La evolución no podría ser tan diversa y estable sin el milagroso mecanismo que hoy acaba de ser premiado
Hace un poco más de 50 años, un tipo llamado Sydney Brenner presentó al mundo un gusano nematodo llamado Caenorhabditis elegans. Brenner ganaría el novel en 2002 "por sus descubrimientos en la regulación genética del desarrollo de órganos y la muerte celular programada", pero lo del gusano fue casi más importante.
El C. elegans era transparente, tenía todas los tipos de células especializadas, era fácilmente manipulable y se generaba con rapidez. Era el sueño de todos los que trabajaban en genética y, por eso mismo, no es raro que dos estudiantes posdoctoral, en dos continentes distintos, se obsesionaran con él.
Historia de una obsesión
Victor Ambros y Gary Ruvkun se conocieron en el laboratorio de Robert Horvitz (otro de los Nobels de 2002) a principios de la década de los 80 trabajando en un problema que llevaba años trayéndolos de cabeza: por qué algunos de esos gusanos 'mutantes' adquirían estructuras, formas y soluciones tan aberrantes.
Durante años, su trabajo se centró en algo tan aparentemente sencillo como clonar (y manipular) varios tipos de nematodos mutantes. Pero no había manera. El problema se les resistía y eran incapaces de dar con la tecla. De hecho, las becas postdoctorales de ambos concluyeron sin conseguirlo y cada uno siguió su camino profesional por su cuenta.
Ambros acabó en la Universidad de Harvard y Ruvkun en el Hospiral General de Massachusetts. Estaban cerca, pero no lo parecía: cada uno siguió trabajando por su cuenta en un problema que todo el mundo pensaba que era imposible de solucionar. Ambros descubrió que había unas piezas muy cortas de ARN, pero no sabía para que servían. Ruvkum, por su lado, identificó el momento en el que los genes se activaban, pero no comprendía qué podías activarlos o bloquearlos.
El 11 de junio de 1992, casi una década después de que empezar a colaborar, se volvieron a encontrar y, a lo largo de aquella tarde, compartieron los avances que había hecho cada uno.
Ahí ocurrió la magia.
El gran (des)orden de la vida
Pero, para entender bien lo que descubrieron, conviene repasar el problema en el que trabajaban. El ADN es una especie de manual de instrucciones en el que figuran todas las células y procesos de nuestro cuerpo. Lo interesante es que cada una de las células contiene ese mismo manual de instrucciones, pero cada célula atiende solo a una parte de él. ¿Qué es lo que garantiza que solo el conjunto correcto de genes esté activo en cada tipo de célula?
Esa es la pregunta esencial que Ambros y Ruvkun trataban de responder, pero era endiabladamente difícil.
Sobre todo, porque uno de los elementos claves de esos mecanismos de regulación genética son mucho más pequeños de lo que podíamos imaginar. Desde los 60 conocíamos algunas proteínas especializadas en la regulación, pero en los 80 éramos conscientes de que esas proteínas no eran suficientes.
Habría descubierto el microARN
Ambros tenía una pieza y Ruvkun un hueco: juntos descubrieron que había todo un nivel de regulación desconocido. Uno que, años después, tendría una importancia enorme. Pero, como de costumbre, nadie les hizo demasiado caso.
Y no porque no fuera interesante, sino porque la mayoría de expertos consideró que lo más probable es que el mecanismo fuera una rareza del C. elegans. El laboratorio de Ruvkun tardó casi otra década en encontrar otro caso de microARN, pero en esta ocasión en un gen muy común en todos los seres vivos.
Ahí estalló la situación: decenas de laboratorios se pusieron a trabaja en ello y en los últimos años hemos aprendido que "la regulación anormal por microARN puede contribuir al cáncer, y se han encontrado mutaciones en los genes que codifican microARN en humanos, causando afecciones como pérdida de audición congénita y trastornos oculares y esqueléticos".
Hoy, muchos de los grandes avances terapeuticos, penden de su trabajo. Y tienen un Nobel.
Imagen | Nobel Foundation
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