Usar la sangre de los supervivientes para tratar el COVID-19 sigue siendo polémico: EEUU acaba de aprobarlo y esto es lo que sabemos

Ayer por la noche, Donald Trump convocó a los medios para "un anuncio verdaderamente histórico" que iba a "reducir un 35% la mortalidad del virus". Se trataba de la aprobación, por parte de la agencia estadounidense del medicamento, del uso de plasma sanguíneo de pacientes recuperados de COVID-19 como tratamiento de "uso de emergencia".

En las últimas semanas, mientras la FDA se mostraba muy reticente a autorizar el llamado "plasma convaleciente", Trump acusaba a la agencia de retrasar vacunas y tratamientos por "razones políticas". Acaba así el vodevil político, pero el debate médico no ha hecho más que empezar. ¿Qué sabemos del tratamiento basado en plasma sanguíneo?

El "plasma convaleciente", en dos minutos

Hush Naidoo

Una enfermedad potencialmente mortal para la que no disponemos de vacunas ni tratamientos. Ese es el problema médico que supone el coronavirus y, por eso, desde hace meses, se trabaja en decenas de enfoques terapéuticos que nos permitan ganarle tiempo a la pandemia. Uno de los más evidentes ha sido el plasma sanguíneo. Al fin y al cabo, en la medida en que las personas se recuperaban de la infección y que todo apuntaba a que se generaba inmunidad, un plasma rico en anticuerpos podía ser un elemento vital para reactivar el sistema inmunitario y permitirle luchar contra el virus.

Sin embargo, el sistema inmunitario es más complicado de lo que parece. Lo hemos visto en otras ocasiones: dependiendo de los mecanismos que resultan más efectivos para luchar contra el virus, hay veces que el plasma sanguíneo es una opción terapéutica interesante y otras, de las que hemos hablado largo y tendido estos años, sencillamente no. Como respuesta a esta intuición y a la urgencia por tener herramientas contra el COVID-19, los investigadores han puesto en marcha muchos estudios (y muy grandes).

Lamentablemente, los resultados no están siendo todo lo potentes que nos gustaría. La misma FDA decía hace unos días que, efectivamente, los datos "apoyan la conclusión de que [el plasma] puede cumplir los criterios de eficacia para tratar pacientes hospitalizados con COVID-19" y podría estar en condiciones de "conseguir la autorización en EEUU". "No obstante, siguen siendo necesarios ensayos aleatorios adecuados y bien controlados para una demostración definitiva de [...] eficacia y para determinar las características óptimas del producto y las poblaciones de pacientes adecuadas para su uso".

De hecho, hace menos de una semana varios investigadores norteamericanos de altísimo nivel (que incluían al director general de los Institutos Nacionales de Salud, Francis Collins y al líder de respuesta al COVID-19, Anthony Fauci) pidieron, en una declaración poco común, a la FDA que no autorizara su uso de emergencia porque no teníamos suficientes datos que avalaran la introducción masiva de este tratamiento.

Estudios con problemas El mejor ejemplo quizás sea el estudio del que el equipo de Trump extrae la reducción de mortalidad del 35%. Se trata de un trabajo preliminar realizado por la Clínica Mayo y el NIH que sugería que el uso del plasma podría reducir la mortalidad de los pacientes hospitalizados. El efecto era pequeño y se centraba en pacientes que habían sido infundidos en los tres días siguientes al inicio de los síntomas (en comparación con una aplicación posterior), pero parecía prometedor. El problema es que este estudio, aunque grande (unos 35.000 pacientes) no tenía grupo control, ni fue aleatorizado de alguna manera. Es decir, su diseño hace imposible saber siquiera si los resultados son mejores que no hacer nada.
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Lecciones para el futuro

No hay, pues, ningún dato sólido que avale la idea de la reducción del 35% de mortalidad. Tampoco nada que asegure que estamos, realmente, ante un momento histórico. La forma más cabal de entender todo lo que está envolviendo al plasma sanguíneo en las últimas semanas nos devuelve, de nuevo, a la "carrera biotecnológica" por encontrar tratamientos y vacunas. En este caso, con un elemento extra: el hecho de que a principios de noviembre, en EEUU se celebrarán elecciones presidenciales y, a medida que la pandemia crece en el país norteamericano, empieza a ser uno de los temas centrales de la campaña.

Por lo que sabemos, es posible que el 'plasma convaleciente' acabe convirtiéndose en un herramienta estándar en el tratamiento del COVID-19. También es posible que acabe abandonado en un rincón de la historia. El tiempo nos dirá. No obstante, la lección más importante que podemos aprender es sobre cómo los mecanismos de aprobación de vacunas y tratamientos están sometidos a muchas presiones y fricciones que amenazan con afectar a la confianza de la sociedad en agencias y autoridades sanitarias. Ya sean estas presiones internas o externas, es algo a tener muy en cuenta.

No está muy claro cuál será la resolución de este conflicto, ni qué pasará después; pero sí que parece claro que uno de los grandes temas de la ciencia post-pandemia será el de la reconstrucción de sus estructuras, procedimientos y mecanismos para hacerlos más trasparentes, más resilientes y más robustos de cara al futuro.

Imagen | Pixabay

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