Un concepto básico de la psicología de los años 60 es la teoría del nivel de adaptación. Según esta teoría asimilamos la realidad en función de los estímulos que ésta nos da y terminamos acomodándonos a que el umbral de lo aceptable y lo inaceptable dependa de nuestro contexto. Hasta aquí nada extraño.
De aquí pasamos a la novedad, llamada cambio de concepto inducido por la prevalencia. Lo trata un estudio publicado por la revista Science y liderado por el psicólogo y superventas Daniel Gilbert según el cual los problemas y las amenazas de nuestro día a día son fácilmente modificables, de forma que, si la gravedad de esa amenaza se va reduciendo, nosotros mismos vamos bajando el listón de lo que se convierte en algo peligroso para nosotros mismos. Algo que facilita, entre otras cosas, el pesimismo social.
Si el obstáculo es el azul, veré azules allá donde me lo pidas
Los experimentos fueron ealizados con los mismos 22 estudiantes de Harvard y repetidos cientos de veces. En el primero se le pidió a los participantes que señalasen los puntos azules en unas imágenes que incluían una cantidad equilibrada de puntos de este color y de otros de color morado. Había dos grupos: uno para el que número de puntos azules se mantuvo constante y otro en el que se fueron reduciendo los puntos azules progresivamente, sustituyéndolos por tonos cada vez más morados.
Se le dijese o no a los participantes que se estaba reduciendo el número de puntos genuinamente azules, el resultado fue que entre aquellos a los que se les fue reduciendo el número de puntos azules reportaron una cantidad de positivos en azul similar al del grupo ciego. Es decir, que nuestros ojos, lo intentemos evitar o no, se amoldan al contexto para encontrar la misma proporción de aquello que nos han dicho que es un problema.
No se trató sólo de una excepción cromática, en otro ensayo se hizo lo mismo buscando que discriminasen aquellas caras en una galería facial que les pareciesen amenazadoras. El umbral del sujeto iba cambiando a medida que se quitaban caras amenazadoras, de forma que los participantes fueron ampliando el rango de lo que les parecía amenazador. Una tercera prueba, abstracta, les movió a analizar de entre una pila de proyectos académicos cuáles les parecían más éticos y cuáles menos, aunque, de nuevo, los investigadores fueron modificando en uno u otro sentido la posición ética de cada grupo de ensayos.
Dio igual que se les advirtiese de antemano que se les intentaría manipular, o que se les prometiese una compensación económica extra si intentaban evitar ver sesgados sus resultados. Al final siempre había un similar número de elementos amenazantes.
Las pruebas, por cierto, también confirmaron el efecto inverso: a medida que el ojo se acomodaba a más elementos problemáticos (más puntos azules en las imágenes, más caras amenazantes en las diapositivas) también discriminaba más, de forma que siempre reportaban un número cuasi idéntico de elementos en conflicto, aunque estos hubiesen ido creciendo.
Saltando de un problema a otro, o cómo reina en nosotros la burocracia
Los autores señalan un par de vulnerabilidades que acarrea esta tendencia humana. Una de ellas está muy vinculada a la teoría foucaultiana de que todo sistema tenderá a perpetuarse a sí mismo. La burocracia, dicen los de Harvard, puede ser la raíz por la que a lo largo de los años algunos conceptos como el de “agresión” ha ido ampliando su definición para incorporar no sólo las “invasiones” y los “ataques imprevistos” sino también la falta de contacto visual o las interacciones insistentes.
Se trata de un arma de doble filo. Por una parte es una muestra de nuestra determinación por mejorar nuestra situación a nivel personal y colectivo, resolviendo problemas cada vez más pequeños. Por el otro, es un rasgo que produce en nosotros un estrés y una alarma que puede no corresponderse con la realidad, de ahí que a medida que crezcamos tendamos a pensar que el mundo es un lugar peor (cuando suele ser todo lo contrario), o que los medios vayan dando cobertura informativa espectacular a acontecimientos progresivamente menos críticos.
Y todo esto no deja de ser, también, una explicación científica a por qué "los ricos también lloran". Según diversos estudios y estudiosos del campo, los ricos también sienten el apremio de esa comparación social, comparando su nivel económico no sólo con respecto a la mayoría de la población, sino con la gente que tienen a su alrededor. Su vida no va mejor o peor en función de su posición objetiva, sino subjetiva.
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