Las migraciones llevan décadas siendo uno de los temas centrales de la política en Occidente. En los últimos años, no solo es que el discurso antiimigración se haya convertido en uno de los grandes polarizadores de la esfera pública, sino que la "crisis de refugiados" tuvo un impacto enorme en la Unión Europea.
En España, todo esto lo sabemos bien. Hemos pasado de tener un "problema" con la emigración durante finales del XIX, principios del XX y la posguerra a tener un "problema" con la inmigración a finales del XX y principios del XXI. Tanto es así que buena parte de nuestra política exterior se explica en "controlar los flujos migratorios". Pero ¿Y si esto fuera algo a punto de acabarse? ¿Y si como defienden algunos estamos viviendo la última época de las grandes migraciones?
Aunque se suele decir que el ser humano lleva migrando desde su origen en el principio de los tiempos, lo cierto es que cuando hoy por hoy hablamos de "migraciones" estamos hablando de algo muy específico que solo guarda "un aire de familia" con las migraciones tradicionales.
Pasa con muchos otros términos: prehistoriadores e historiadores contemporáneos usan términos como "estado" o "clase" para referirse a cosas parecidas, sí; pero totalmente diferentes. En este sentido, las migraciones contemporáneas son un fenómeno eminentemente "moderno". Algo que surge durante el siglo XVIII (y que incluye, aunque no solamos recaer en ello, el esclavismo trasatlántico) y que se desarrolla de la mano de la revolución industrial y sus modulaciones.
Antes del siglo XVIII, había movimientos de población, guerras y conquistas, por supuesto; pero lo cierto es que el régimen demográfico tradicional dejaba pocos excedentes poblacionales como para que esas "migraciones" fueran similares a las actuales.
Lo que ocurre en el siglo XVIII precisamente es que en ciertos países los índices de mortalidad se derrumban de forma repentina gracias a las mejoras en la productividad agrícola, la industrialización incipiente, los avances sanitarios y la alfabetización. Esto origina un aumento de la población que se reordena de acuerdo con la estructura productiva a través de una serie de migraciones: primero, interiores (hacia las zonas industriales del país) y, posteriormente, a nivel internacional de la mano del colonialismo y los primeros pasos de la globalización.
Un mundo vacío: pronto no habrá gente para migrar
Pero, si nos fijamos, la transición demográfica es un fenómeno con fecha de caducidad. Hoy por hoy no hay ningún país del mundo con un régimen demográfico tradicional. Si hay algunos (Chad, Camerún, Nigeria o República del Congo) que mantienen niveles de natalidad muy altos, pero la mortalidad ya ha caído.
¿Cuánto tardarán en andar la senda que ya han recorrido países como Guatemala, Argelia o Chile (que ya están viendo cómo se reducen su natalidad)? O, más aún, ¿Cuánto tardarán en equilibrar la natalidad con la mortalidad y dando por finalizada la transición demográfica?
Menos de lo que pensamos. Si hacemos caso a las proyecciones, dentro de unas pocas décadas el hundimiento poblacional de África y Asia relajará la presión demográfica y, con ello, la necesidad actual de miles de personas de migrar hacia países más ricos. Tiene sentido. El continente africano, por ir al ejemplo más claro, se está urbanizando casi dos veces más rápido de lo que lo hace el mundo y la población mundial se está haciendo urbana a marchas forzadas. En 2007, la mitad de la humanidad ya vivía en ciudades por primera vez. Ahora somos un 55% y llegará al 66% antes de 2050.
La mayoría de demógrafos están de acuerdo de que la urbanización de la población mundial es un factor fundamental de este cese de la fertilidad. Y no por nada ‘biológico’**, sino por incentivos socioculturales. Las ciudades son entornos donde tener muchos hijos no supone un retorno económico importante. En el mundo rural un niño es un activo, en la ciudad es una carga. Solo seis de las 39 megaciudades más grandes del mundo están por encima de la tasa de reposición.
Seamos directos: los países pobres están dejando de tener hijos a una velocidad récord. Estamos ante una revolución fértil con muy pocos precedentes a nivel histórico. Solo grupos muy concretos y con características ideológicas muy marcadas, como los amish, los judíos ortodoxos o los mormones han sido capaces de "escapar" de esa maldición de la baja natalidad.
Y pongo "escapar" entre comillas porque, de hecho, los mormones también parecen ir sufriendo signos de decaimiento poblacional. Siguen siendo familias grandes, sí; pero no tanto como solían ser. Además, en caso de que esas estrategias comunitarias sí fueran capaces de "solucionar" el problema demográfico, tenemos evidencia empírica más que suficiente de que es muy difícil hacer políticas estatales en este sentido.
"La población mundial nunca llegará a los nueve mil millones de personas. Alcanzará un máximo de 8 mil millones en 2040, y luego disminuirá”, explicaba en The Guardian Jørgen Randers, un demógrafo noruego conocido por sus trabajos sobre superpoblación. No es una opinión aislada, cada vez hay más expertos que señalan que las alarmas de sobrepoblación igual estaban equivocadas.
Y sin sobrepoblación no habrá grandes migraciones. Al menos, a medio plazo. Porque, en realidad, sí que hay una fuerza que podría crear grandes movimientos de población sin crecimiento poblacional: el cambio climático. Y es que, aunque hoy por hoy nos hemos desacoplado bastante de la naturaleza, estamos atados a ella. Lo hemos estado siempre.
Imagen | Bernat Armangue/AP
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