JPMorgan Chase, Ford, AT&T, Johnson & Johnson, GlaxoSmithKline, Verizon Communications, Sainsbury, Volkswagen, Toyota... El listado es casi interminable. Todas ellas se han unido a un amplio boicot a Google retirando parcial o totalmente sus campañas de publicidad de YouTube y de otros programas concertados con el gigante tecnológico. Google ha perdido 24.000 millones de dólares en valoración en la última semana y atraviesa una crisis de imagen gigantesca entre sus principales compradores de publicidad.
¿Qué está pasando?
La explicación directa es la siguiente: se ha descubierto que los anuncios pagados por gigantes aseguradores o financieros aparecían antes de la reproducción de vídeos antisemitas, de exaltación neonazi o de filiación yihadista. Las empresas se han indignado ante la indiscreción/falta de control de Google y han decidido retirar su publicidad hasta que se solucione el entuerto, lo que está minando la reputación de Mountain View.
La explicación más revirada, y la más interensante, es algo más compleja.
Qué hace mi champú junto a ese vídeo antisemita
El origen de la polémica hay que encontrarlo en una investigación de The Times publicada hace más de un mes. En ella, se desvelaba que los pequeños spots publicitarios de empresas como Axa o Total estaban asociados a vídeos de ideologías supremacistas o que incitaban directamente al odio racial. De este modo, era posible informarse de un interesante plan de pensiones segundos antes de recibir tu menú diario de conspiración antisemita y radicalismo islámico, en un entrelazado ideológico poco amable para las empresas.
La situación alertó a otras grandes compañías, y un efecto bola-de-nieve progresivo desveló que empresas como Mercedes o Waitrose, entre muchas, muchísimas otras, también se veían de la mano de contenidos radicales, violentos o xenófobos. La reacción natural de la industria fue retirar sus productos publicitarios de YouTube, propiedad de Alphabet, hasta que Google resolviera sus numerosos problemas de filtrado de contenido.
El problema: cada hora se suben alrededor de 400 horas de vídeo a YouTube. Aunque Google ha ido mejorando los sistemas de censura y control de contenido en sus propias redes, el magnífico alcance de YouTube y su popularidad internacional, amén de una dejación consciente de la empresa de Mountain View a la hora de controlar la libertad de expresión en sus propias redes, hace virtualmente imposible investigar todos los casos.
La crisis de Google también depende del modelo de publicidad digital: los anunciantes compran audiencias a los que se quieren dirigir, no contenidos específicos, y el complejo sistema de reparto de spots o de campañas provoca que, en muchas ocasiones, la multinacional de turno no sepa en qué tipo de vídeos o de páginas relacionadas va a aparecer su producto. El fenómeno es bastante célebre en Internet, culminando en artículos que advierten sobre la fobia a los patos... Con banners de aseguradores cuyo logo es un pato.
La situación no es en absoluto nueva y tiene tanta tradición como el propio negocio de la publicidad digital. Pero el extraordinario alcance de la última polémica, espoleada por el reportaje de The Times, ha permitido que las grandes multinacionales, las que más dinero invierten en el modelo publicitario de Google, cuyo dominio del sector durante el último lustro es tiránico, se organicen para apretar las tuercas a la tecnológica.
¿Cómo? Con el boicot generalizado al que ya se han sumado varios centenares de importantes anunciantes. Si Google controla un tercio de los ingresos publicitarios mundiales en el sector digital, muy por delante de otros competidores como Facebook o Alibaba, su situación de dominio le permite poner las reglas del juego en su favor. La crisis de imagen derivada de la negligente publicidad de YouTube permite a sus clientes cambiar las tornas, una excusa ideal para unirse frente a Google y obtener mejores condiciones.
Un problema menor pero una oportunidad enorme
Para los seguidores del boicot, no sólo se trata de pagar menos por cada campaña de publicidad, sino de abrir Google y de limitar su poder. A largo plazo pueden exigir que abra sus datos para controlar de mejor modo hacia dónde se dirigen los anuncios, evitando que terminen frente a vídeos de grupos supremacistas y trasnochados del nuevo orden mundial, una fauna exótica pero con su nicho de mercado en YouTube.
En el fondo, es una drôle de guerre: el daño marginal de los anuncios contra contenido tóxico es mínimo, ya que representa un volumen muy pequeño del total publicitario no ya de Google, sino de las propias empresas. En términos globales su imagen no se ve dañada por aparecer frente a un puñado de vídeos yihadistas, pero la publicación del artículo por parte de The Times ha entregado a los anunciantes la carta perfecta para lanzar un órdago a Google, una suerte de muestra de poder que atemorice a la compañía.
La batalla real es más relevante que los anuncios en discordia: se trata de un tira y afloja por minar a un peso pesado del mercado digital. Por el momento la jugada es exitosa: Google está perdiendo valoración y, sin querer, se ha topado con todos sus anunciantes organizados contra él.
De forma paralela, se juega otra cuestión: la resistencia de las grandes compañías tecnológicas a ejercer de censores ideológicos o de expresión. La cuestión es transversal a Facebook, Google y toda gran empresa que funcione a modo de plataforma/red social. Mientras ciertos contenidos como la pornografía o los vídeos con derechos de autor (YouTube tarda poco en tirar cada vídeo-resumen de un partido de la Champions League, por ejemplo) sí son sistemáticamente rastreados y eliminados por sus equipos de contenido, el discurso del odio no.
Así, se da la paradoja que Facebook o YouTube están repletos de vídeos-propaganda sobre las bondades del nacionalsocialismo o de grupos de discusión que fomentan el radicalismo yihadista en redes, pero son intolerantes hasta extremos surrealistas con cualquier tipo de desnudo (ya sea en forma de estatua renacentista o de fotografía histórica de la Guerra de Vietnam).
Para Google y Facebook una limitación de la libertad de expresión sería problemática porque les colocaría en una posición que han intentado evitar: la de la asunción de que son medios con línea de contenido propia y no meros agregadores con algoritmo, foros públicos, donde cualquiera puede verter el contenido que desee.
De modo que el campo de batalla es doble. Por un lado, la situación de virtual preponderancia de Google en el campo de la publicidad digital, un espectro comunicativo que podría desbancar a la televisión a corto plazo en cuanto a impacto publicitario. Y por otro, la negativa de Google a ceder en aspectos claves a su negocio. Del desarrollo y de la resolución del conflicto, con decenas de multinacionales presionando por un lado y secando a Google, puede depender el futuro de la publicidad digital.
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