Si las encuestas no marran descomunalmente el tiro, Vox entrará hoy por primera vez en el Congreso de los Diputados. Lo hará con una fuerza inédita en la historia del parlamentarismo español: tan sólo un partido de la extrema derecha había logrado representación en la cámara baja, y su impacto fue breve. El crecimiento de Vox, sin embargo, es mucho más sustancial: podría ser clave a la hora de configurar gobierno, y por tanto, podría imponer parte de su programa político.
Hasta hace algunos meses tal posibilidad parecía remota. Vox no contaba con demasiada penetración nacional ni espacio en los medios de comunicación, y tan sólo un puñado de encuestas, centradas en el ámbito general, le otorgaban posibilidades de cara a las próximas elecciones. Las dinámicas previas de la derecha española tampoco auguraban éxitos: por defecto, tendía a aglutinar todas las corrientes en un sólo partido.
Aquello cambió con la irrupción de Ciudadanos, un partido que competía con el PP desde el centro, no desde la derecha. La ausencia de un partido de extrema derecha provocó que muchos analistas, locales e internacionales, observaran una excepcionalidad en España: pese a la durísima crisis, las altas tasas de paro y la gran oleada de inmigrantes de la pasada década, el país no había aupado a ningún partido de extrema derecha.
Al contrario que en Europa, en España el sistema de partidos se había roto muy especialmente por la izquierda (con Podemos), y de forma más matizada por la derecha (con Ciudadanos). La inmigración no protagonizaba el debate público ni se contaba entre las principales prioridades de los ciudadanos; y en ningún ciclo electoral, ni tras la debacle socialista de 2011 ni tras la erosión del PP en 2015, la extrema derecha había ganado espacio.
Era algo que contrastaba con Europa, donde la proliferación de partidos extremistas había sido la norma desde mediados de la pasada década hasta nuestros días. Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Países Bajos, la constelación nórdica, Austria o Europa del Este: allá donde se echara la vista surgía una formación populista, proteccionista, nativista y con un discurso xenófobo. De un modo u otro, España quedó al margen.
Hasta Vox. Su irrupción en las elecciones andaluzas ha dinamitado los equilibrios del sistema de partidos surgido tras las generales de 2015. La derecha ahora tiene tres voces, y requiere de complejos equilibrios para alcanzar pactos de gobierno. Incluyendo a la extrema derecha. En cierto modo, es la nueva excepcionalidad española: que el partido democristiano tradicional acepte sin reparos negociar con su competidor.
¿Pero cómo han lidiado con el fenómeno las fuerzas moderadas o conservadoras de Europa? Aquí va un pequeño resumen.
Francia: adoptar discurso, no acuerdos
Las pecularidades del sistema electoral francés (presidencial, a dos vueltas), han permitido que ni las formaciones moderadas ni los democristianos clásicos (hoy renombrados bajo la etiqueta de Los Republicanos) hayan necesitado coquetear con el Frente Nacional. Al contrario, se han valido de un grueso cordón sanitario por parte de todos los partidos para dejarlo en fuera de juego tanto en la segunda vuelta del 2002 como en la de 2016.
Macron, el actual presidente de la República Francesa, ha sido especialmente vocal en su marginación. Juzga al Frente Nacional la antítesis de los valores europeos que aspira a reconstruir. Es una tónica compartida por otras formaciones, como el PSF. Manuel Valls, una de sus voces más moderadas (y criticadas por sus políticas migratorias), ha criticado desde su candidatura a la alcaldía de Barcelona (por Cs) cualquier pacto con Vox.
En Francia pactar con la extrema derecha es un tabú. Adoptar su discurso no. Parte del éxito de Marine Le Pen ha consistido en colocar encima de la mesa cuestiones antaño marginales: la regulación fronteriza, la protección de la industria local o la salida de la Unión Europea entre otras. El propio Valls recogió parte de su dureza en materia migratoria, deportando a grupos de gitanos. Fillon hizo lo propio durante la campaña de 2016.
Alemania: auténtico cordón sanitario
El caso alemán es diametralmente opuesto. No es una república presidencialista, de modo que la cancillería federal y el gobierno de los lander siempre surgen de la aritmética parlamentaria. La irrupción de Alternativa para Alemania como una de las fuerzas más pujantes del ecosistema político alemán ha provocado que la CDU, el tradicional partido de centroderecha, deba reajustar sus alianzas electorales.
Lo ha hecho marcando un nítido cordón sanitario en torno a la formación de extrema derecha. Los fantasmas del pasado siguen vivos en Alemania, y un partido de ideas xenófobas y de sombríos orígenes sigue siendo una cuestión tabú. Para Merkel ha sido un problema. La CDU ha tenido que romperse la cabeza para retener el gobierno de algunos estados, llegando a acuerdos de gobierno con los liberales o con los Verdes.
En parte, la pujanza de Alternativa para Alemania ha provocado que parte de la CDU escore a posiciones más duras (y que la CSU opte por un discurso de claro acento antimigratorio). A nivel federal, la disposición del SPD (socialdemócratas) al pacto ha permitido a Merkel superar el naufragio de la coalición jamaicana (CDU, Verdes, liberales). Las turbulencias migratorias, sin embargo, le han costado su carrera política.
Países nórdicos: soluciones mixtas
La amplia oferta de partidos de los países nórdicos ha provocado que las alternativas de extrema derecha sean a menudo necesarias para formar pactos de gobierno. Es el caso de Dinamarca. El Dansk Folkeparti no forma parte del actual gobierno, encabezado por el conservador-liberal Venstre (en coalición con otras dos formaciones del centroderecha), pero su 21% de votos en las elecciones de 2016 le otorgan un rol clave.
Lars Løkke Rasmussen, primer ministro, gobierna en minoría, y necesita del apoyo del DF para sacar adelante los presupuestos. El DF ha puestos sus condiciones, provocando que el gabinete liberal-centrista se escore hacia posiciones extremas en materia migratoria (como la cuestión de la isla-centro de internamiento de inmigrantes de Lindholm).
En Noruega el Fremskrittspartiet es la cara más reconocible de la derecha populista y anti-Islam, aunque su discurso se ha moderado (insertando propuestas pro-globalización y anti-impuestos). Originalmente marginado, se ha convertido en un actor crucial, alcanzando un raro hito para un partido de extrema derecha: gobernar. Forma parte del gobierno de coalición liderado por el Partido Conservador desde 2013, gracias, en parte a sus ideas más suavizadas.
Suecia afronta hoy un dilema similar. El Sverigedemokraterna (Demócratas Suecos, SD) ha sido una fuerza creciente en el parlamento desde 2010. Su discurso xenófobo y sus raíces populistas, amén de sus rasteables orígenes en los círculos neonazis del país, han provocado su completa marginación de la esfera gubernamental. Al igual que en Alemania, un pacto con la extrema derecha representaba un tabú insalvable.
En septiembre del año pasado el SD obtuvo su mejor resultado electoral (tercera fuerza política, 17% de los votos), provocando la caída del gobierno laborista de Stefan Löfven y una situación de bloqueo entre las fuerzas progresistas y conservadoras. Ningún bloque tiene los apoyos suficientes para montar un ejecutivo sin la acquiescencia del SD. O bien se rompen los bloques (coalición mixta), o bien se rompe el cordón al SD.
A día de hoy, Suecia sigue sin gobierno, incapaz de resolver el dilema.
Países Bajos: siguiendo a Geert Wilders
En Países Bajos confuyen varias tendencias. La actual resulta de una mezcolanza entre el modelo francés y el alemán. Tras las elecciones de 2017, el DVV de Geert Wilders se convirtió en la segunda fuerza política del país, pero ningún partido en el centroderecha le tendió la mano. En su lugar, Mark Rutte forjó una coalición de centroderecha (junto a dos formaciones democristianas y una social-liberal) para continuar en el gobierno.
A cambio, Rutte, líder del principal partido conservador del país (el liberal VVD) se adueñó de parte del discurso de Wilders, tomando una postura dura en materia migratoria y de refugiados y desvelando cierto celo por los poderes extendidos de la Unión Europea. Países Bajos es hoy un hueso duro de roer en Bruselas, opuesto a un mayor gasto o profundización en la Unión y receloso de la sintonía entre Merkel y Macron.
Es un escepticismo discreto, trazable en la historia del país, que bebe del único éxito de Wilders: no gobernar, pero sí colocar su agenda en el resto de partidos neerlandeses.
Austria e Italia: gobierno sin reparos
El caso de Austria es singular. Los orígenes del FPÖ se remontan a la inmediata posguerra, cuando un grupo de ex-políticos nacionalsocialistas, miembros de las SS e intelectuales de corte liberal fundan un partido, el VdP, con objeto de acoger a los votantes (y militantes) ajenos a los dos grandes bloques históricos de Austria, los democristianos y los socialdemócratas.
El partido gana representación parlamentaria de forma regular (aunque muy marginal) hasta mediados de los ochenta, cuando las luchas intestinas se saldan con la derrota de los moderados (que aspiraban a construir un partido de corte liberal) y con la victoria de Jörg Haider, extravagante y extremista líder del FPÖ en Carintia. Durante dos décadas, el partido crece, hasta obtener el 26% de los votos en 1999.
Es entonces cuando entra dos veces en gobierno de coalición con el ÖVP, el partido conservador. Los ritmos políticos de la extrema derecha en Austria son muy distintos a los del resto de Europa, y su relación con el resto de partidos más normalizada. En 2017, tras un resultado histórico (26%), vuelve a entrar en un gobierno. El FPÖ no sólo marca agenda, sino que determina políticas desde el ejecutivo. La aceptación es plena.
Italia, como en casi todos los demás aspectos, merece su propio epígrafe.
El carácter de la Lega, gestada a mediados de los noventa como un movimiento secesionista del norte de Italia, y el peculiar ecosistema político italiano tras Tangentopoli provocaron que quedara plenamente asimilada al sistema del país. La Lega casi siempre ha acudido a las elecciones en coalición electoral (preservando su marca), y ha entrado en los gobiernos derechistas de forma continuada desde 1994 (apoyando la investidura de Berlusconi).
Hoy gobierna en coalición con el Movimento 5 Stelle, tras la voladura controlada (una vez más) del sistema de partidos italiano. El caos general de Italia (donde la presencia de partidos abiertamente fascistas ha sido constante desde el fin de guerra) y la rara naturaleza política de la Lega (heredera del padanismo, un independentismo que se articulaba sobre una región ficticia) le han convertido en una pieza más, asimilada.
¿Dónde queda el pacto entre Vox y el PP?
Hay más países, pero o bien sus particularidades regionales (Reino Unido, Suiza) o bien la dinámica general de Europa del Este (Hungría, Polonia, Rumanía) los alejan de los modelos equiparables a España. Siendo así, ¿en qué lugar queda el pacto entre Vox y el PP consumado durante las elecciones de Andalucía y al que Ciudadanos, si bien desde una posición distante, se terminó sumando?
En líneas generales, los partidos democristianos comparables al PP han tratado de acotar el alcance de la extrema derecha. En Francia el sistema electoral ha ahorrado alianzas, pero Los Republicanos sí han recogido parte del discurso radical del FN; en Alemania la marginación por parte de la CDU es total, pero es incierto hasta qué punto podrá sostenerla; y en los países nórdicos la atomización parlamentaria ha provocado que entren en el juego.
Ningún ejemplo es 100% idéntico al español. Pero sí es cierto que el PP ha optado por una vía particular: abrazar la posibilidad del pacto con la extrema derecha desde el primer minuto. Y en un escenario regional, eso sí, rubricarlo para asegurar al investidura.
Imagen: Manu Fernández/AP
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