Edward Lodewijk Van Halen, conocido popularmente como Eddie Van Halen, ha muerto hoy a los 65 años de edad. Su temprano fallecimiento se debe al largo padecimiento de un cáncer de garganta diagnosticado por primera vez hace casi veinte años. Para entonces, durante los primeros compases del siglo XXI, Van Halen ya era una reliquia musical del pasado. El tótem de una época y un lugar, los años ochenta y el Hair Metal, interpretados ya en clave de extravagancia y nostalgia.
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que Van Halen lo fue todo. El grupo más grande del mundo. La sensación que arrasaba allá por donde pasaba. La culminación del rock de estadio, meteórico y ampuloso, siempre dos pasos por delante de su propio sentido del ridículo. Más allá de un puñado de canciones ("Jump", "Panama"), Van Halen sólo tenía sentido sobre un escenario. Era allí donde las acrobacias visuales y sonoras se conjugaban a la perfección con el sentido del espectáculo de la banda.
Dada la temática (un rock hipermasculinizado plagado de melenas cardadas y solos de guitarra demenciales) y la época (años ochenta, el culmen del género como acontecimiento vital, como espacio de encuentro generacional, como factoría de ídolos; una serie de circunstancias que alcanzarían su punto culminante en aquella década y que no se volverían a repetir jamás) no es de extrañar que Van Halen, su máximo exponente, aglutinara todos los vicios y clichés de las estrellas del rock. Absolutamente todos.
Y entre ellos, uno brilla por encima de los demás: las exigencias caprichosas en su camerino y modus vivendi, las peticiones que rozan lo demencial y lo ridículo. Ejemplos los hay a raudales. Desde imitadores de Bob Hope y un entourage de siete enanos, atribuido a Iggy Pop, hasta las 50.000 abejas vivas supuestamente exigidas por Slayer, pasando por peticiones más pedestres, como el guacamole exquisitamente en su punto de Jack White o la omnipresencia del bacon en los menús de Metallica.
El grado de extravagancia varía, pero todos los grupos, al menos los más grandes, cuentan con un listado de demandas que transmiten a los promotores de sus conciertos antes de su actuación. Las demandas se aglutinan en un documento conocido como "tour rider", y en él se incluyen las condiciones de alojamiento y mantenimiento (el listado de comodidades que debe incluir el camerino) y los requisitos técnicos mínimos que debe ofrecer el organizador para la óptima ejecución del concierto (material, sonido, imagen, atrezzo y un largo etcétera).
Como quiera que Van Halen, en la cima de su poder, tenían la potestad de exigir cualquier cosa, su rider se convirtió en un pequeño objeto de culto para la memoria del rock. En particular por un detalle: la banda siempre exigía tener a su disposición un cuenco de M&Ms para su uso y disfrute, pero sin los marrones. El primer requisito parece sencillo, pero el segundo tan sólo podía explicarse bajo el capricho inmaduro de un grupo de estrellas acomodadas. ¿Quién en su sano juicio obliga a semejante tarea, apartar uno a uno los escasos caramelos marrones de la bolsa?
Tamaña exigencia sólo parecería racional si se tratara de los dátiles siempre presentes en los cocktail de frutos secos salados. Pero no aquí.
La explicación del capricho
El listado de demandas era amplio. Por ejemplo, Van Halen exigía una "selección" de quesos frescos, entre los que destacaban la mozzarella, el cheddar o el brie. También un amplio volumen de "verduras", desde la zanahoria hasta el brócoli, dos ingredientes tradicionalmente ajeno a la mitología de la estrella del rock. Los promotores debían proveerles con un exigente surtido de frutas (destacando y subrayando la necesidad de contar con plátanos enteros), café, agua, té (siempre calientes), infusiones, hierbas aromáticas, limones (doce, para más señas).
Por supuesto, también algo de picoteo. Junto a los M&Ms, Van Halen requería patatas fritas, nueces, pretzels, doce (ni uno más, ni uno menos) yogures Danone (con hielo) y doce tazas de crema de cacahuete. Además de menaje variado: 48 toallas de baño, 100 vasos de plástico, dos jabones Ivory, un tubo grande de lubricante KY, tres cartones de Marlboro, servilletas, cubiertos, platos y un largo etcétera más mundano.
Algunas de estas peticiones parecen hoy racionales. Otras no. Destaca por encima de todas las demás la de la ausencia de M&Ms marrones, por inverosímil. La historia circuló por los mentideros de la escena y de la prensa musical durante décadas, envuelta en una bruma de misterio y leyenda que sólo se resolvería años después. Cuando se filtró por primera vez el rider, el detalle de los M&Ms aparecía con letras mayúsculas: "Advertencia, no puede haber marrones". Si aparecían, Van Halen rompería el contrato con el promotor.
La anécdota pasó a la historia como el paradigma de los caprichos y las actitudes arrogantes y endiosadas de las estrellas del rock, y contribuyó a proyectar la imagen de Van Halen como un grupo de hombres apesebrados en su torre de marfil, por encima de lo terrenal. Sucede que, sin ser falsa, tenía una explicación, y no se explicaba por los códigos de la adulación y la divinización del Hair Metal.
Lo contaría David Lee Roth en 2012, vocalista de la banda entre 1975 y 1984. Van Halen ofreció centenares de conciertos durante los años ochenta, y en su camino se toparon con salas, promotores y escenarios de lo más variopinto. Los había meticulosos y profesionales, y los había desinteresados y menos estrictos. Van Halen requería de enormes complejidades técnicas en el montaje de sus conciertos. Su espectáculo de luz y sonido debía ser preparado al detalle, planteando enormes requisitos organizativos y logísticos a todos los promotores.
¿Cómo diferenciar entre los organizadores competentes y los incompetentes? Mediante un detalle en apariencia trivial e irrelevante, como los M&Ms marrones. Si un promotor era lo suficientemente profesional como para atender todas y cada una de las demandas enumeradas en el rider, excentricidades incluidas, también lo sería como para cumplir con las peticiones técnicas. Los M&Ms marrones funcionaban como un señuelo. Si aparecían en el camerino, el grupo sabría que tendría que repasar a fondo todos y cada uno de los detalles de luz, sonido y logística antes de saltar al escenario. Un trabajo laborioso.
Un pequeño ardid por una buena causa. Al fin y al cabo, ¿quién podría tener una opinión tan fuerte sobre los M&Ms marrones? La presencia de esta cláusula en el rider de Van Halen, ayudó, no obstante, a afianzar su carácter mastodóntico y estrambótico. Sólo un grupo que está en la cima de su poder e influencia, capaz de arrastrar a millones de personas y de generar dinero a espuertas, tiene consentido esta clase de extravagancias. Era un mundo, como decíamos, plagado de grandilocuencia musical.
Tendría los días contados. Van Halen no fueron los últimos de su especie, no obstante. El Hair Metal, el AOR y el rock de estadio seguirían causando estragos haciendo felices a miles y miles de seguidores durante años (el Appetite for Destruction no llegaría hasta 1987, al fin y al cabo). Pero el canto de cisne de aquellos espectáculos inigualables, de los cardados, las chaquetas de cuero, los fulares rasgados, los vaqueros rotos, los solos imposibles, la energía sexual y los caprichos absurdos no tardaría en llegar. Y a partir de entonces, sólo serían Historia.
Una que Van Halen escribió con sus particulares letras de oro.