La sexta ola del coronavirus ha cambiado muchas cosas que dábamos por sentadas en relación con el coronavirus, pero hay algo que no ha podido cambiar: la enorme cantidad de incertidumbres que hay en torno a cosas tan básicas como la duración apropiada de una cuarentena.
Y quizá lo peor es que el problema fundamental no está en las investigaciones que tenemos sobre ello, sino en el uso torticero que se ha hecho de ella. Investigadores y expertos llevan dos años cartografiando la naturaleza escurridiza del coronavirus, mientras las autoridades daban bandazos intentando atribuir las consecuencias de sus decisiones a un ente indeterminado llamado "la ciencia". Ahora con países retirando todas las restricciones de un día para otro y otros manteniendo normativas con escasa justificación técnica, no es distinto.
Por eso nos hemos preguntado qué sabemos realmente (y qué no) sobre los síntomas de ómicron y la duración de las cuarentenas.
¿Tan diferentes son los síntomas de Delta y Ómicron?
Durante las últimas semanas hemos escuchado que ómicron no tiene los mismos síntomas que el resto de variantes. Es más, se ha repetido recurrentemente que se podía conocer fácilmente la variante que 'tiene' cada paciente atendiendo solo a sus síntomas individuales. Sobre todo, cuando hablamos de alteraciones o pérdidas del olfato y el gusto. Lamentablemente, es virtualmente imposible determinar las diferentes variantes de SARS-CoV-2 solo por los síntomas de una persona.
A menudo confundimos lo individual con los poblacional. En el caso del COVID, las diferencias en la sintomatología pueden ser relativamente fáciles de identificar a nivel estadístico. No sería ninguna locura que las características particulares de la variante o la misma inmunidad pre-existente de los pacientes modifique la frecuencia con la que aparecen algunos síntomas. El problema es que esas diferencias son simplemente de grado: no hay, que sepamos, nada 'patognomónico' (es decir, específico) de cada variante.
De esta forma, todas las variantes comparten los mismos síntomas (fiebre, tos, cansancio, pérdida del gusto o del olfato, dolor de garganta, dolores corporales, náuseas, ojos irritados o diarrea) y la mayoría de ellos se superponen unos sobre otros. Es más, hoy por hoy, gran parte de los contagiados ni siquiera desarrollan síntomas. Al final, tratar de averiguar qué variante portamos es algo muy parecido a echar una quiniela epidemiológica.
¿Tampoco hay diferencias en los confinamientos recomendados?
Este tema (sobre todo, por los cambios de las últimas semanas) ha estado de mucha actualidad. Es más, hace tan solo unos días, la revista médica BMJ publicaba una pieza sobre un pequeño estudio japonés que parecía mostrar que el pico de carga viral en ómicron era más tardío de lo que se pensaba. Se trataba de un diminuto pre-print de 21 participantes y arrastraba muchas incertidumbres, pero eso no ha sido impedimento para que se use como argumento (a favor y en contra) de los confinamientos y cuarentenas.
Lo más interesante del estudio, sin embargo, es que no aporta información nueva a lo que ya sabíamos sobre el SARS-CoV-2 en general y sus variantes en particular. Funciona como un gigantesco test de Rorschach sobre el que proyectamos nuestros miedos y ansiedades. Lo cierto es que desde los primeros meses de la pandemia sabemos que las personas pueden seguir siendo contagiosas mucho después de los primeros 5 ó 10 días. Como señala Sergio Ferrer, ese nunca ha sido el punto de debate.
El discurso público de "hacer caso a la ciencia" ha conseguido oscurecer el hecho de que la mayor parte de decisiones que se han tomado durante la pandemia era de índole política y de gestión: con mejor o peor fortuna, se trataba de encontrar un equilibrio entre reducir la circulación del virus (y contener, con ello, contagios y hospitalizaciones) y mantener en funcionamiento el metabolismo económico de la sociedad. Cuando se reducen y se amplían las cuarentenas hay que preguntar por qué (y no conformarse con un 'lo dice la ciencia').
Las preguntas sobre la naturaleza del virus son importantes porque nos dibujan el mapa sobre el que actuar, pero las decisiones (con sus costos asociados) siguen siempre ahí. Como hemos explicado varias veces, las epidemias se acaban cuando las sociedades deciden que es momento de dejar de combatir el patógeno de forma excepcional y que hay que convivir con él. Y ese momento, como apuntan los niveles de fatiga pandémica, parece estar más cerca de lo que pensamos.
Imagen | Erik Mclean
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