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“Conoces la historia de las ciudades cerradas de la era soviética, ¿verdad?”. Esa es la intervención a modo de cameo de Michael Caine en Tenet con la que Nolan nos deja caer una más de entre las muchas referencias a eventos que le han servido de inspiración para su última película. Estas ciudades fueron (y siguen siendo) escenarios con base real pero idóneos para imaginar complots de espionaje que, de salir mal, podrían llevarnos a una Tercera Guerra Mundial… O algo peor.
En Tenet se nos presenta Stalk-12, ciudad soviética en la que pasó su infancia del villano Andrei Sator. Este individuo trabajaba para las canteras del depauperado complejo de extracción de plutonio de la ciudad hasta que algo parecido al azar acabó teniendo en sus manos el arma más poderosa de la historia. Sator, descubriremos, tiene cáncer de páncreas. Es un cadáver andante. No puedes exponerte a la radiación de forma continuada sin acabar pagando el precio.
Su destino es en realidad parejo al de muchos ciudadanos soviéticos de algunas de las ciudades cerradas o fantasmas, refugios aislados vinculados a los programas militares y nucleares en los que la vida es por lo general apacible y próspera pero cuya mecánica tiene sus inconvenientes.
Siguiendo el rastro de la Guerra Fría
A finales de los años 40, y bajo las órdenes de Laurenti Beria, se empezaron a crear estos microestados a lo largo y ancho del paisaje ruso. Se denominaban ZATOs, siglas en ruso de División Administrativa Territorial Cerrada. Los vecinos las conocían como “buzones postales”, lo que da pistas de su inusual funcionamiento: todas las cartas enviadas a sus residentes llegaban a una única dirección de correos ubicada en la ciudad real más próxima, y los funcionarios del gobierno recogían cada cierto tiempo su correspondencia para llevarlas a estas zonas incomunicadas del exterior por bus, tren, carreteras o cualquier otro método de acceso.
No eran poblaciones de poca monta: la media de cada una de estas ciudades era de 35.000 habitantes, y algunas contaban con hasta 100.000 miembros. Debía ser así porque, al margen de los hombres necesarios para hacer aquel trabajo que debía ser ocultado a los enemigos del país, había que montar todo un sistema de vida más o menos autosuficiente: personal sanitario y de limpieza, cocineros, tenderos, escuelas… En fin, todo lo que te puedes imaginar.
Actualmente se conoce la existencia de algo más de 40 de estas ciudades. La versión oficial dice que 24 de ellas dependen del Ministerio de Defensa, 10 al de Energía Atómica, otras 10 a la corporación nuclear Rosatom y otra pertenece a la agencia espacial, Roscosmos, lugar de entrenamiento de cosmonautas desde hace décadas, que se encuentra a las afueras de Moscú. La caída de la Unión Soviética y el glasnost promovido por Gorbachov provocaron que algunas de las zonas se abrieran oficialmente a conocimiento público, aunque el acceso sigue siendo limitado por motivos de seguridad. A día de hoy siguen viviendo en ellas en torno a 1.5 millones de personas.
¿Qué se cocía dentro de las ciudades cerradas? Como te puedes imaginar, industrias clave, como la siderúrgica, complejos militares y científicos que eran considerados sensibles para el gobierno ruso. También todo lo relacionado con la carrera espacial. En la práctica muchos municipios se dedicaban en exclusiva a las armas nucleares, químicas o convencionales. Había otras ciudades que eran importantes por su posición geográfica, fronterizas con la Alemania Occidental y Checoslovaquia, y que por eso mismo se cerraban, pero su funcionamiento interno y sus restricciones eran ligeramente distintas a las ZATOs.
Por supuesto, había otras ciudades secretas en otros países, como Estados Unidos o Reino Unido. Es interesante el caso de la Ciudad 404 de China, la planta nuclear más grande del continente erigida por Mao junto al desierto de Gob y que fue abandonada (o eso nos dicen) en 2006. Pese a todo, la literatura ha querido que se imprima una mayor leyenda alrededor de los complejos soviéticos.
Casi tan fascinante como su fundación y normativa es la huella cultural que provocaron estos monumentos burocráticos del régimen soviético: ser elegido para vivir en una ciudad cerrada era un honor y un privilegio, más si el traslado fue en los años inmediatamente posteriores a la Gran Guerra Patria, donde la supervivencia no estaba en absoluto garantizado para el ciudadano de a pie. Estas islas sociales provocaron que los residentes seleccionados, profesionales, titulados y expertos, fuesen de un nivel superior a de la media del país.
Las ZATOs se vanagloriaban de tener índices de criminalidad mucho más bajos que en el resto de ciudades, lo cual era cierto. Un buen trabajo para toda la vida, seguridad en las calles y comidas calientes todos los días bien valían una renuncia a la libertad de movimientos y a un secretismo sobre tu paradero con el resto de tu familia.
El futuro no está garantizado
Los inconvenientes tardaron más tiempo en aflorar. En 1957 los ciudadanos de Ozyorsk se enfrentaron a una emergencia radioactiva similar a Chernóbil, una tragedia silenciada por el aparato y razón por la cual los habitantes de esta Ciudad 40 están muriendo lentamente por la radiación, con una exposición que se calcula como cinco veces mayor que la que vivieron los ucranianos. Sólo el tiempo nos dirá cuál ha sido la incidencia del cáncer en la ciudad de Zelenogorsk, en la región siberiana de Krasnoyarsk, donde se siguen realizando actividades de enriquecimiento de uranio, o en Sárov, Nizhni Nóvgorod, dedicada a la fabricación de armas nucleares.
Pese a que las asociaciones verdes rusas llevan décadas reclamando la desarticulación de forma segura de estas zonas, los dirigentes rusos siguen posponiendo estos costosos procesos o rechazándolos por seguir vigente su viabilidad militar y comercial. Los accidentes, también los mortales, se siguen sucediendo.
Por si fuera poco, el coronavirus también ha hecho acto de presencia en estos entornos remotos para poner las cosas en un punto aún más crítico. Al tratarse de ciudades cerradas al exterior se están convirtiendo en focos de propagación de la pandemia que, debido al difícil acceso y escasez de material, está agravando los cuadros de los afectados. Un contexto con un alto potencial de enfermar a un número excesivo de operarios cualificados y poner así en peligro sus operaciones nucleares. Al igual que estas fantasmagóricas ciudades, el virus es un objeto clasificado del que sólo se conocerá la verdad mucho tiempo después de su momento de esplendor.
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