El pasado 5 de enero, Emmanuel Macron se dirigió a todos los franceses en términos muy duros. Especialmente para aquellos aún sin vacunar: "A los no vacunados los quiero joder de verdad". La palabra original, "emmerder", enmerdar, muy complicada de traducir al inglés, subrayaba el tono autoritario adoptado por las autoridades francesas de un tiempo a esta parte. No vacunarse podía ser una elección personal, pero tendría consecuencias sociales de hondo calado.
Francia culminaba así una larga escalada retórica y práctica iniciada el pasado verano. Macron fue uno de los primeros gobernantes europeos en adoptar las restricciones de aforo y acceso en función de la pauta vacunal. Ya en julio cualquier francés interesado en asistir al cine o a un concierto de su grupo favorito tendría que pasar por su punto de vacunación más cercano. La medida espoleó una amplia contestación popular con manifestaciones semanales de hasta 200.000 personas.
Manifestaciones ignoradas.
Macron recurrió a la palabra del 5 de enero, tan polémica, cuando el 92% de la población francesa mayor de 12 años ya acreditaba la pauta completa. No importaba que una abrumadora mayoría del país hubiera aceptado la vacuna sin vacilar. El aumento de los contagios y de los ingresos hospitalarios, además del trauma de dos años de pandemia, obligaba a un tono autoritario y duro, muy duro. La evidencia lo apuntalaba, al fin y al cabo: sabemos que el riesgo de fallecer o padecer síntomas graves con la vacuna es mínimo, cuando no inexistente.
Francia es sólo un ejemplo de muchos. Durante el último año y medio hemos abordado cuestiones antaño peliagudas y moralmente complejas, tales como los pasaportes sanitarios, la discriminación por pauta vacunal o la vacunación obligatoria. Aquello que en noviembre de 2020 parecía remoto y difuso en términos éticos, como la vacunación obligatoria o las restricciones de acceso por tu estado vacunal, se trasladó al terreno de lo real sin mayor vacilación en cuanto las autoridades lo creyeron conveniente.
En febrero de 2021 escribíamos: "Nadie tiene por qué saber que estás vacunado". La legalidad, al menos, caminaba en esa dirección. "La limitación estratificada de las libertades y derechos fundamentales por motivo de salud y a la discriminación y estigma en función del estado serológico", aseveraba la Sociedad Española de Medicina Preventiva, Salud Pública e Higiene. Otros expertos creían lo mismo: "La mera exigencia del pasaporte serológico afecta al derecho fundamental a la intimidad". Lo que sucedió diez meses a nadie sorprenderá: varias CCAA imponían el pasaporte.
Aquel fue el punto culminante de la retórica española contra sus no-vacunados. Cuando el gobierno consideró oportuno adoptar medidas (cosméticas) frente al repunte de contagios, eligió la mascarilla obligatoria al aire libre. Para todos, vacunados y no vacunados. Es cierto que algunos bares y restaurantes exigen el certificado para entrar. Pero algunos tribunales, como el vasco, se han pronunciando al respecto en términos negativos; y la legislación laboral sí parece impedir que cualquier empleado tenga que vacunarse para continuar en su puesto.
Es decir, España ha actuado y ha graduado su respuesta frente a los no-vacunados, pero no ha buscado "enmerdar" su existencia. Y esto es un contraste con muchos países.
"Hacerles la vida muy difícil"
Viajemos a Australia, un país hoy en el centro de la polémica gracias a Novak Djokovic. El tenista australiano ha destacado durante los dos últimos años por un comportamiento al margen de toda cautela pandémica y por un escepticismo frente a la vacuna. Sin inmunizar, el gobierno ha tratado de retirarle el visado antes de acceder al país para disputar el Abierto de Australia. Djokovic, obviamente, ha disputado su situación legal. El ejecutivo de Scott Morrison, paladín del Covid Zero, ha tratado de mostrar músculo frente a una estrella internacional.
"Nadie está por encima de la ley", explicaría poco después de cancelar su visa, "especialmente cuando se trata de nuestras fronteras". Morrison y los gobiernos federales australianos han aplicado medidas muy duras durante el último año, obligatorias para suprimir cualquier conato de covid. Ante unas inminentes elecciones, Djokovic ha presentado una buena oportunidad para seguir reafirmando su autoridad.
Una autoridad extendida a los no-vacunados. Australia ha implementado el pasaporte covid a casi todos los niveles. En Queensland, uno de los estados más poblados y ricos del país, es imposible acceder a hospitales, prisiones, restaurantes, bares, salas de conciertos, cines, boleras, casinos, clubs de striptease, estadios al aire libre, zoos, acuarios, festivales, bodas (si hay no-vacunados se limitan a veinte invitados) y un largo etcétera. Australia Occidental incluso ha obligado a vacunarse a casi todos sus trabajadores públicos (para el resto del país es voluntaria).
Ayer mismo, el gobernador del estado anunciaba nuevas restricciones para los no-vacunados con las siguientes palabras: "La vida se va a volver muy difícil para ti (...) Es un gran incentivo para vacunarte". Los no inmunizados podrán trabajar "en algunas industrias", "ir a supermercados" y otras actividades básicas, añadió, pero "las cosas que damos por supuestas y disfrutamos, no podrán hacerlas". Es una limitación de derechos sintetizada en un discurso moral. O te vacunas o castigado sin recreo.
Al tono podemos sumar las medidas prácticas. Austria fue una de las primeras en adoptar un enfoque "gradual" a las restricciones: primero confinó a los no-vacunados y después a los vacunados. Similares medidas, aunque de acceso a eventos públicos o restaurantes, se tomaron en Berlín, Países Bajos o Letonia. Francia e Italia fueron un paso más allá, tanteando la creación de "superpasaportes", es decir, criterios de acceso a la vida pública que vayan más allá de la dos dosis, ya fuera con una tercera de refuerzo o con una prueba de antígenos negativa.
Los ha habido aún más imaginativos. Québec ha anunciado la creación de un impuesto específico para los no vacunados (de unos 100€). "Es de justicia para el 90% de la población que ha hecho sacrificios, creo que le debemos este tipo de medidas", ha explicado su primer ministro, François Legault. Italia, por su parte, ha añadido una batería de restricciones, incluyendo el transporte público, los hoteles o la participación en partidos de fútbol (hasta ahora bastaba con pruebas negativas). La tónica general es de arrinconamiento, o al menos así lo ven los no vacunados.
El celo ha llegado incluso a la empresa privada. Hoy mismo la delegación de Ikea en Reino Unido anunciaba medidas draconianas para sus trabajadores no vacunados: aquellos que deban aislarse por contacto estrecho médico recibirán la retribución mínima por ley, 115€ semanales, frente a la ordinaria de hasta 540€. Otras empresas británicas, como Morrisons o Citigroup, llevan meses aplicando políticas de "no jab no job" (sin dosis no hay trabajo), prácticas que han disputadas por varios expertos.
Acaso el ejemplo más extremo de todo esto lo plantea Google. Hasta el pasado mes de diciembre sus trabajadores se vieron obligados a declarar su estado de vacunación. A mediados de mes, la empresa anunciaba que todos sus empleados estadounidenses deberían estar inmunizados en un plazo de siete meses. De lo contrario serían despedidos. La tecnológica justificaba la medida por las exigencias de la Administración Biden, que obliga a todas las compañías concesionarias de algún contrato público a disponer de una plantilla completamente vacunada.
O te vacunas o pierdes tu empleo. Es quizá el punto culminante, en lo práctico, de la retórica anti-vacunados (que no anti-vacunas).
En esta escalada paulatina destaca España, acaso por lo tibio de sus mensajes frente a los no-vacunados. A nivel laboral, desde luego, ninguna empresa puede despedir a un trabajador por su pauta de inmunización. "El mero hecho de que el empresario pida el certificado puede generar una situación discriminatoria (...) Por no haber recibido una dosis contra la Covid, ¿se le despide? Cualquier acción que se derive de ese hecho sería totalmente discriminatoria", explicaba Raúl Rojas, de ECIJA, en Xataka. La legislación nacional es clara al respecto.
Y tampoco parece probable que el gobierno opte por la vacunación obligatoria que ya han impuesto otros países y que suena con fuerza en la mayoría. Lo vimos también en su día: España sólo ha obligado a vacunarse en dos ocasiones desde la Guerra Civil, en 1943 por la difteria y en 2011 por un brote de sarampión en Granada. Las vacunas obligatorias fueron la norma en el siglo XIX, pero su alto coste social y de confianza hacia el estado recomendaron seguir políticas más proactivas en el siglo XX. A España, en esta campaña, le ha funcionado mejor convencer e incentivar, hasta el punto de causar fascinación entre la prensa europea.
Las autoridades, por supuesto, han adoptado medidas de corte autoritario y mensajes paternalistas durante toda la pandemia. Pero en el último año han seguido teniendo un carácter general, no discriminatorio hacia los no-vacunados. Ni siquiera durante las últimas semanas, en un contexto de alta presión en la UCI y de impacto desproporcionado entre los no-vacunados, los mensajes han acompasado a la dureza de Macron o Australia.
¿Durará? Es difícil saberlo. Pero el palo, esta vez, no ha sido tan efectivo como la zanahoria.
Imagen: Jordan Bracco/Unsplash