La memoria popular dicta que las vacaciones son un agradable reposo de la vida laboral, un mar de tranquilidad al margen del estrés rutinario que envuelve lo cotidiano. Y a priori, las playas idílicas, los hoteles donde todos los servicios están incluidos y la lejanía de los destinos parecen indicar que así es.
Pero sólo a priori. Véase si no el insondable ejemplo de esta muchedumbre en un hotel de Gran Canaria, recogido en vídeo por Raquel Cordonié (@rcordonie): señores y señoras estresados a primera hora de la mañana por seleccionar antes que sus competidores las hamacas mejor situadas. Pura competición, pura lógica laboral, puro capitalismo. Las vacaciones son ya un trabajo.
El tuit ha acumulado miles y de retuits y corazoncitos, hasta alcanzar los casi 4.000 combinados. Es lógico, por otro lado, porque el vídeo es una coreografía de todo lo que está mal con nuestras vacaciones y que, sin embargo, domina su no tan idílica realidad: prisas, la necesidad permanente de imponerse obligaciones, y responsabilidades que no se evaporan ni en la playa.
El trabajo como forma de ver la vida.
La hamaca y la competencia perfecta
Lo cierto es que cualquiera que haya vivido lo suficiente habrá podido recordar escenas similares. Tras el apogeo de la industria turística mediterránea en los sesenta, las familias españolas también decidieron que su lugar en los meses de julio y agosto estaba en las playas. Y al boom inmobiliario le siguieron escenas tan icónicas de nuestras playas como las hamacas y las tumbonas hacinadas en las playas de Benidorm.
Desde entonces, es habitual toparse con hombres y mujeres que reservan hamacas o sitios en algunas de las playas más concurridas de la península. Los motivos son a menudo obvios: mejor posición frente a las siempre refrescantes olas, arenas de mejor calidad, menor distancia de la tumbona al baño y, para muchos padres, la vigilancia de los niños.
En algunos municipios, las reservas son tan extremas que el fenómeno ha pasado de graciosa anécdota a problema de escala mayor. Tal es así que Torrevieja o Calpe desarrollaron normativas que penalizaban clavar la sombrilla o dejar la toalla como forma de decir "aquí estoy yo aunque no aparezca hasta las 12.00".
Pero claro, nada como el rush matutino de los huéspedes de un hotel cualquiera de Gran Canaria que hacen cola desde las 07:30 para alcanzar una tumbona de... piscina. Una imagen tan parodiable a la que en función de la música que le añadas puede transmitir o desesperación por la supervivencia natural o patetismo à la Benny Hill.
En el fondo, el fenómeno es simbólico de los tiempos que nos han tocado vivir: en la era del gasto low-cost por antonomasia, los destinos son limitados, las ofertas siempre son tan baratas por pura lógica de escala y los hacinamientos (ya sean en grandes ciudades como Roma o Venecia o en las playas) están a la orden del día. Quizá no es que todos queramos ir a los mismos lugares sino que sólo podemos permitirnos unos pocos.
El resultado es la guerra de la hamaca, pura competencia económica. Y aunque sea en la playa y con el bañador puesto, también es trabajo.
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