Cataluña vivió ayer su enésima jornada histórica de los últimos años, una que, por primera vez, no protagonizó el independentismo. Fueron las fuerzas unionistas las que salieron a las calles de Barcelona a desbordar una manifestación por la unidad del estado y que pusieron sobre la mesa una de las cuestiones largamente ignoradas por el procés: qué pasa con todos los catalanes que no quieren independizarse.
Hasta ahora, el debate público y la escenificación callejera habían sido enteramente capitalizados por el nacionalismo catalán. De forma excepcional y tras progresivas señales previas, fue el nacionalismo español el que logró concentrar a centenares de miles de personas en una larguísima marcha culminada con los discursos de Josep Borrel y Mario Vargas-Llosa. Un acto que buscaba expresar la otra realidad de Cataluña y que pretendía derrumbar el discurso independentista.
La idea de "un sol poble", repetida hasta la extenuación por Puigdemont y otros dirigentes catalanistas como forma de reafirmar la unidad indivisible y la voluntad única de sus ciudadanos, es matizable. Y si bien es innegable que una gran parte de Cataluña aboga por la independencia, se moviliza de forma masiva y clama por un referéndum, también lo es que el independentismo no ha sabido o no ha querido responder a datos que ponen en peligro su relato.
¿Medio millón? de personas en Barcelona
Gran parte de la conquista del relato independentista se manifestaba anualmente en las calles. De forma literal, las grandes, inauditas y masivas escenificaciones callejeras del independentismo dominaron el debate durante cinco años. La organización, firmeza y consistencia de las marchas y de los actos festivos cada once de septiembre hablaban de un movimiento insoslayable. Si no hegemónico, al menos capital para afrontar el problema.
Desde entonces, el gobierno central ha hecho caso omiso. Y en una interesante vuelta de tuerca, el Govern, si declara la independencia de forma unilateral como se espera, hará caso omiso igualmente de las más de ¿500.000 personas? (los cálculos varían entre los 350.000 y el millón) que abarrotaron las calles de Barcelona para pedir lo contrario: la no ruptura de país, la no apuesta por la independencia.
El unionismo no se había movilizado más allá de las elecciones. No había tomado las calles, no contaba con un tejido asociativo tan potente como el independentismo. De un modo u otro y cinco años después del inicio del procés, la situación ha cambiado: la inmensa demostración de fuerza, tan comparable a las marchas de cada 11 de septiembre, habla de otro movimiento insoslayable y de otra realidad difícil de ignorar dentro de Cataluña.
De la "voluntat de un sol poble" que se articula en torno a preferencias diversas, y que no es en absoluto homogénea.
El 52% de los votos en las últimas elecciones
Quizá el argumento principal para poner en paños calientes el unilateralismo adoptado por los partidos independentistas desde las elecciones de 2015: no hubo una mayoría de votos a favor de los partidos secesionistas, aunque sí la hubiera de escaños (veleidades de un sistema electoral que beneficia a comarcas rurales con menos población).
El 52% de los votos fueron para partidos que o bien se posicionan abiertamente en contra de la independencia (como PSC, PP o Ciudadanos, segunda fuerza mayoritaria en el Parlament) o bien apoyan un proceso negociado sin manifestar preferencia sobre la independencia o sobre la permanencia (como Catalunya Sí que es Pot). Más de la mitad del electorado en la única foto fiable (a falta de un referéndum legal) sobre el estado de la cuestión.
Aun descontando a los comuns, son más de 1.700.000 votantes los que explícitamente votaron en contra de continuar con el procés. Y sumándolos, fueron alrededor de dos millones de catalanes los que no sancionaron el "plebiscito" informal convocado por la Generalitat. Aquellas elecciones manifestaron una clara división de preferencias entre el electorado, y si bien mostraron la robustez del bloque independentista, también mostraron la solidez del unionista.
Pese a todo, el Govern siguió adelante con su proyecto.
Una limitada participación en los referéndums
El tercer elefante en la habitación del proyecto independentista, o de la DUI que plantea Puigdemont para mañana o quizá más tarde, es la escasa tracción de las dos consultas por la independencia. La primera, la del 9-N (sin represión policial ni actuaciones jurídicas para detenerla), se saldó con entre un 37% y un 41% de participación (en función de los cálculos), y la del 1-O con un 43%.
En ambos casos el apoyo a la independencia fue abrumador. Lo que revela que su participación se limitó a quienes estaban de acuerdo con la independencia, y a un boicoteo masivo por parte del unionismo catalán. En perspectiva, sólo alrededor del 37% del censo apoyó la independencia hace dos domingos. Un número impresionante, más aún en el duro contexto de las cargas y la violencia policial, pero lejos de una hegemonía clara que sancione la DUI.
Y la consistencia en cada consulta o en cada elección indica que hay un techo de cristal.
Los tres datos en conjunto y la evidente afluencia masiva de la marcha pro-unionismo de ayer revelan que, cinco años después, hay dos bloques bien definidos en Cataluña. Y que al músculo callejero, a la intensidad asociativa y a la capacidad organizativa del independentismo le sucede otra mayoría social igual de potente. Sin embargo, tanto los políticos partidarios de uno y otro lado han actuado hasta hoy como si la otra realidad no existiera.
¿Podrá cambiar la manifestación de ayer eso? Parece improbable.
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