El mundo está compartimentado en Estados, territorios cerrados donde los gobiernos respectivos ejercen lo que llaman “soberanía nacional”. Para la mayor parte de la humanidad esta definición teórica significa en la práctica que un dictador ejerce poder absoluto sobre su amedrentada población hasta donde llega el poder del dictador vecino.
Las líneas de separación son a veces auténticos territorios sin ley, reinos de la arbitrariedad o asoladas tierras de nadie entre naciones en guerra fría o caliente. Su visita turística no es recomendable, pero en un viaje motociclista alrededor del Mundo resulta imposible evitarlas y practicar lo que podría ser considerado como un nuevo deporte de aventura.
Los que se pisan la cola
Entre Estados Unidos y México existe una larga frontera cuyas mejores defensores son el desierto, las serpientes de cascabel y los coyotes. En mi viaje estadounidense de costa a costa bordeé la desolada curva que forma el Río Grande, la “Big Bend”. Fui interceptado repetidas veces por la temida “Migra”, la policía de fronteras norteamericana. A los agentes les causaba perplejidad un pasaporte español. ¿Qué demonios hacía yo por allí?
En la chicana población de Tecate nadie me pidió el pasaporte. Lo primero que encontré en México fue una sucursal del Banco Santander y un puesto de los mejores tacos que haya probado. Me dirigí al encargado y le pregunté por la seguridad. El tipo me miró con cierta sorna y me preguntó si me refería a las altísimas cifras de asesinados en Ciudad Juarez, a pocos kilómetros de allí, y que tanto aterrorizan a los norteamericanos. “Bueno”, me dijo, “Acá está tranquilo. Lo que ocurre es que esos que paran en los cubos de basura son de los que ya se andaban pisando la cola”.
El valor de un presidente
Las fronteras africanas son un caos. Tumultuosas y animadas, parecen ferias con cientos de buscavidas ofreciendo sus servicios como cambistas o gestores de ocasión que faciliten los trámites burocráticos. En mi periplo hacia Ciudad del Cabo quise entrar en Zimbawe, un país en descomposición. En el paso de Chirundu topé con un agente de policía que no quería dejar pasar la moto pues, según decía, podría ser robada.
Estábamos dentro de una habitación cerrada y oscura. Incrédulo le miré y le propuse la intermediación de un presidente americano. “¿De cuál de ellos estamos hablando?”, preguntó con un palillo asomando entre los dientes. “¿Qué tal Andrew Jackson?”, sugerí. “No, ese no me vale, mejor Ulisses. S Grant”. Y así fue como el presidente cuyo rostro aparece en los billetes de cincuenta dólares me ayudó a cruzar. El poder de convicción del bueno de Jackson, quien adorna los de veinte, resultó muchísimo menor.
En tierra de nadie
Las fronteras más difíciles separan las antiguas repúblicas soviéticas. Intenté entrar en Kazajstán sin visado. Un ejército de militares con inmensas gorras de plato y flamantes entorchados me lo impidió. Tras hacerme firmar una autoinculpatoria e ininteligible declaración, me pusieron de patitas en la tierra de nadie.
El comandante del lado ruso no quería dejarme regresar. La visa turística había expirado al salir. “Tiene usted un problema. Nadie le quiere en Asia Central”, me dijo rascándose el cogote. Contesté que estando todavía bajo su jurisdicción, éramos dos quienes teníamos un problema. Tras unos instantes de duda, masculló algo que tomé por un “A mí no me toque las narices. Regrese a Rusia y complíquele la vida a otro funcionario”.
Líneas calientes
Para bañarse en las playas del norte de Chipre, Estado miembro de la Unión desde el 2004, hay que cruzar una línea divisoria protegida por Naciones Unidas a raíz de la invasión turca de 1974. Por el paso de Nicosia penetré en la República Turca del Norte de Chipre, reconocida exclusivamente por la Organización de la Conferencia Islámica.
Enormes banderas rojas con la media luna blanca me recibieron. Turquía está omnipresente. Las condenas internacionales parecen servir de poco. Pero la ocupación no es la única causa de privación de soberanía de los chipriotas sobre su propia isla. La Pérfida Albión, antigua potencia colonial, mantiene desde 1961 dos bases militares que suponen el 5% del territorio.
Asia Menor, el laberinto
En Asia Menor están cerradas las fronteras Turco/Armenia, Armenia/Azerbaijana y Ruso/Georgiana; hay tropas rusas ocupando el territorio georgiano de Osetia del Sur y soldados armenios consolidando la fantasmagórica república de Nagorno Karabaj en Azerbaiján, a cuya capital, Bakú, llegué en un irregular ferry que cruza el Caspio cada siete días.
La declaración de aduanas llevó cinco horas. La frontera Georgiana de Lagodekhi, sin embargo, supuso un alivio burocrático. Los europeos no necesitan visado y el gobierno ha hecho sinceros esfuerzos contra la corrupción. “No vaya más al norte”, me advirtieron, “Los rusos están a veinticinco kilómetros”. Los georgianos que encontré en el primer figón curaban con vodka la resaca de la fiesta nocturna. Amaban a Sarkozy. El único mandatario occidental que se plantó en la capital cuando Rusia invadió el país en 2008.
El templo usurpado
En Líbano oficialmente el control lo tiene el Ejército Libanés, desplegado en innumerables puestos de carretera, pero pronto se descubre que las verdaderas fronteras son interiores, como las que jalonan el Valle de la Bekaa, cuya capital, Zhale es la ciudad católica más grande en un país árabe.
A treinta y cinco kilómetros está Balbeck y su fabuloso templo romano. Es territorio de Hezbolla. En las maravillosas ruinas, patrimonio de la Humanidad, los terroristas usan a su antojo una sala aneja para proselitismo y exhibición. Los turistas occidentales compran elegíacas camisetas del grupo y se embadurnan de barniz islámico revolucionario.
Prohibido fotografiar
Jordania es la única vía de acceso a Israel por carretera desde el norte. La paz de 1994 es inestable y el Jordán está militarizado. Lo recorrí desde el Mar Muerto hasta la frontera de Sheikh Hussein a 90 kilómetros de Amman. Los soldados de guardia se asomaban cuando oían mi motor y me saludaban afablemente.
En el paso fronterizo, los árabes israelíes que lo cruzan cambian las matrículas de sus coches para que no se reconozca su procedencia. En el puente me bajé de la moto para tomar una foto del río. Segundos después estaba rodeado de tres fornidos jóvenes con gafas oscuras y M16. Tenía delante al Mossad en pleno preguntándome qué diantres estaba fotografiando. Preocupación curiosa en un mundo donde Google Earth pone los satélites espías a disposición de cualquiera.
En Belén
Belén, o Bethelem, está al otro lado del muro que rodea los Territorios Palestinos. No topé con ningún puesto de control hasta las mismas puerta de la ciudad, donde me detuvieron los milicianos de Al Fatah.
Intentaron hacerme retroceder advirtiéndome de los problemas de seguridad. Cuando llegué a la Iglesia de la Natividad la encontré llena de turistas. Para ellos no había tales problemas, quizá porque ellos sí pagaban religiosamente las altísimas tarifas de los pocos taxistas árabes autorizados a cruzar a Cisjordania.
Souvenires arriesgados
Habiendo visitado Israel será imposible entrar en la mayoría de países musulmanes. Está permitido pedir en la aduana el estampillado en papel aparte. Pero esta precaución a veces no basta. Siempre hay quien comete errores involuntarios, como la falta de higiene y la afición a los souvenires. Así le pasó a otro viajero que conocí en el buque que nos sacaba de Haifa.
Se quejaba el pobre de que aún teniendo el pasaporte inmaculado no le había dejado regresar a Siria. “Tal vez” le dije con suavidad, “aquel día hubieras debido dejado para lavar esa camiseta de “I love Jerusalem” que no te quitas desde hace días.”
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