La Unión Europea está en crisis. No es ninguna novedad. El precario diseño institucional del espacio comunitario, fraguado en gran medida en Maastricht hace ya casi tres décadas, estuvo a punto de saltar por los aires a mediados de esta década. La crisis económica primero y la volátil crisis del Euro después supusieron un punto de no retorno. Desde entonces, los líderes europeístas lidian con diversas crisis, todas ellas de carácter urgente, en un escenario de pura desafección.
Quizá el ejemplo más evidente sea Reino Unido. El país, impulsado por un movimiento euroescéptico reacio a toda relación con los hechos empíricos pero inteligente a la hora de activar los mecanismos emocionales de los votantes, optó por marcharse de la Unión hace ahora dos años. Desde entonces, los dirigentes británicos han vivido en primera persona el arduo camino que separa del corazón de Bruselas a los márgenes de la comunidad europea. Un trayecto repleto de fracasos.
Pero en muchos sentidos, Reino Unido era la excepción, un verso suelto jamás comprometido del todo con el proyecto comunitario. Su salida, de forma relativa, entraba dentro del horizonte de sucesos de los dirigentes europeos. Otras tendencias de fondo, sintetizadas ahora tras años o décadas gestándose en segundo plano, resultan más preocupantes: son los enanos crecientes de la Unión Europea, los otros potenciales problemas que acechan en forma de estados desafectos.
¿Pero cuáles y de qué modo? Cada país rebelde adopta diversas formas. Los hay repentinamente soliviantados, como Italia, y los hay progresivamente descontentos, como Países Bajos. Los hay anclados a la deriva autoritaria, como Hungría o Polonia; y los hay aún nítidamente conectados a la Unión Europea, pero testigos de crecientes movimientos euroescépticos en su interior, como Francia o Grecia. Entre tanto, el resto de crisis estructurales y globales de la Unión.
He aquí un breve listado de los problemas-estado de Bruselas.
Italia: Salvini avivando incendios
El papel de Italia dentro de Europa es crucial: es el ancla al Mediterráneo, aquel cuya capital firma el nombre del tratado fundacional de la Unión tal y como la conocemos y un actor de importancia histórica en la construcción europea. Durante décadas, los sucesivos gobiernos de la Democracia Cristiana que llegaron al Quirinale no pusieron en duda el compromiso italiano con Europa. Tampoco los inestables ejecutivos surgidos tras el derrumbe de la Primera República.
Hoy la situación es muy distinta. Al frente del ejecutivo se encuentran dos partidos de nítido euroescepticismo: el Movimento 5 Stelle, una formación populista cuyo corazón discursivo apunta hacia las élites italianas y europeas; y la Lega, un partido xenófobo obsesionado con la cuestión migrante y alineado con las tesis más radicales del Frente Nacional o el FPÖ. Desde su acceso al gobierno, ambos han dado muestras de torpedear la relación de Italia con la UE.
Aquí juega un papel clave Salvini. Su frontal oposición a acoger más refugiados (concretada en la muy polémica gestión del Aquarius, finalmente recibido en España) es extrema y se nutre de raíces racistas, pero resuena con una población italiana que se siente aislada del proyecto europeo. O más bien abandonada. Durante la última década, Italia ha recibido más inmigrantes que el resto de sus vecinos, muy poco abiertos a compartir la carga que sufre por su posición geográfica.
Lo crudo de la crisis económica, las diferencias territoriales tradicionales italianas y la carencia de soluciones ofertadas por Bruselas desde el recrudecimiento de la crisis migrante han sido utilizados por la Lega y por el M5S con inteligencia. Las encuestas muestran que una gran mayoría de los votantes italianos ya no están conectados al proyecto europeo. Salvini y Di Maio ya representan dos quebraderos de cabeza en la Unión, y es previsible que supongan un obstáculo quizá inasumible a la reforma del protocolo de Dublín que desea impulsar Merkel.
Italia es el obstáculo en el camino, ahora evidente y palpable, hacia la reforma de la política migratoria y de refugiados de la Unión. La agenda más importante de la mayor parte de los estados europeos.
Países Bajos: el recelo discreto
Si la situación italiana ha germinado ahora tras décadas cocinándose a fuego lento, el caso holandés está matizado por un sinfín de detalles más sutiles. La vida política neerlandesa ha virado poco a poco hacia el euroescepticismo, impulsada también por la cuestión migratoria. El ejemplo más explícito de todo ello es Geert Wilders, el Mozart de la ultraderecha cuya propulsión electoral se vio limitada en las elecciones de hace un año. Sigue aislado y no tocará poder.
Sin embargo, para muchos analistas y políticos europeos Wilders ya ha ganado. Por un motivo simple: ha empujado al resto de partidos conservadores hacia las posiciones que él defiende. El ejecutivo de Rutte, de cariz conservador-moderado, ha sido uno de los más vocales en su oposición al reparto de cuotas de refugiado. En su momento, también abogó por una reprimenda dura a Grecia a consecuencia de su desorbitada crisis de deuda. Holanda hoy es un halcón duro de roer.
Sobre el papel, como ilustra Pablo Suanzes: el gobierno de Rutte se opone hoy al paquete de reformas sobre la Eurozona; a las negociaciones de la Unión con potenciales miembros como Albania o Ucrania; a las posibles reformas sobre la política migratoria del bloque; y al documento planteado el año pasado por Francia y Alemania para "profundizar" en la integración política y monetaria de la Unión Europea. Es decir, se opone a una UE más grande.
En cierta medida, Países Bajos ha adoptado un rol de vigilante de los desmanes burocráticos y políticos de la UE, un papel de contención que antes desempeñaba Reino Unido. Contrasta con planteamientos más europeístas de sus socios fundadores, como Francia o Alemania, y representa un escollo relevante a la hora de expandir las competencias y las atribuciones de la Unión Europea (solución que algunos juzgan indispensable para resolver la crisis existencial del bloque).
Es un recelo gestado poco a poco, sin demasiadas estridencias ni titulares, pero que escora a Países Bajos hacia posiciones leoninas en un puñado de cuestiones clave.
Polonia y Hungría: el camino autoritario
Viejos conocidos en los infinitos quebraderos de cabeza de las autoridades europeas. Polonia y Hungría representan las resistencias hostiles al proyecto democrático e integrador de la Unión Europea. Sus devenires recientes, sin embargo, las han situado en una posición a ratos marginal, sintetizada en reprimendas públicas o en sanciones abiertas. El caso más relevante, por lo ascendente de la situación, quizá sea el de la Polonia de Prawo i Sprawiedliwość.
El próximo 3 de julio entrará en vigor la ley constitucional mediante la que el líder en la sombra del país, Jarosław Kaczyński, pretende dinamitar la independencia del sistema judicial polaco. La maniobra es similar a la ejecutada con anterioridad por otros gobiernos autoritarios e iliberales del continente o de su periferia (la propia Hungría, Turquía, Rusia), y representa una brecha total con los principios democráticos y fundacionales de la Unión Europea.
Tan es así que la Comisión y el Parlamento han hablado en abierto sobre la posibilidad de activar el artículo 7 del Tratado de Lisboa a Polonia. Se trata de una medida inédita en la historia del bloque. Implica la suspensión de diversos derechos de un estado miembro concreto al romper algún elemento crítico del equilibrio democrático. Aún sin activar, los líderes europeos continúan reuniéndose durante estas semanas con los polacos para encontrar una solución pactada.
Polonia podría quedar así vetada de voz y voto, amén de financiación comunitaria, si continúa con su reforma judicial. La cuestión, como se analiza aquí, representa una batalla existencial para la Unión Europea: no es un mero equilibrio este-oeste, ni más integración-menos integración, sino un abierto desafío a sus reglas más elementales. La deriva euroescéptica, xenófoba y autoritaria de Polonia, la economía más importante del Este de Europa, representa en muchísimos sentidos el fracaso de la UE para permear al completo las costumbres políticas de los estados post-comunistas.
Sea cual sea el destino de Polonia, Hungría parece encaminado al mismo. El gobierno de Viktor Orbán no es ajeno a los tejemanejes autoritarios de sus colegas polacos, y lleva la delantera en numerosos aspectos. De ahí que los parlamentarios ya hayan abierto el camino para nuevas sanciones a Hungría. De escalar, la situación podría conducir de igual modo hacia medidas más gravosas. Orbán es un auténtico verso suelto dentro de todos los líderes europeos.
Ambos estados suponen una pesadilla para la UE, un proyecto que nació para prevenir a Europa de reincidir en las tendencias autoritarias. El caso polaco podría escalar con rapidez: su presidente ya ha tonteado con la posibilidad de un referéndum de permanencia.