Sheela es el personaje de televisión del año y 'Wild Wild Country' una magnífica serie documental

Antilope, Oregón, Estados Unidos. Años ochenta. Población, 40. Una vecindad mayormente sexagenaria vive su jubilación tranquila entre pastos, ranchos, sombreros de cowboy y petos vaqueros. Un día del verano de 1981 comienza el flujo continuado de gente de aspecto algo peculiar. Vestidos todos, de arriba abajo, con ropa de colores granate, llegan con camiones y excavadoras. Diez, cien, mil; son los nuevos dueños del rancho de 260km² conocido en el condado como El Gran Rancho del Lodo.

Estos nuevos vecinos son los seguidores de Bhagwan Shree Rajneesh, líder espiritual de un movimiento originado en India que había crecido tanto que no cabía ni un pantalón rojo más en el ashram de Pune, India, al que acudían hordas de seguidores ávidos de meditación y sexo libre (o demoníaco, depende de a quién se pregunte). Wild Wild Country, serie documental de Netflix, cuenta el paso de los Rajneeshis por Estados Unidos, un relato teñido con caciquismo, xenofobia, metralletas, batidos de castor, persecuciones, veneno, manipulaciones, ataques bioterroristas, intentos de asesinato, redadas, tortura psicológica y 93 Rolls-Royces.

¡Ups! Esto ha escalado muy rápido.

El "gurú del sexo"

Todas las religiones han destruido la santidad del amor, lo han condenado como pecado y esa condición ha calado tan profundo en la mente humana que la gente hace el amor con tanta prisa que parece que quisieran terminar lo más rápido posible. Claro, si es pecado, mejor acabar cuanto antes.

Las palabras de más arriba corresponden a Bhagwan, después rebautizado como Osho, catedrático en Filosofía que durante los años sesenta y setenta viajó por India dando conferencias en contra del socialismo y la religión ortodoxa, entre otras cosas; como Gandhi, a quien consideraba un masoquista retrógado que le gustaba regodearse en la miseria.

Sus métodos de meditación y su visión de las relaciones, la sexualidad y la existencia le ganaron seguidores por todo el mundo, muchos de ellos anglosajones de carteras boyantes dispuestos a donar toda su riqueza para rendirse a las enseñanzas iluminadas del gurú indio. El ashram que Bhagwan lideraba en Pune recibía cada vez más visitas de extranjeros en busca de meditación y (caras) sesiones de terapia por lo que empezaron a buscar propiedades en las zonas más montañosas de India.

Sin embargo, el gobierno indio no aprobaba el estilo de vida que promovía Bhagwan (ellos, claro, usaban lo de gurú del sexo de forma despectiva ¯\_(ツ)_/¯) y no sólo negó el uso del terreno sino que empezó a rechazar los visados de extranjeros que acudían al ashram y levantó la exención de impuestos de la que se beneficiaba la organización, con carácter retroactivo (¡ca-ching!). Por esta época fue cuando la ferviente seguidora Sheela Silverman (Ma Anand Sheela en su nombre sannyasin) se convirtió en la secretaria personal de Bagwhan. El resto es historia. Historiaza.

Make Antilope Great Again

Bhagwan quería construir una ciudad utópica auto suficiente que alojara a todos sus seguidores, y Sheela encontró en el gigantesco rancho del condado de Wasco el lugar perfecto para construirla. ¿Problema? Eso de las comunas que olían a secta folladora no encajaba mucho con los conservadores (el calificativo más amable posible aquí) habitantes jubilados de Antilope, que desde el primer momento adoptaron una actitud de rechazo categórico a la presencia de la comunidad rajneeshee.

Esta hostilidad cimentada en ideas xenófobas (y racistas y homófobas, que no les faltaba de nada a los lugareños, y eso que gran parte de los recién llegados eran americanos) estaba también alimentada por lo acontecido recientemente en la secta de Jim Jones, cuya descripción tenía muchos elementos en común con la ciudad de Bhagwan, y que acabó con uno de los suicidios colectivos más brutales de la historia en 1978.

Las autoridades locales reaccionaron buscando la forma de echarles a través de recursos legales, en este caso por el supuesto uso erróneo del tipo de terreno sobre el que habían construido la ciudad. Ese acto desencadenó una enemistad que escalaría de forma incontrolable durante los siguientes años.

Un relato teñido con caciquismo, xenofobia, metralletas, batidos de castor, persecuciones, manipulaciones, ataques bioterroristas, intentos de asesinato, redadas, tortura psicológica y 93 Rolls-Royces.

Esa batalla se libró en todo tipo de terrenos -que es mejor no desvelar en favor de la sorpresa-, es el núcleo del relevante, actual y apasionante discurso del documental. Porque el relato de Wild Wild Country no es sobre Bhagwan, su filosofía, sus prácticas o el auge de su culto sino que tiene mucho más de relato político, de fábula sobre si el fin justifica los medios, sobre los límites que algunos están dispuestos a cruzar por mantener el poder, y sobre cómo se interpretan y retuercen los texos jurídicos según los intereses, aunque se trate de la constitución.

También tiene mucho de relato social, del miedo a lo desconocido, del rechazo a otras formas de vivir la vida y sobre las incoherencias derivadas de defender la individualidad en cualquier orden social, sea una secta o un estado democrático.

Una narrativa impecable

Lo que eleva a Wild Wild Country como documental es sin duda su habilidad a la hora de administrar el material; cada giro, cada sorpresa, cada declaración, cada cliffhanger y cada antagonista inesperado. Es un estilo de documental narrativo en la línea de Making a Murderer, Searching for Sugarman o The Jinx.

El tono y la estructura huyen del reportaje o del relato expositivo e informativo en favor de un tratamiento más cercano a la ficción, escogiendo con cuidado qué contarte en cada momento; una narrativa con intención que genera tensión dramática, incógnitas, clímax y puntos de giro dentro de la historia.

Claro, no es sólo que administre la información de forma impecable sino que cuenta con una cantidad de material excepcional. Decían los directores que habían conseguido más de 300 horas de imagen de archivo, y el relato se nutre y enriquece mucho al contar con esa ventana a este peculiar hecho del pasado.

Es más, uno de los puntos más interesantes de este visionado es el contraste que la narración construye entre los hechos, la forma en la que los interpretan y relatan sus protagonistas y el contraste con las imágenes reales del momento; sobre todo teniendo en cuenta la cualidad de narradores no fiables de la mayoría de personajes principales de la historia.

Es un gran valor de Wild Wild Country el que pueda contar con las declaraciones actuales de muchos de los protagonistas más relevantes de aquella historia de los ochenta, pero lo es aún más por cómo juega con la yuxtaposición de sus testimonios, del sentido que toman unos junto a los otros por la parcialidad de los puntos de vista de cada bando. Incluso los directores han sabido detectar y construir arcos de transformación en alguno de sus personajes. Todo este maravilloso contraste de percepciones, puntos de vista e incoherencias hace que el espectador sea partícipe de un relato que debe interpretar.

Sheela, ¿tirana o víctima?

El documental deja bastantes preguntas abiertas a la especulación. También deja mucho sin contar sobre la verdadera naturaleza del movimiento espiritual de Bhagwan (aunque en tripadvisor hay opiniones de todo tipo) y da voz a verdades tan opuestas que el relato invita a ser interpretado y juzgado desde lo legal, lo político, lo social y lo moral. De hecho, con cada declaración xenófoba o retrógada, con cada amenaza, con cada acto de violencia, el documental nos pone en tal situación que la forma de posicionarnos dice más sobre nosotros que sobre aquello que estamos viendo.

El elemento de Wild Wild Country que reta al espectador en este sentido es también la pieza principal y más estimulante de la historia, Ma Anand Sheela (Sheela Birnstiel). Cuando los rajneeshis llegaron a Oregón, Bhagwan había hecho un voto de silencio que mantuvo durante años y su secretaria personal se convirtió también en su portavoz y, por tanto, en la portavoz del movimiento. El documental nos muestra a la Sheela más chunga, la más peleona, más brillante, más malhablada y más imperialista pero, a la vez, cala también su carisma, su encanto, su honestidad y su lealtad.

Sheela es una figura apasionante dentro del relato y por sí misma, y la narración hace de ella una auténtica antiheroína repleta de grises que resulta empática y simpática incluso aunque te esté escandalizando con sus métodos. En cierto modo, el espectador adquiere una responsabilidad que es parte de por qué este visionado es tan estimulante. ¿A quién crees? ¿Quién consideras que tiene razón? El montaje crea un juego constante en el que es fácil leer el diálogo interno: Ah, ¿que vas con Sheela? ¿Crees que es una víctima? Pues toma, mira la que montó.

No hemos entrado a comentar en detalle los hechos concretos de la historia porque merece la pena asomarse a ella sin conocer absolutamente nada y dejarse llevar por el relato de los propios protagonistas.

Pero si con todos estos elementos, que combinados nos ofrecen uno de los eventos televisivos del año, no te hemos convencido para correr a Netflix a ver Wild Wild Country, aquí os dejamos con la opinión de The Osho Times, publicación de la fundación internacional de Osho, que argumentan que el documental falla a la hora de demostrar que todos estos sucesos fueron una conspiración del gobierno de Estados Unidos, desde la Casa Blanca hacia abajo, decidida a frustrar la visión de Osho de construir una comunidad basada en la vida consciente.

(...) Aquí estaba un hombre indio, que llevaba un vestido y un sombrero peculiar, que conducía una flota de coches de lujo extranjeros, que recorría una ciudad bautizada con su nombre en sanscrito, en la que todo el mundo vestía de rojo y no trabajaban por dinero sino por el amor a una visión de un mundo distinto, basado en la meditación, donde no había cabida para la familia, la propiedad privada o la religión, y donde todo el mundo era vegetariano... ¡justo en mitad de un país de cowboys paletos!



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