Por más que hoy parezcan entidades eternas e inmutables, la mayor parte de estados europeos son fruto de causalidades y coincidencias históricas. Fueron unos y adaptaron unas formas determinadas; pero antes de ellos hubo otros, relegados hoy al anecdotario o a la mera condición de "región". En algunos lugares la ascendencia de dichas regiones sigue siendo lo suficientemente poderosa como para volcar las lealtades de sus ciudadanos. Puede que Europa esté formada por estados; pero para los europeos la primera filiación identitaria no tiene por qué ser el estado.
Esto se aprecia a la perfección en un mapa viralizado durante los últimos días. Su autor es Anders Sundell (@sundellviz), investigador de la Universidad de Gotemburgo. Dicha institución elabora un índice sobre la calidad de gobierno (percibida y objetiva) de los distintos países europeos. El trabajo es concienzudo y aborda toda suerte de cuestiones, desde las sanitarias hasta las educativas, pasando por las medioambientales, pero también sondea las opiniones que los europeos tienen de Europa, de sus gobernantes y de sí mismos.
Una de las preguntas más interesantes versa sobre la entidad geográfica y política por la que sienten un vínculo más profundo. Los investigadores plantearon una escala numérica (del 0 al 10) sobre la que los encuestados podían proyectar su relación personal e identitaria con tres entidades distintas (región, país y Unión Europea). Después volcaron los resultados en un mapa. La entidad con mejor media se superpondría sobre las demás. Los resultados son interesantísimos y dibujan una Europa a dos velocidades: la regional y la nacional (la europea queda en un tercer plano).
Pocos países ilustran el fenómeno con tanta claridad como España, un país donde al peso de los particularismos locales debemos sumar una identidad nacional en permanente disputa. Son varias las comunidades autónomas donde la "identidad regional" es más poderosa que la identidad nacional: toda la cornisa cantábrica (Galicia y País Vasco, pero también Asturias y Cantabria); el corredor del Ebro (Cataluña y Navarra, pero también Aragón y la Rioja); y Andalucía y Baleares. Al contrario que Portugal, donde todas las regiones se declaran "portuguesas", en España sólo el centro (Castilla, Extremadura y las dos regiones levantinas, Comunidad Valenciana y Murcia) se siente más española que de su propia región.
Esta mezcolanza de identidades tiene sus orígenes en una construcción nacional a menudo fragmentada y disputada por distintos vectores (centro vs. periferia), acrecentada durante las últimas décadas por la constitución de las comunidades autónomas. La creación de centros de poder regionales permitió establecer un marco administrativo y social sobre el que los ciudadanos de cada región volcarían sus identidades particulares, reconocidas y celebradas por los gobiernos de turno como una forma de legitimar su existencia. Uno es asturiano en la medida en que es español, y viceversa, lo que explica que en regiones sin ánimo independentista alguno, como La Rioja o Cantabria, la región se sobreponga a la nación.
Esta regionalización banal mimetiza a los procesos de construcción nacional impulsados por todos los estados europeos desde su formulación definitiva a mediados del siglo XIX (porque la nación, en muchos casos, precedió a los ciudadanos nacionales, a quienes hubo que nacionalizar progresivamente). Curiosamente, en las dos comunidades de claro signo nacionalista, Cataluña y País Vasco, la filiación por la región y por la nación es una de las más bajas de Europa. Esto se explica porque una anula a la otra (por cada vasco que da un 10 a su identidad regional hay otro que da un 0; y por cada vasco que da un 10 a su identidad nacional, hay otro que da un 0).
El caso español se explica mejor en perspectiva comparada. ¿Qué sucede en un país donde el estado ha suprimido, anulado y perseguido a las identidades regionales y a las demarcaciones provinciales sobre las que se habían organizado sus ciudadanos durante siglos? Que la ascendencia de la "región" sobre la "nación" es minoritaria. Hablamos de Francia, naturalmente, donde el largo proceso de hegemonía estatal sobre las provincias ha cristalizado hoy una regiones de importancia disminuida. Sólo en Bretaña (de fuerte peso identitario) y Aquitania (la Gironda, el gran foco de resistencia federalista al proyecto jacobino), y Alsacia (germano-parlante) la identidad local está por encima de la francesa.
Córcega, en este caso, es una excepción radical: la región donde la diferencia entre identidad local y nacional es mayor. Es allí donde hay un gobierno y movimiento político de corte nacionalista que disputa abiertamente la hegemonía de la Francia parisina.
Algo similar sucede en Italia, si bien allí hay más provincias donde el peso local es sustancial. Esto es más evidente en el noreste, donde a las particularidades idiomáticas y culturales del Véneto y del Friuli debemos sumar el carácter marcadamente germano del Trentino o de Tirol del Sur (por más que las recientes reformas territoriales, como en Francia, hayan querido diluir el peso de las identidades regionales). También Liguria, la Toscana o Emilia-Romagna, además de Cerdeña, uno de los pocos focos de "regionalismo político" en el país, colocan lo local sobre lo nacional.
Al igual que en España, en Alemania también es posible intuir el peso de la historia en el reparto de filiaciones identitarias. Allá donde el Reino de Prusia se impuso por la fuerza de las armas y de las brutal eficiencia administrativa la importancia de la identidad nacional es mayor que la local. Pero tanto en el norte (Schleswig-Holstein, minorías danesas; y Pomerania) como muy especialmente en el sur lo "regional" sigue teniendo una gran importancia. El ejemplo más claro es Baviera, católica (en contraposición a la más protestante Prusia), de tradiciones muy marcadas, con su particular lengua y donde incluso el partido hegemónico del país, la CDU, tiene que presentarse como una marca distinta, la CSU.
En los contrastes de Alemania se intuye con claridad el peso de la historia (Berlín vs. Viena). También en Austria, aunque a la inversa: conforme más nos alejamos de la capital e histórico centro de poder imperial más aumenta la importancia de la región. Salzburgo, el Tirol y el resto de los Alpes se sienten más "regionales" que "nacionales". En Bélgica, huelga decir, la totalidad de Flandes prioriza más su identidad local que su identidad belga; pero también buena parte de Valonia (Lieja y las Ardenas, ya pegadas a Luxemburgo). En Países Bajos es Frisia la nota discordante (idioma propio, carácter rural y un tímido regionalismo político).
Más allá de estos casos, la mayor parte de Europa certifica el triunfo del estado-nación. Polonia, Chequia, Eslovaquia, Hungría, los países escandinavos o Irlanda son entidades donde los regionalismos cotizan a la baja. Una excepción a la norma la presenta Rumanía, donde más allá de Transilvania las identidades locales son poderosas. Esto se explica por la existencia de minorías lingüísticas (húngaros, alemanes) y por el larguísimo aliento del Imperio Austrohúngaro, cuyas extintas fronteras siguen explicando a media Europa. Las antiguas provincias rumanas bajo su dominio son hoy las menos "nacionales".
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