Muchos medios antes que nosotros han explicado eso de que trabajamos más días que los que trabajábamos en la Edad Media, sobre todo basándose en los estudios de la economista Juliet Shor, pero creemos que esta investigación de Mario García-Zúñiga, doctor en Geografía e Historia y profesor en la Universidad del País Vasco, ofrece un punto de vista nuevo y más interesante, ya que se centra de lleno en el fenómeno español.
Su propio título es ya de por sí bastante elocuente: “La evolución de los días de trabajo en España, 1250-1918”. Su hallazgo más provocador es que, mientras el habitante íbero medio de antes de la Peste Negra trabajaba 255-270 de los 365 días del año, el español de 1911 estaba trabajando entre 305 y 305.
Ya te adelantamos el matiz: pese a ello, y tomando como valor el número de horas trabajadas al año, los del medievo no trabajaban mucho menos que nuestros abuelos, sino que concentraban menos jornadas pero más intensas. Según el académico, los trabajadores pasaron de trabajar unas 2.400 horas anuales entre 1250 y 1650 a las 2.700 estimadas para finales del XIX. Así, la revolución industrial que, en teoría, nos hizo trabajar brutalmente, apenasañadió 300 horas anuales al cómputo final. Hoy en día, por suerte, el Estatuto de Trabajadores cifra el máximo de horas laborales anuales en 1.826.5 horas. Siempre y cuando estemos registrando debidamente nuestras horas y respetando la ley, claro está.
Pese a esta alegre conclusión, sigue siendo interesante ver cómo ocurrió este fenómeno de pérdida de días de libranza, cuáles fueron las justificaciones de los dirigentes para eliminarlas y cuáles fueron las consecuencias a la productividad nacional por lo que ello puede decir sobre nuestra historia y la cultura laboral.
Ayer, hoy y siempre: los poderosos creen que los trabajadores tienen demasiado tiempo libre
García-Zúñiga explica lo difícil que fue con dar con fuentes robustas para sus cómputos, ya que los estatutos gremiales de las épocas y regiones recogían cosas muy variadas. Por eso para su metodología sólo se ha fijado en las “fiestas de obligado precepto que proporcionan las constituciones sinodales y los calendarios eclesiásticos” de las distintas diócesis de nuestro territorio, ya que son las que, por leyes tanto canónicas como monárquicas, era obligatorio cumplir. Es un marco que peca de celo, el máximo teórico de días no laborables que había al año, y hay que tener en cuenta que también había otros días laborables en los que no trabajaban, como pasaba con las fiestas monárquicas (casamientos, natalicios, etc) o las fiestas por hitos bélicos.
¿Cuándo y por qué empiezan a cambiar las cosas? Aunque ya empezó a haber cambios a mediados del siglo XV, el mayor impulso se produjo los años 1640, cuando, como en el resto de la Europa católica, se inicia una progresiva reducción del calendario festivo. Se produce una confluencia de factores: los obispos trataban de conciliar las tradiciones con las nuevas exigencias del trabajo, cada vez más urbano y menos agrario, y dado que los calendarios litúrgicos cristianos anteriores se adaptaban más a los tiempos que marcaba el campo que las industrias o artesanías. También en ese tiempo habían caído pronunciadamente los salarios y el poder adquisitivo de las familias (según García-Zúñiga al menos en parte por el aumento de la presión demográfica), por lo que la gente tenía que trabajar más para hacer el mismo dinero que antes.
Al parecer los primeros en empezar a hacer cambios fueron los obispados con más fiestas: en las constituciones sinodales de Salamanca y Zamora había 110 días de guardar frente a los 95 de la de León-Astorga. Ante la gran variabilidad de fiestas de las diócesis de toda Europa, el Papa Urbano VIII manda un bula en 1642 para limitar un máximo de 87 fiestas en cualquier diócesis católica. Para mediados de 1700, en casi todos los países el calendario festivo habría quedado en unos 25 días de fiesta, domingos aparte.
Al parecer las justificaciones de las históricas y progresivas rebajas de los números de días de libranza “apenas han cambiado desde el siglo XIII”. Prelados y monarcas, católicos y protestantes, siempre han argüido alguna de las siguientes causas para el recorte: el exceso de fiestas reduce los ingresos de los trabajadores, demasiada jarana es mala porque fomenta la embriaguez, el adulterio y el juego, y también, por haber tantas fiestas, hay una “pérdida de respeto e inobservancia” de las liturgias. Siempre los mismos argumentos, invariablemente de si había en aquel momento 100 días de fiestas al año o 60.
¿Trabajan más protestantes que católicos? No necesariamente, e influye mucho tener un mal tejido productivo
Se produjo, eso sí, un argumento nuevo tras el siglo de las luces: con la ética protestante weberiana se observó que los países protestantes tendían a ser más prósperos que los católicos. Algunos economistas de la época empezaron a apuntar a la llamada piedad católica como fuente de pérdida de productividad, señalando a las numerosas fiestas, romerías y misas obligatorias como horas que perdían las economías regionales, e incluso el propio Benedicto XIV dio por válida esta visión en los escritos de mediados del siglo XVIII que justificaron el nuevo recorte de fiestas.
Según García-Zúñiga, sin embargo, se trató de un mal diagnóstico: en el paper se recogen los días potenciales de trabajo en los principales países católicos y protestantes de Europa entre los siglos XVI y XX, y las diferencias no son demasiado significativas (hay incluso períodos donde se trabaja menos en Inglaterra que en Francia o España). Pese a ello, políticos y viajeros extranjeros de la época amaban fomentar la literatura de la decadencia española por razón de “muchedumbre de fiestas”.
¿Qué sucedía entonces en realidad? Algo muy parecido a lo que sucede en nuestra era: en muchas partes de Italia y España había un exceso de desempleo, subempleo, baja productividad y atraso técnico. El problema no es que los trabajadores descansasen, sino que no había trabajos buenos que acometer por parte de un buen porcentaje de la población.
España arrastraría por mucho tiempo estas carencias estructurales, y aunque a partir de los años setenta del siglo XIX hubo un boom de industrias, lo tardío de su industrialización y la falta de dinamismo de las ciudades, sumado a un creciente aumento demográfico, seguirían siendo freno para la riqueza del país y sus habitantes. El sector empresarial siguió presionando por una reducción de los días festivos y en 1867 se suprimieron definitivamente las medias fiestas, días en los que había que ir a misa por unas horas y luego a trabajar. A partir de ese momento se alcanzó en España el estándar moderno de en torno a 300 días anuales, con empresas como las siderúrgicas vascas en las que los operarios estaban ya trabajando 3.000 horas al año. Sin embargo, la competitividad de nuestra industria con respecto a Europa no mejoró.
our world in data
A partir de ese momento empezarías las luchas obreras en un proceso que alcanza hasta nuestros días: las 62 horas semanales de principios del XX se convirtieron en las 40 decretadas tras la Huelga de La Canadiense en 1919, cerrando así un círculo que, pese a todos estos grandes cambios analizados, es una evolución que se ha movido en unos márgenes muy estrechos: “no resulta descabellado situar en 2.700 las horas anuales de trabajo en 1918, 300 menos que en 1900 (una reducción de en torno al 10 por ciento) y más o menos las mismas que se habían trabajado entre 1250 y mediados del diecisiete”.
Ya dejamos para otro artículo si se nos hace o no más penoso trabajar tantas horas pero a lo largo de más días al año y si 40 horas semanales no son ya de por sí demasiadas en un contexto de economía del conocimiento.
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