El gobierno turco ha tenido que liberar a más de 30.000 presos comunes. En sus cárceles no hay espacio para más reclusos. La escalada de detenciones y juicios rápidos desde el pasado golpe de estado, cuya alargada sombra va a moldear la política turca durante cierto tiempo, ha provocado que las prisiones del estado revienten. A falta de espacio, Recep Tayyip Erdoğan, presidente superviviente de Turquía, ha optado por la más sencilla de sus soluciones: liberar al ladrón y al estafador, encarcelar a sus rivales políticos.
La decisión de Erdoğan es tan sólo la última en la larga lista de acciones que han puesto cerco a la oposición en Turquía. El presidente turco ha recrudecido la deriva autoritaria de su ejecutivo, dirigiendo a Turquía, ahora de forma firme e indudable, hacia un estadio intermedio entre la democracia liberal y el autoritarismo. Un espacio difuso, objeto de discusión histórica y política desde hace dos décadas, en el que un país cuadra tan mal dentro del liberalismo democrático occidental como dentro del término "dictadura".
Los acontecimientos de Turquía son, acaso, un ejemplo paradigmático de un proceso que arrastra a países de todo el orbe. Antaño en América Latina y el Sudeste Asiático, hoy recién aterrizados en Europa del Este y Occidental, fruto de las fuertes convulsiones a las que el orden liberal y democrático tradicional se está viendo sometido desde hace un lustro, las democracias no liberales, o democracias iliberales, como las definiera Fareed Zakaria en Foreing Affairs hace dos décadas, tienen el aspecto formal de la democracia (refrendos, elecciones) pero carecen de los elementos clásicos del liberalismo (plenas libertades).
Apariencia democrática, libertades limitadas
Es indudable, por un lado, que Recep Tayyip Erdoğan es el presidente democráticamente elegido por el pueblo turco. Al margen de menores irregularidades, las últimas elecciones le han proporcionado una amplia y sostenida mayoría a lo largo y ancho del país. Sostenido sobre los votos del interior turco, pese a su erosión en los grandes centros urbanos, a duras penas puede decirse que Erdoğan no es el presidente preferido por los turcos. Sin embargo, sus acciones y la dirección de su gobierno, imponiendo límites a la prensa, a la libertad de expresión en las redes sociales o a la libertad de reunión, se aleja del tradicional liberalismo.
Es un patrón común y gradual, como explicaba en su momento Zakaria, que va desde el carácter prácticamente dictatorial de Alexander Lukashenko en Bielourrosia o del difunto Saparmurat Niyazov en Turkmenistán a gobernantes que aún se esfuerzan en mantener las formas democráticas, pese a que sus tareas legislativas hayan minado de forma sistemática algunos derechos fundamentales consagrados en la constitución. El último caso, más laxo pero más preocupante por darse dentro de los límites de la Unión Europea, le corresponde a Polonia y Hungría, a los gobiernos de Prawo i Sprawiedliwość y Viktor Orbán.
Volvamos a Turquía. En The Conversation, Natasha Ezrow, académica de la Universidad de Essex, se pregunta si Erdoğan está ya más cerca de la dictadura que de la democracia. Su respuesta es el término medio, el régimen híbrido donde se permite cierta libertad de acción a los ciudadanos y se mantienen las elecciones democráticas mientras se desmantela el aparato de justicia independiente, se centralizan todas las áreas del gobierno (a nivel horizontal y vertical) y se anula progresivamente la separación de poderes, todo ello reforzando niveles moderados de censura, represión y coerción.
Turquía, indudablemente, está retrocediendo.
¿Pero hacia dónde? El influyente ensayo de Zakaria advertía que, contrariamente a lo que habíamos sopesado de forma tradicional en Occidente, democracia y liberalismo constitucional no siempre van de la mano. Antes que la meta inevitable de la democracia, era sólo una variante. Así, si bien el liberalismo constitucional ha conducido a la democracia, la democracia no tiene por qué conducir al liberalismo. La tesis es discutida por otros académicos que deniegan el estatus democrático a países como Kazajistán, pero ilustra bien hasta qué punto la historia no es en absoluto determinista.
Occidente ante su propia encrucijada
La caída del muro de Berlín indujo a muchos a pensar en el fin de la historia y en la victoria final de la democracia liberal, al menos en Occidente, donde la economía de mercado se entrelazaba con un sistema garante de las libertades individuales de los ciudadanos. Europa y Estados Unidos habían experimentado durante decenios con el liberalismo (que no con la democracia, como atestigua la totalidad del siglo XIX), pero el fin del bloque soviético y el surgimiento de sistemas liberales en el Este ponía fin a la competencia, al modelo alternativo.
Casi tres décadas después de 1989, la situación en el seno de la Unión Europea y de Estados Unidos prueba lo aventurado del juicio. En Europa el paradigma es Orbán, un político, presidente de Hungría investido con el apoyo mayoritario del pueblo húngaro, que jamás ha ocultado que su ideal político es la democracia iliberal. Orbán se permite tales declaraciones porque su virtud, como gobernante, es la de hombre fuerte capaz de liderar a una nación cuyos votantes la sienten amenazada. Lo relevante no es tanto el pulcro respeto a las libertades civiles como el orden y la seguridad durante tiempos turbulentos.
A Orbán le han seguido otros gobiernos de Europa del Este. Es el caso de Polonia, donde las últimas reformas constitucionales tienen el poder de anular a la prensa y minar la separación de poderes o la independencia de la justicia. El país católico, el más poderoso más allá del telón de acero, ha entregado de forma regular el poder al partido Ley y Solidaridad, dirigido aún desde las sombras por el hermano Kaczyński superviviente. Un discurso anti-inmigración, ant-elitista y de carácter nacionalista y populista le ha valido el gobierno desde 2015.
Situaciones similares se dan en otros puntos de la geografía europea, como Eslovaquia, pero también ensombrecen a otros partidos de carácter autoritario como el Frente Nacional francés. Como vimos en su momento, las comparaciones con el fascismo son insuficientes e inútiles, dado que ninguno de los partidos o gobernantes citados aspira a eliminar la democracia al modo de las dictaduras de los años treinta. Al contrario, persiguen objetivos dentro de los límites de la misma, pero adoptando un corte más autoritario y políticamente fuerte.
Estados Unidos no es inmune al proceso. Presionados por la decadencia económica, el desencanto con la clase política y una generalizada sensación de inseguridad e irrelevancia, un número significativo de votantes americanos han optado por apoyar a Donald Trump. Un profundo estudio de Vox reveló que muchos de ellos tenían preferencias autoritarias. No significa que prefieran una dictadura frente a una democracia, sino que optan por un gobernante fuerte capaz de adoptar políticas al margen de sus consecuencias en los derechos de otros ciudadanos (como los inmigrantes, por ejemplo).
De fondo, la difusa definición de "democracia"
Los híbridos democráticos, en los que una masa de ciudadanos disfruta de un grado relativamente amplio de libertades mientras acepta aspectos autoritarios de su gobierno en aras de preservar la estabilidad, la seguridad y su prosperidad económica, se multiplican en Occidente. También en otras partes del mundo. La mayor parte de ex-repúblicas soviéticas fuera de Europa, incluyendo a la Rusia controlada por Vladimir Putin y Rusia Unida desde 1999, pueden ser definidas como democracias iliberales. Otros países latinoamericanos entrarían en el saco. En el fondo, es un problema de difusa definición.
¿Es Irán, un país donde existe la participación política por parte de los votantes pero que al mismo tiempo encuentra contrapesos autoritarios y fundamentalistas, una democracia o una dictadura? ¿Qué hay de Singapur o Hong Kong, ejemplos de autocracia liberal donde la carencia de elecciones se complementa con un amplio grado de libertades civiles o administraciones neutrales? Como argumentaba un discutible ensayo de The Atlantic sobre el futuro de la democracia en Oriente Medio (iliberal y religiosa), quizá busquemos respuestas propias, occidentales, a desarrollos políticos que no han de seguir los mismos pasos.
De fondo, resta una pregunta fundamental: ¿qué pasa cuando un pueblo decide, por medios democráticos, no ser liberal? En Europa y Estados Unidos la pregunta es inquietante, porque por primera vez en décadas tiene visos de responderse.
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