Miles de artículos de autoayuda no pueden estar equivocados. En decenas de libros podemos encontrar que una de las principales claves del éxito emprendedor es mostrarte confiado, como si no dudases ni por un segundo de tus planes de negocio y tu pericia para sortear los obstáculos. Y parece ser que tenían razón: derrochar confianza en uno mismo hace que los demás también confíen en ti. Algo que, de forma práctica, está muy vinculado a tu propia clase.
Un estudio publicado este lunes en la revista revisada por pares Journal of Personality and Social Psychology ha devuelto el tema a la actualidad. Investigadores de la Universidad de Stanford y de la de Virginia han concluido que “los individuos con una clase social relativamente alta tienden a tener un exceso de autoconfianza” en sus capacidades mayor que las gente de clases más modestas, lo que conlleva que esta ventaja técnica produzca un círculo vicioso de ventajas competitivas para los más ricos. Vamos, que el efecto Dunning-Kruger va montado en un Clase S.
Realizaron varias pruebas. Una consistió en la autoevaluación de 150.000 pequeños y grandes empresarios de México de sus habilidades memorísticas. Aunque, de media, tendían a registrar una memoria superior a las personas de clase más baja, se equivocaban al cuantificar cómo de grande era esa superioridad. Tendían a sobrevalorar sus capacidades y a infravalorar la de los otros.
En otra encuesta realizada a 250 estudiantes de la Universidad de Virginia, se midió el conocimiento sobre cultura general de los participantes y luego se les pidió que se autoidentificasen en la escala de conocimiento. De media, los estudiantes de las clases sociales más altas no lo hacían mejor que sus otros compañeros, pero la mayoría estuvo seguro de que lo habían hecho mejor que aquellos.
Lo curioso viene a continuación: hubo una tercera simulación en la que varios grupos evaluaban una ficticia entrevista para un candidato a un puesto de responsabilidad. Los ricos tendían a proyectar más confianza en sí mismos y a sobrevalorar sus cualificaciones, pero, en general, los encuestadores se dejaron arrastrar por sus comentarios y no por los méritos objetivos, y fueron más favorables a contratar a estos candidatos que a otros de iguales y superiores cualificaciones que no mostraban esa confianza desmedida y superior a su verdadero talento. Contrataban a gente más incompetente porque sonaban mejor.
Los fantasmas con traje que nos gobiernan
El ensayo de esta semana es similar a otros. Uno de ellos se realizó con los datos laborales del INE británico que evaluaban el nivel de movilidad social en distintas profesiones.
Era de esperar que en aquellas vocacionales y con un largo recorrido hereditario, como medicina o derecho, la gente de clase acomodada tendiese a optar a esos puestos en mayor medida que la gente de clase baja, pero lo que sorprendió es que en otras profesiones más recientes y abiertas a la pericia personal, como ingeniería y nuevas tecnologías, también se producía el mismo efecto: las empresas tendían a contratar porcentualmente en mayor medida a personas de entornos socioeconómicos altos que de clases modestas.
Según las cifras de la London School of Economics, la desigualdad se perpetúa incluso cuando los pobres logran romper esa brecha en las posiciones laborales: “las personas que provienen de la clase trabajadora y que logran acceder a puestos de alto estatus ganan, en promedio, un 17% menos que los que vienen de orígenes privilegiados. La brecha salarial de origen de clase se traduce en unas ganancias anuales personales de 8.400 euros menos”.
El otro privilegio de clase: o el “techo de cristal” de los pobres, como lo han llamado algunos. Según los evaluadores del ensayo de esta semana (en una hipótesis muy compartida por otros científicos), esta excesiva autoconfianza está inextricablemente unida a esa comodidad social. La gente más pobre tiene que pagar mayores costes personales si se equivocan. Por ejemplo, hay que sopesar la posibilidad de arruinarse si emprendes un proyecto empresarial o cambias de trabajo, precio que los ricos normalmente no deben pagar.
Los de Virginia y Stanford no recomiendan que el estudio se interprete como una forma de alentar el derroche de autoconfianza, ya que consideran que esto produce más efectos negativos que positivos. “Podemos culpar las guerras, las quiebras bursátiles y otras tantas crisis al exceso de confianza” de los dirigentes, empleadores, compradores y votantes, dicen. Mucho mejor será no escuchar a los ricos. Centrarnos en su historia, en las acciones acometidas, que en sus alocuciones plagadas de una proyección del éxito.
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