La eterna juventud no era una cuestión de ciencia ficción. No era el siguiente paso, pero se comenzaba a ver en el horizonte. Desde el siglo XIX, la esperanza de vida no ha hecho más que crecer y crecer desde los 31 años de media en 1900 hasta los 71,4 de la actualidad. Además, los científicos llevan más de una década demostrando que el envejecimiento es plástico y modificable con un poco de farmacología e ingeniería genética.
Pero, según publica hoy la revista Nature, la eterna juventud puede irse al mismo lugar de la historia donde se fueron los coches voladores, el teletransporte y los imperios intergalácticos. En más de ciento cincuenta años, la edad máxima ha ascendido poco menos de una década y el récord histórico sigue siendo el mismo desde hace casi veinte años. ¿Hemos tocado techo?
Problemas en el Paraíso
En realidad, el caso de la esperanza de vida es un caso típico de cómo las cifras pueden engañarnos. La esperanza de vida ha crecido tantísimo durante estos ciento cincuenta años, sobre todo, porque los niños ya no se mueren. En la era pre-industrial entre 300 y 500 niños de cada 1000 acaban muriendo antes del primer año de vida. Para hacernos una idea, a finales del siglo XIX, uno de cada dos niños moría en Alemania.
La esperanza de vida ha crecido más por la reducción de la mortalidad infantil que por la supervivencia más allá de los cien años
Durante este siglo y pico la mortalidad infantil ha caído hasta manos de 10 niños por mil nacimientos en los países industrializados y, en todos los países del mundo excepto en Somalia, se puede observar una tendencia similar (con mayor o menor velocidad). Esto es lo que, en realidad, ha catapultado hacia arriba la esperanza de vida.
De hecho, si no contáramos los 10 primeros años de vida las cifras serían mucho más estables. En el Imperio Romano la esperanza de vida al nacer estaba entre los veinte o treinta años. Pero una vez que alguien cumplía los diez, su esperanza de vida subía hasta casi los 50 (Scheidel, 2001).
Quitando la mortalidad infantil es cierto que cada vez hay más gente que vive más allá de los 70 años, pero a partir de los cien la supervivencia cae en picado. Hoy por hoy, la mujer más mayor del mundo es Emma Morano con 116 y el récord lo sigue teniendo Jeanne Calment, que murió en 1997 con 122. No conocemos a nadie que haya vivido 123 años y, como aseguran los investigadores, alrededor de esa edad puede encontrarse el límite máximo. Los datos no son muy robustos, pero nos dan la oportunidad de hacernos preguntas interesantes.
En 1990, Olshansky, Carnes y Cassel aventuraron que el crecimiento de la esperanza de vida se iba a ir haciendo cada vez más lento y que sería difícil que esta superara los 85 años. Y así ha ocurrido en términos generales (aunque, todo hay que decirlo, las mujeres ya ha superado esa cifra en algunos países).
¿Por qué ocurre esto?
No debería de ser así. "No hay un límite fijo a partir del cual los humanos no puedan vivir", dice Olshansky. No obstante, según los investigadores, los datos parecen querer decirnos que la longevidad máxima del ser humano es fija y que todo apunta a que estamos sujetos a limitaciones naturales.
El problema es estructural por decirlo de alguna manera. Los investigadores coinciden en que son los mismos sistemas que nos permiten sobrevivir en un primer momento, los que pueden suponer un problema a largo plazo.
Es posible que la ingeniería genética abra la puerta a una larguísima longevidad, la duda está en el precio de ella
En eso somos iguales que los ratones. Pero a diferencia de estos roedores que ya hemos conseguido alterar para que vivan más tiempo, en nuestro caso "los sistemas que nos permiten sobrevivir se cuentan por decenas de miles". Esa complejidad hace que "cuando empiezan a fallar y el organismo se deteriora es muy difícil repararlos todos a la vez".
3.700 millones de años de evolución nos han hecho tal y como somos. Por eso, Olshansky y muchos otros científicos temen que no seamos capaces de mejorarnos sin reinventarnos totalmente y, por tanto, perdernos por el camino. Es decir, la ciencia nos ha devuelto esa pregunta que la literatura trató de contestar: ¿Cuál es el precio de la eterna juventud?
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