Esta experta cree que es hora de admitir que lo de las ocho horas de trabajo, ocio y descanso es una trampa
Jenny Odell es una vieja conocida en ciertos grupúsculos de aficionados a la productividad y el rendimiento. Y no por algo bueno, no. Odell es una de sus bestias negras.
Hace unos años publicó 'Cómo no hacer nada' (dedicado a protestar contra "a capitalización de nuestro tiempo, la rentabilización de nuestra atención y el estado de impaciencia y ansiedad en el que vivimos") y ahora vuelve a la carga con lo que, más allá de los titulares, es una reivindicación de la cronodiversidad.
¿Crono... qué? Cronodiversidad. Sé que el 'palabro' suena raro, pero la idea es sencilla: que el tiempo (o, mejor dicho, la temporalidad) es un artefacto cultural y ser conscientes de ello es el primer paso para entender que el ritmo y la velocidad con la que vivimos en las sociedades modernas es de todo menos normal.
Como decían en una reciente entrevista en El Mundo, "crecemos escuchando que el tiempo es oro". "Nos insisten en que tendremos que vender una tercera parte del día -como mínimo- para pagar las facturas. En consecuencia, organizamos nuestra existencia alrededor del tictac corporativo", añade Jose María Robles.
¿Pero y si hay otras formas de entender el tiempo?
El tiempo es... un montón de cosas. Odell, en conexión con los debates propios de Norteamérica, habla de cosas como "el tiempo indígena, el de las mujeres, el tiempo negro o el del colectivo queer". Sin embargo, no es necesario comprar sus tipologías para aceptar que efectivamente la forma en la que conceptualizamos el tiempo (o, menos filosóficamente, la forma en la que lo gestionamos) tiene mucho que ver con cómo vivimos la vida.
Hace unas semanas, hablábamos de que compartimentar bien (férreamente bien) es una estrategia que nos puede permitir ser más productivos. Pero es algo que funciona en sentido inverso: ¿por qué seguir estancados en la teoría de los tres ochos (ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de tareas no productivas)?
No es algo tan raro, la verdad. Cada vez hay más voces que denuncian el día de ocho horas como antiproductivo. Y, si lo pensamos un poco, nos damos cuenta de que los defensores de la semana de cuatro días o los planes para reducir la duración de la jornada laboral, están en ello. También aquellos que denuncian cómo el teletrabajo y las nuevas tecnologías han acabado por destrozar las fronteras entre el trabajo y la vida personal.
En el mismo reportaje, Manel Fernández Jaria, profesor de Estudios de Economía y Empresa de la Universitat Oberta de Catalunya, decía que "en la era del teletrabajo y la hiperconexión, la teoría de los tres ochos ha experimentado una metamorfosis significativa. La línea entre trabajo y vida personal se ha difuminado considerablemente con la disponibilidad constante y la presión para estar siempre conectado". "Como resultado, los tres ochos ahora podrían interpretarse como ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas de estar disponible", añadía.
Y eso tiene consecuencias: "atención constante, invasión del espacio privado, estrés laboral, rotación laboral, absentismo...". El burnout ha dejado de ser un problema laboral y cada vez 'chamusca' más zonas de nuestra vida.
Pero... ¿y si la solución fuera aceptar otras temporalidades? La idea de Odell parece difusa, pero (si la aterrizamos en lo concreto) tiene sentido. El ejemplo más obvio son los distintos patrones de sueño. No es solo una cosa de alondras o lechuzas, es cosa de millones de personas que tienen ritmos de sueño que no se adaptan a la sociedad moderna. Gente que, pese a no haber motivos claros para poder adaptar su rutina laboral a esos ritmos, no pueden hacerlo.
Cuando hablamos de racionalización de horarios tenemos que hablar también de su personalización porque, aunque la inercia socio-industrial trate de ocultarlo, ese es el gran melón de nuestra época. La productividad va de encontrar la mejor forma de dialogar con nuestra historia de aprendizaje para ponerla a remar hacia nuestros objetivos. Todo lo demás es, según Odell, una estafa.
Imagen | Tim Gouw
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