Comprender el sistema político estadounidense no es una tarea sencilla. Al tratarse de uno de los más antiguos del mundo, seminal para tantos otros, está repleto de cláusulas anacrónicas e instituciones en apariencia absurdas. El Colegio Electoral, determinante en las pasadas elecciones presidenciales, es una de ellas. Cuando los votantes estadounidenses depositan su papeleta en la urna o acuden a la estación de voto no eligen directamente al presidente, sino a un grupo de compromisarios estatales que, más tarde, entregan su voto a uno u otro candidato.
El número de compromisarios por estado queda definido en función de su población (California envía 55, Wyoming a 3), y el candidato más votado en cada estado se lleva a todos ellos. Es decir, para acceder a la Casa Blanca no es obligatorio obtener el apoyo de la mayoría de los estadounidenses, sino el apoyo de la mayoría de los compromisarios en el Colegio Electoral (más de 270). Una distinción sutil pero crítica que genera grandes distorsiones, al convertir a un puñado de estados oscilantes ("swing states") en los jueces de la campaña, en plazas donde se dirime todo.
Este proceso provoca dos cosas: por un lado, que los candidatos demócratas o republicanos desistan por defecto de hacer campaña en estados donde pese a ganar muchos votos, en términos absolutos, no tienen opciones de ganar el Colegio Electoral. Son votos tirados a la basura que no suman en su bolsa de compromisarios. Por otro, que los mapas electorales de cada cuatro años dibujen un país profundamente fragmentado. Las costas, azules, ganadas estado a estado por los demócratas. Entre ellas, un mar de estados rojos sin solución de continuidad.
Tales mapas han servido para ilustrar las profundas diferencias que atraviesan a la sociedad estadounidense, la brecha económica, social, psicológica, ideológica, demográfica e incluso emocional entre la América profunda, de raíz conservadora y tradicionalista, y la América costera, elitista, próspera y multicultural. Observando el mapa electoral de 2016, por ejemplo, cuesta no adscribirse a esta teoría: Estados Unidos parece un país irreconciliable, dos mundos paralelos condenados a convivir juntos.
¿Pero es realmente así? La peculiaridad del Colegio Electoral invisibiliza en todos los estados a la otra mitad de la población. Pensemos en Texas, por ejemplo, siempre rojo, sinónimo de estadounidenses ufanos, nacionalistas y republicanos. En 2016 Trump obtuvo el 52% de los votos frente al 43% de Clinton. La mayoría es incontestable, pero no total. Más de 3.800.000 millones de tejanos optaron por el Partido Demócrata. Es un número minoritario, pero muy sustancial. Todos los estados son mucho más diversos y heterogéneos de lo que los mapas dan a entender.
Quizá acuciado por esta idea, Kenneth Field, un cartógrafo estadounidense, ha decidido publicar el libro Thematic Mapping, en el que, entre otras cosas, compara las distintas formas de visualizar Estados Unidos y los distintos relatos que podemos extraer. Uno de sus trabajos más interesantes es este, un mapa gigantesco de las elecciones de 2016 en la que identifica a los 130 millones de votantes mediante pequeños puntos. Imagina una vista de Estados Unidos de noche y desde el espacio. Y ahora colorea cada luz de azul o de rojo en función de lo que cada luz votó en 2016.
El resultado es este.
Se puede explorar a fondo aquí, con un grado de detalle asombroso. La información proviene de los registros censales y demográficos de cada estado, condado y ciudad, de un modo muy similar a los mapas post-electorales españoles donde se analizaba mesa electoral a mesa electoral qué había votado el país. Su resultado visual es muy distinto al mapa al que estamos acostumbrados: no hay gigantescas áreas azules o rojas, no se observa un país roto, sino uno abigarrado y mixto.
En el día a día, esa es una realidad más plausible para la mayoría de los estadounidenses que la sugerida por el Colegio Electoral, con todas sus deficiencias teóricas y prácticas. El mapa de Field (que está más refinado en el libro y cuya versión previa se puede observar aquí) es muy útil para entender los límites de la polarización política e ideológica que vive no sólo Estados Unidos, sino también Europa. Por más que las diferencias sean a priori gigantescas, los hechos sobre el terreno son más matizables.
Así, en torno a las grandes ciudades de todos los estados se observan grandes manchas que oscilan entre el rojo y el azul, confluyendo en un color purpuráceo mezcla de ambos colores. Esto no quiere decir que no exista un fuerte componente racial o de renta en el voto, ni que tampoco exista una evidente distribución espacial en la ideología de los electores (republicanos en zonas rurales y suburbiales, demócratas más concentrados en el centro de las ciudades), sino que los mapas, muy a menudo, engañan. Porque trasladan ideas distorsionadas sobre cómo vivimos.
En última instancia, el mapa de más arriba es un reflejo más fidedigno del voto popular. La suma total de votos de todos los estadounidenses al margen de su codificación en el Colegio Electoral. Aquí los demócratas han ganado casi todas las últimas elecciones. La última vez que los republicanos se impusieron fue en 2004, con George W. Bush. Es decir, la mayoría del país vota demócrata, sucede que en un puñado de estados clave, capaces de repartir compromisarios sustanciales, los republicanos aún pueden ganar. Esta noche podría suceder lo mismo.
Pero en esencia, si algo refleja esta cartografía es que los mundos de republicanos y demócratas están mucho más fusionados que los relatos exóticos que nos llegan sobre la América rural y urbana. Y que el Colegio Electoral es una forma igualmente imperfecta de reflejarlo.
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