Durante generaciones millones de jóvenes lectores han quedado impresionados por las enseñanzas de una novela publicada en 1954. El señor de las moscas, de William Golding, es la más famosa alegoría de cómo los individuos que se creen civilizados acabarán descendiendo a los infiernos de la barbarie siempre que no existan unos mecanismos de control férreos que dominen sus naturales impulsos egoístas. Una treintena de muchachos británicos acaba por accidente en una isla desierta creando una reducida sociedad en la que poco a poco los fuertes doblegarán a los débiles.
Tras cruzar la última página, el visitante lo tiene claro: el hombre es un lobo para el hombre.
Vamos con una historia que puede tamizar la conclusión unánime sobre la novela. Rutger Bregman es el famoso asistente al Foro Económico de Davos que el año pasado metió el dedo en el ojo a la élite económica mundial, una intervención que le granjeó una momentánea viralidad. También es un ferviente keynesianista económico, así como historiador con un par de libros sobre el positivo valor de la humanidad y su prevaleciente poder de cooperación frente a los que creen que triunfa la lucha y la enemistad.
Hace un año, Bregman contaba en The Guardian la aventura con la que había intentado desacreditar a Golding. No tanto al libro, pues no deja de ser una obra de ficción, sino el legado cultural que ella ha imprimido en la psicología colectiva de buena parte del mundo. Su tesis: El señor de las moscas es un experimento que sí ha ocurrido en la vida real. También antes que él otros han comparado el experimento sociológico del libro con otros eventos, como la prueba tribal de Muzafer Sherif o el Naufragio de Batavia, pero las circunstancias de estas escenas no eran lo suficientemente parecidas como para hacer una comparación directa.
In the 6 October 1966 edition of the Australian newspaper The Age this headline jumped out at me: 'SUNDAY SHOWING FOR TONGAN CASTAWAYS'. The story concerned 6 boys who had been found three weeks earlier on the rocky island of 'Ata (near Tonga, an island group in the Pacific)./12 pic.twitter.com/kEf0vuaUk3
— Rutger Bregman (@rcbregman) May 10, 2020
En junio de 1965 seis estudiantes adolescentes del colegio católico de Nuku‘alofa, la capital y ciudad más poblada del polinesio Reino de Tonga, decidieron huir del hastío y embarcarse en una aventura marinera rumbo a Fiji. Su preparación del viaje no fue la más astuta, y acabaron naufragando y varando en una isla desierta, Ata, en la que décadas atrás habían vivido unas pequeñas tribus que fueron arrasadas y vaciadas por los colonos esclavistas. Ata no era el paraíso, Había cocos, frutos exóticos, peces y huevos de gaviota.
Y como descubrieron más tarde, cuando se adentraron en lo alto del atolón, una bandada de gallinas que habían crecido salvajes desde que se fueran los humano moradores.
Según contaron los protagonistas a los periódicos de la época, durante los catorce meses de supervivencia que tuvieron que pasar antes de ser rescatados… Tampoco lo llevaron tan mal. Tan pronto como pusieron un pie en la isla decidieron no discutir, cosa que cumplieron salvo contadas excepciones. Rotaban los diferentes trabajos diarios en turnos de a dos. Crearon cultivos y hasta fabricaron un pequeño instrumento de cuerda con el que se entretenían por las noches. Cuando un chico se cayó y se rompió una pierna, los demás se la entablillaron y le dejaron sanar durante meses.
El paralelismo con el libro de Golding es tal que ellos también encendieron una hoguera y se juraron alimentarla durante todo el tiempo para que nunca se apagase y siempre estuviesen emitiendo señales de humor en forma de socorro. Ahí donde Ralph, Piggy, Jack y los demás fracasaron a la hora de dominar este elemento, una metafórica forma de hablar de su fracaso social, a los chicos polinesios no les costó ni lo más mínimo mantener siempre encendida la llama.
Después de que un marinero les rescatase por accidente (por haber visto el fuego, claro), los jóvenes regresaron a su pueblo de menos de mil habitantes. Dado que todas las familias de los niños habían ya realizado funerales y la comunidad había ya intentado pasar página de ese doloroso episodio, la alegría en el pueblo fue máxima. Pero el fenómeno apenas circuló fuera de los países vecinos. Mientras los chicos de Ata son la viva encarnación de cómo la amistad y la cooperación pueden superar los más duros obstáculos, aún hoy son muchos más los que acuden a las páginas de El señor de las moscas para buscar una confirmación moralista de la supuesta hostilidad implícita en la condición humana.
¿En la condición humana, seguro?
He aquí el otro conflicto que plantea el descubrimiento de esta semana del historiador holandés. Desde su publicación se ha leído El señor de las moscas como una fábula sobre la sociedad como si esta tuviese unas raíces universales e inmutables, pero con el reciente hallazgo hay aún más motivos para preguntarse qué estaba contando el autor al seleccionar como protagonistas a una treintena de jóvenes varones británicos provenientes de un entorno de alto nivel sociocultural.
Cuando le preguntaban, por ejemplo, por qué no había metido a personajes femeninos en su novela, la respuesta del escritor era que para él (y pidiendo perdón ante la avalancha de críticas que pudiese recibir con ello) si quieres representar la sociedad a escala debes excluir a las mujeres. "Creo que es absurdo pretender que las mujeres son iguales al hombre porque siempre han sido superiores", afirmó el autor inmediatamente después de haber expresado, tal vez sin querer, la idea de que para los hombres las mujeres son ese segundo sexo, ese ente ajeno no perteneciente a la humanidad, tal y como predicaba Simone de Beauvoir, y que por eso no tiene cabida introducirlas como sujetos de relevancia política.
Tal vez por ser los tiempos que corren, esa ausencia que ahora clama al cielo va a encontrar su respuesta pronto, con la adaptación del director Luca Guadagnino a la gran pantalla de El señor de las moscas con un reparto enteramente femenino.
Hombres, mujeres, polinesios o británicos, lo cierto es que este clásico de la literatura es, para bien o para mal, más bien un reflejo de las ansiedades psicosociales del momento y de su autor. El final de los '50 se topó con una generación angustiada a la que se forzó a pensar en las atrocidades cometidas o consentidas por sus mayores apenas unos años antes, desarrollando su sistema de valores en un clima de desconfianza total entre dos bloques que, además, se amenazaban cada tanto con una destrucción mutua asegurada. Más allá de esta oscuridad ambiental, también estaba la del propio escritor, alguien que había declarado poseer esos mismos instintos supremacistas que los nazis, con tendencias depresivas y una mano ligera a la hora de educar a sus hijos.
Lo que al menos demuestra la historia de esta semana es que esa pérdida de la inocencia y conversión al mal es menos universal de lo que nuestros demonios internos nos hacen creer.