En el panteón de los asesinos en serie, puede que la personalidad del ángel de la muerte sea una de las más inquietantes: desde que empezaron a recogerse los casos de estos sicarios de bata blanca se ha ido comprendiendo mejor su psicología: hombres y mujeres soberbios, embargados de una sensación de omnipotencia en deferencia a su cargo y razón última por la que despierta en ellos la retorcida excusa de la piedad.
Los ángeles de la muerte no matan simplemente a sus pacientes mientras nadie los ve, dando rienda suelta a sus ansias homicidas, sino que son los encargados de poner fin al sufrimiento de sus vidas, tal y como para los nacional-socialistas el exterminio de los judíos nunca fue un genocidio, sino una forma humanitaria, mediante métodos "solidarios", de terminar con la enfermedad congénita que sufrían.
Esta gimnasia mental que deben hacer los asesinos para justificarse la han estudiado los sociólogos Gresham Sykes y David Matza. Lo denominaron la “teoría de la neutralización”, y consiste en modificar las premisas sobre el bien y el mal que nos inculcan hasta que estas, en el caso de los enfermos, se dan totalmente la vuelta.
Si cualquiera de nosotros puede dudar al ver a una persona excesivamente mayor y postrada en una camilla sobre la utilidad de su vida, ellos hace tiempo que cruzaron la línea. Al tiempo de operar el objetivo deja de ser un inválido en estado crítico, sino personas sanas de 70 años con estreñimiento, niños hospitalizados por una pulmonía…. Cualquiera puede acabar entrando en su categoría eutanásica. Al final debe ser una permanente sensación de endiosamiento: no sólo les produce placer matar a alguien, sino que también pueden vanagloriarse de haberle perdonado la vida a otros. Todos somos, en potencia, susceptibles de convertirnos en sus víctimas. El mundo entero les pertenece.
Los ángeles de la muerte de Lainz
Estas austríacas fueron de las primeras en autoasignarse el apodo, un escuadrón de cuatro chicas de entre 19 y 43 años. Waltraud Wagner, la veinteañera que llevaba la voz cantante fue la primera en experimentar en su piel la sensación de poder de acabar con la vida de alguien. De ahí que reuniese a este equipo con el que empezar a "interrumpir el tratamiento" de algunos pacientes del centro de Geriatriezentrum am Wienerwald en Lainz, un distrito de Viena.
Al principio se lo tomaban con molestia y disimulo. Habían inventado su método propio, dolorosísimo para las víctimas pero perfecto para el asesino: rellenar los pulmones de la gente de agua. Una sujetaba la cabeza del enfermo mientras le tapaba la nariz; las demás le hacían bajar litros de agua por la garganta hasta que quedaba ahogado en su propia cama.
Como es normal que los fallecidos retengan líquidos en este órgano, no levantaban sospechas. Hasta que se les subió a la cabeza y otro médico del centro las oyó vanagloriarse de sus éxitos homicidas en una taberna cercana al centro.
Se calcula que entre las cuatro fueron responsables de la muerte de hasta 200 personas entre 1983 y 1989, de las que se pudieron confirmar 49. Ahora mismo todo el escuadrón está en libertad “por buen comportamiento” tras cumplir parte de sus largas condenas. El estado, además, les facilitó una nueva identidad para que pudiesen reconstruir su vida, para horror de la opinión pública austríaca en aquel momento.
Genene Jones
A Jones, enfermera de pediatría de Texas de los años 80, le gustaba la sensación de salvar la vida de bebés y recién nacidos. Con el agravante de que en muchos casos, al poner sus vidas en riesgo, no siempre conseguía controlar los efectos de las sustancias que les aplicaba. Por esto mismo fue responsable del asesinato de una niña de 15 meses a la que administró una dosis letal de un relajante muscular y del intento de asesinato de un bebé de cuatro semanas al que le inyectó un anticoagulante (el crío sobrevivió).
Eso que sepamos durante el transcurso de su trabajo en el centro hospitalario del condado de Bexar, porque la justicia estadounidense sigue manteniendo que entre los 70 y los 80 podría haber matado a hasta 60 bebés. Precisamente cuando el hospital de Bexar empezó a estar bajo sospechas por su alto ratio de fallecimiento infantil el centro, reacio a permitir una investigación, transfirió a Jones a otro departamento. ¿Aceptó Jones su nuevo puesto? No, se fue a otra clínica de pediatría de Texas a continuar trabajando en su campo preferente. Se la condenó a dos penas de 159 años por asesinato e intento del mismo.
En 2016 ha estado a punto de salir, por las leyes de control de sobrepoblación carcelaria, pero antes de que esto ocurriera la procesaron por el asesinato de otra de sus víctimas de la época no incluida en el primer juicio, un menor de 11 meses de edad.
Beverly Allitt
Tenía 24 años, un historial de abusos familiares, una carrera en la enfermería por delante en el área pediátrica de un hospital inglés… y el síndrome de Munchausen, que lleva a quien lo padece a automutilarse y a hacer daño a aquellas personas que tiene a su cuidado con el único fin de llamar la atención. En apenas dos meses de 1993 más de una decena de bebés que habían quedado bajo su vigilancia sufrieron ataques epilépticos, paros cardíacos o episodios de apnea. Algunos murieron, otros se recuperaban, pero sólo se libraban definitivamente los que dejaban de estar bajo su vigilancia o cambiaban de centro.
Hasta que se dieron a conocer sus verdaderas intenciones, en verdad los padres adoraban a esta enfermera. Era atenta, concienzuda en sus informes, guapa y de risa fácil. A todos ellos les daba la impresión de estar recibiendo el mejor trato posible. Eso pensaron los padres de la recién nacida Katie Phillips. Estuvieron tan agradecidos con ella que le pidieron ser la madrina de la niña. La sobredosis de insulina y potasio que Allitt le administró la dejó con ceguera y parálisis cerebral para toda su vida. Mató a cuatro niños y se demostró que lesionó al menos a otros tres.
Richard Angelo
El mismo síndrome debía sufrir Richard Angelo, ex bombero que trabajaba en el hospital Good Samaritan y desde luego parece que quería a toda costa sentirse como tal. En palabras del asesino, su autoestima era tan baja que provocaba situaciones límite en los pacientes para poder irrumpir en pleno conocimiento de qué hacer para salvar las vidas de esas personas que todos deberían verle después como un héroe. Si has estado en una experiencia al borde de la muerte… ¿qué sentirías por la persona que te ha sacado del túnel en el último instante?
Muchos de sus objetivos nunca lo sabrán: de 37 personas a las que le provocó paros cardíacos de diversa índole sólo pudo salvar a 12. A veces no bastaba con que te salvara una vez: en septiembre de 1987 estabilizó a un paciente de un estado crítico y posteriormente en la noche le suministro la inyección letal. Le cayeron 61 años de cárcel.
John Bodkin Adams
Este médico era más pragmático y directo que el resto de sus compañeros, pero igualmente peligroso (está considerado por uno de los mayores asesinos en serie de la era moderna). Su objetivo no era tanto jugar a su voluntad con la vida o la muerte de alguien, sino convertirse en rico. Camelaba a viudas adineradas bajo su supervisión para irlas convirtiendo poco a poco en adictas antes de ofrecerles una dosis letal, al poco tiempo de que le hubieran incluido en su testamento de alguna forma. Un método tan sencillo como difícil de probar.
Adams, perteneciente a la aristocracia, parecía intocable. La policía no quería provocar un escándalo que revelase a estas mujeres como yonkis y a un reputado médico como negligente sin escrúpulos. Adams apareció en al menos 132 de los testamentos de sus pacientes, pero no sirvió para encarcelarle. Él mismo realizaba las autopsias de muchas de sus víctimas. Al final quedó libre, y sólo un periodista británico le defendió mediáticamente durante el escándalo. Al morir el doctor el reportero recibió 1.000 libras. Se las dejó en su testamento.
Charles Cullen
Cullen, mentalmente inestable, llevaba provocándose distintos intentos de quitarse la vida desde que era adolescente. Con tan mala suerte para sus víctimas de que no consiguió llevar al término el suicidio antes de cepillarse a unos cuantos.
Primero vino un juez ingresado por una reacción alérgica al que le dio un cóctel mortal, después un paciente de SIDA que se ganó una dosis letal de insulina, allá tres ancianas que se ganaron altas dosis de digoxina… Aunque lo suyo no era sólo la muerte de humanos, también hay constancia de que abusaba de mascotas metiéndolas en bolsas y cubos de basura, de que bromeaba cada tanto poniendo líquidos inflamables en las bebidas de sus compañeros sin avisar o que hacía llamadas de broma a casas funerarias.
Once cadenas perpetuas le cayeron en 2006 por las muertes de 40 pacientes en el curso de 16 años dedicados a la enfermería en los condados de Nueva Jersey y Pennsylvania. Eso sí, hay sospechas de que estuviese involucrado en el asesinato de otros 360 enfermos más.
Daniela Poggiali
Esta enfermera italiana es excepcional en lo suyo. Frente a las justificaciones de piedad de muchos de sus equivalentes, ella terminaba con la vida de los pacientes porque sentía que la molestaban, que la obligaban a atenderles cuando no se trataba más que de un saco de huesos necesitado de atención para todas las funciones. Les hacía de rabiar dándoles fármacos que les provocaba un estado de incomodidad, les robaba el dinero de la cartera o se hacía selfies junto a los cadáveres de los recién fallecidos haciendo muecas y gestos obscenos para subirlos después a sus redes sociales.
Los problemas de esta aficionada a los viajes y forofa del Juventus comenzaron cuando le cambiaron los turnos nocturnos por los matutinos. Descubrieron entonces un alto ratio de fallecimientos en las horas en las que esta enfermera había trabajado. Estando ya de mañana, Poggiali tuvo muy difícil provocarle el colapso a los ancianos por la vigilancia de los familiares. La hija de Manuela Alci vio cómo la enfermera salía de la habitación de su madre y a los diez minutos los ojos de la anciana empezaron a moverse compulsivamente hasta que dio su último aliento.
El instrumento de muerte de la profesional había sido el cloruro de potasio, el mismo que se usa para la inyección letal de la pena capital estadounidense y una sustancia que desaparece del organismo de manera natural a las 48 horas de haberlo ingerido. Podría haber matado a 93 personas, a 38 o a cualquier cifra entre esas dos. Durante la temporada de los juicios a los que se sometió se convirtió inesperadamente en un sex symbol: la autoconfianza y los posados a prensa sonriente y con los pulgares en alto le ganaron cientos de cartas de sus admiradores.
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