visto antes.
Al igual que nosotros, las cobayas sabían discriminar de forma intuitiva en base a la forma y la aplicación del color de los dibujos, aunque por su condición animal no eran capaces de disfrutar del arte, como los humanos sí podemos hacer.
Pedantes vs profanos: distintos desarrollos cognitivos
Vamos al meollo, a explicar por qué tienden a gustarnos más los cuadros hiperrealistas. Para esta misión nos echa una mano Guido Corradi, doctorando en Universitat de les Illes Balears en Evolución y Condición Humana, y cuya tesis trata sobre estética experimental.
Lo que nos ocurre con el arte más accesible es que nos impresiona de forma natural porque “como espectadores hacemos una regla de tres mental muy sencilla por la que ‘si esto ha llevado mucho trabajo y es muy difícil eso significa que tiene que ser bueno’. Pero ese ese tipo de heurística [estrategia que guía el descubrimiento] no funciona cuando hablamos del arte abstracto o conceptual”.
Esto ocurre por los estadios de desarrollo de nuestra mirada. “Al mirar un cuadro por primera vez, la persona naif busca los patrones visuales más literales, especialmente rostros humanos pero también qué ocurre en la acción de la pintura. Si no has dado nada de historia del arte, si somos nulos en este campo, al ir a un museo buscamos reconocernos en lo que contemplamos. De ahí que tenga más atractivo no tanto un conjunto de manchas abstractas sino un rostro o un cuerpo, colores que nos atraen… nos gusta reconocernos en lo que vemos”.
“Lo que hemos comprobado en varios estudios”, afirma Corradi, “es que la interacción con el arte del experto es distinta, no va más a buscar identificarse, sino a detectar relaciones formales entre elementos, como por ejemplo, cómo el color naranja contrasta entre ciertos tonos”. Así que, a medida que educas tu mirada, se va generando un gusto más desapegado precisamente de las relaciones que te puede aportar el hiperrealismo, que es, por decirlo así, un arte con relaciones formales muy limitadas.
También ayuda a desvelar esos múltiples niveles que pueden tener las obras adquirir información adicional, esa que no aparece en el cuadro. El “efecto museo”, estudiado desde los años 70, ha demostrado que la contextualización, el acudir al espacio físico de un museo, nos ayuda cognitivamente a tener una experiencia más rica y profunda.
En esencia, que ver una reproducción de un cuadro de Pollock en el ordenador no va a causarnos el mismo efecto wow que verlo en directo. Al arte conceptual también le influye el mayor conocimiento artístico del espectador. Algo tan sencillo como conocer el título de una obra que parece un salpicón de pintura ya condiciona nuestra relación con la obra: la vamos a saber leer mejor.
El arte conceptual como los Simpsons o el Pixar para adultos
Corradi también rechaza la idea general de que los espectadores cultos finjan su emoción o su interés al ver estos cuadros “incomprensibles”.
“Cuanto más especializado está el espectador, menos control ostenta sobre su afectividad hacia la obra, con lo que su incitación de emociones es menor. Cuando ves a una de esas personas turbadas incapaces de decir más de una o dos palabras lo que ocurre es que en su cabeza están pasando muchas cosas. Tienen más elementos y recursos para valorar la obra, por lo que pueden divertirse mucho más y pasar más tiempo contemplando esas obras que los que carecemos de recursos”.
La analogía que nos propone lo deja muy claro: los capítulos de los Simpsons. Es una serie que nos entretenía desde niños, pero a medida que crecemos descubrimos más capas de significados que habían dejado en ella Groening y compañía, como dobles sentidos, referencias cinematográficas u otro tipo de triquiñuelas que nos llegan sólo de adultos. “A los seres humanos nos encantan los puzzles sin completar, con lo que, para el espectador de mirada madura, es más entretenido una obra más compleja: ven más piezas que nosotros”.
El arte es cuestión de gustos, un tópico corroborado por la ciencia
Todo esto nos sirve para entender ese gusto de la gente más culta, a no despreciar el arte abstracto. Pero eso no deja claro si, como se preguntaban algunos, hay que sacarse un título para determinar qué es arte y qué no lo es. A esta pregunta responde Raquel Rodríguez, licenciada en Historia del Arte por la Complutense.
Para Rodríguez se trata de una cuestión multifactorial, “no solo depende de lo que opine una persona que haya estudiado arte o del dinero que se pague por una obra, sino que depende también en gran media del espectador, de la experiencia que tiene este frente a la obra, y también del artista. Duchamp, por ejemplo, decía que todo lo que él hacía era arte, porque él era un artista: lo dijo también cuando presentó su urinario y sus contemporáneos básicamente se rieron en su cara, aunque ahora sea uno de los artistas más importantes del siglo XX”.
“El arte es un fenómeno social, pero también es una experiencia íntima entre el espectador y la obra. Nos puede gustar más un estilo u otro, una obra u otra, podemos entenderlo o no; pero no podemos negar la importancia de que la obra cause un sentimiento dentro del espectador, sea odio, rabia o admiración, pero algo que nos conmueva”.
“Conocer arte puede prepararnos para hablar de técnica, historia, contexto y trasvases de influencia entre otras; pero dado que el arte es también una experiencia interior dentro de cada espectador, no existe una ‘validación moral superior’ que haga unas opiniones más válidas que las de otro”. Como apoya Corradi, no existe un único gusto o criterio universal por el que regir todo: “con los estudios que se han realizado se sabe que intentar detectar unos patrones estéticos que le gusten a todo el mundo es una tarea imposible. Si quieres hacer algo universal vas a fracasar o vas a funcionar a muy bajo nivel”, como en el caso de las palomas.
Entonces, ¿por qué a algunos les gusta un tipo de arte que a otros no? Una explicación podría ser nuestros rasgos de personalidad.
“Sabemos que hay gente más abierta a la experiencia y que se ha visto son los que están más predispuestos a las expresiones abstractas. Por la otra parte hay gente que presenta una mayor necesidad de cierre cognitivo y está menos abierta a experiencias estéticas, gente que tiene una tendencia a favorecer el arte de elementos más reconocibles en la naturaleza. Por eso mismo, porque somos tan diferentes, es imposible crear un gusto definitivo o crear una única forma de apreciar el arte”.
Como teorizan en Quartz, además los colectivos necesitan esos distintos grupos (conservadores y progresistas) para tener una sociedad más equilibrada y estar más preparados para la supervivencia en conjunto. Si te gusta más La Capilla Sixtina que las composiciones de Kandisnky es tan válido como lo contrario.
“Al final los humanos somos unos monos con mucha ansiedad que tratan de darle sentido a lo que experimentan”, bromea Corradi, “y la estética es un rasgo precioso, otro más, característico del ser humano”.
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