Verano de 1902. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos buscaba a doce hombres jóvenes, sanos y de buen apetito para invitarles a comer tres veces al día durante cinco años. Y no en bares de carretera: manteles blancos, cubertería de plata y cenas propias de un estrella Michelin.
El trato era sencillo: solo podrían comer la comida que se les daba en aquel comedor del Gobierno y los candidatos serían seleccionados por su fibra moral, por su reputación de "sobrios, fiables e íntegros". Solo había un pequeño problema: la comida estaba envenenada.
De grandes cenas, están las tumbas llenas
Tres comidas al día, sí; pero el proceso era desesperante: antes de cada una tenían que pesarse, medirse la temperatura y anotar su pulso. Tenían que llevar un minucioso registro de cada problema de salud por pequeño que fuera. Y, por si fuera poco, debían recoger muestras de heces, orina, pelo y sudor.
Además de eso, tenían exámenes físicos semanales. Tal era el control que tenían sobre los doce muchachos, que cuando uno de ellos se peló sin su permiso, tuvo que volver a la peluquería a recoger su cabello. Nada se podía dejar al azar.
Suena fuerte. Reconozco que la idea de que un gobierno 'envenene' sistemáticamente a, al menos, una docena de personas hoy ni se nos pasaría por la cabeza. Pero hablamos de 1902 y de un mundo que había empezado a descubrir dos cosas: el potencial de los aditivos alimentarios para la industria y, no menos importante, el descomunal montón de dinero que se podía hacer con ellos. Si el gobierno quería saber si eran seguros, no había otra manera.
Un hombre contra la industria
Harvey Wiley lo había intentado de otras muchas maneras. Fue uno de los primeros profesores de la Universidad Purdue. Allí, en Indiana, comenzó a experimentar con aditivos alimentarios probando sus efectos en animales. Rápidamente, se dio cuenta de que ahí había un problema. Pero sus resultados no eran suficientes.
Por suerte, la mojigatería académica hizo que también fueros uno de los primeros profesores en ser despedido. Según se cuenta, la respetable comunidad universitaria no pudo soportar ver a todo un profesor jugando al béisbol o montando en bicicleta.
Y así, un Wiley sin mucho que perder dio con sus huesos en las oficinas del Departamento de Agricultura del gobierno federal. Era el hombre indicado en el lugar indicado. Y conforme entró por la puerta del Departamento, se dispuso a intentar aprobar regulaciones que ordenaran el mundo de los aditivos. Pero no era fácil: una tras otra, los lobbies agro-alimentarios tumbaron cada una de sus propuestas. Poderoso caballero es Don Dinero.
Daños colaterales
Afortunadamente, Wiley era tozudo y no le tenía miedo a nadie. Recordemos que años después incautaría cuarenta barriles de Coca-Cola abriendo un batalla legal entre la empresa y el gobierno que estuvo a punto de eliminar la cafeína de la famosa bebida.
Tras mucho insistir, el Congreso acordó darle 5.000 dólares para "investigar el carácter de los aditivos alimentarios, los colorantes y otras sustancias que se le añadían a la comida". Algo que traducido resulta: dar comida "llena de aditivos" a doce personas durante todo el tiempo que fuera posible.
El Bórax
El primer objetivo de Wiley fue uno de los aditivos alimentarios más populares del momento, el bórax. Algo que ahora usamos como detergente. Entre octubre de 1902 y julio de 1903, los doce de Wiley comieron bórax en cada plato (y cada vez en cantidades mayores). Los resultados fueron claros: como mínimo, el bórax producía dolor de cabeza, de estómago y problemas digestivos.
Además, no tenía un sabor agradable. En un primer momento, se camufló en la mantequilla, pero rápidamente los investigadores se dieron cuenta de que los comensales dejaron de comer mantequilla. Cuando lo ocultaron en la leche, las queja por su sabor metálico no dejaron de crecer.
El escuadrón del veneno
Tras el bórax, los doce de Wiley sufrieron en sus carnes los efectos de otros aditivos de uso corriente como el ácido sulfúrico, el nitrato de potasio o el formaldehído. Y los resultados fueron aterradores. Aquello estaba siendo todo un escándalo y muchos de ellos se silenciaron. El del ácido benzoico solo salió a la luz por un error de un empleado del Departamento de Agricultura.
Los lobbies no dejaban de presionar para que el trabajo de Wiley pasara desapercibido, pero por suerte la prensa sabía que ahí había una historia. Los miembros del 'Poison Squad' ('escuadrón del veneno'), como empezaron a llamarlos, se hicieron tan populares que se escribieron canciones y poemas.
Eran héroes: tipos que estaban envenenándose sistemáticamente para salvaguardar la salud de los consumidores. Para 1906, Wiley consiguió convencer al Congreso y se aprobó la "Ley de Pureza". En los siguientes años su poder en el testeo de alimentos y aditivos hasta que se le considera el "padre de la FDA" y de la regulación alimentaria.
He estado investigando y, hasta donde he podido descubrir, no está muy claro qué pasó con los doce voluntarios y es una pena porque merecerían un mayor reconocimiento: pocas veces tres comidas al día pueden ahorrar tantas muertes y sufrimiento.
Más info | The poison squad
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