Hay científicos serios encerrándose en cuevas durante meses desde hace décadas. Tienen buenas razones para hacerlo

Estas expediciones guardan un componente de aventura, pero son mucho más que eso

La posibilidad de replicar los experimentos para comparar resultados es uno de los pilares de la ciencia, aunque también podemos hacerlo para estudiar más detalles sobre el asunto de interés. Pero hay experimentos más difíciles de replicar que otros. Y hay otros experimentos tan descabellados que parece absurdo que sean replicados.

Podría decirse que el experimento del encierro en una cueva.

Primero, expliquemos el experimento. Como toda investigación, el de la cueva parte de una pregunta, en este caso una relacionada con el sueño: ¿cómo se adapta nuestro reloj biológico cuando no tiene como referencia el día y la noche?

Es una pregunta sencilla que muchos nos hemos hecho a lo largo de la vida. También ses una duda que incita a nuevas preguntas, como cuánto durarían nuestros ciclos de vigilia y sueño si no tuviéramos esa referencia, si existe una duración óptima para estos ciclos, o qué otros condicionantes tienen efecto en nuestros ciclos.

Sobre ciclos de sueño, biorritmos y cronotipos hemos hablado en numerosas ocasiones, así que volvamos al experimento.

La idea del experimento es sencilla: adentrarse en una cueva, a suficiente profundidad como para perder la noción del tiempo. Aislados de fuentes de luz externas, los experimentadores pueden medir en qué medida se deforman sus biorritmos y si los cambios en la percepción del tiempo se extienden a otros contextos.

La historia de este experimento (o al menos la primera iteración de la que tenemos constancia) comienza en 1938. En junio de ese año dos investigadores, Nathaniel Kleitman y su ayudante Bruce Richardson, se adentraron en la cueva de Mammoth, en el estado norteamericano de Kentucky.

La pareja de científicos aventureros pasó 32 días a unos 42,5 metros de profundidad, a una temperatura cercana a los 12º Celsius y conectados al mundo solo a través de los miembros de su equipo que les suministraba alimentos y transportaba correspondencia dentro y fuera de la cueva.

La hipótesis de partida era que, pasado un tiempo, los biorritmos de los exploradores “cavernícolas” se alargarían hacia un ciclo de 28 horas. El resultado, sin embargo no fue ese: los dos investigadores mantuvieron su ciclo de 24 horas a lo largo del mes que pasaron en su particular encierro.

24 años después, el geólogo francés Michel Siffre repetiría el experimento. Haciéndolo aún más extremo. Siffre se adentró durante dos meses a 130 metros de profundidad en un glaciar subterráneo en los Alpes. Lo hizo, además, sin más compañía que su equipo de espeleología y provisiones.

Como señala la cadena británica BBC en un artículo con motivo del reciente fallecimiento de  Siffre, el resultado obtenido por este fue radicalmente distinto al obtenido por Kleitman y Richardson: el ciclo al que se adaptó el francés no fue de 24 ni de 28 horas, sino de aproximadamente 48. Estas 48 se dividirían en unas 36 horas consecutivas de actividad y entre 12 y 14 de sueño.

Siffre realizaría más iteraciones de este experimento acompañado de voluntarios, en expediciones aún más largas. Estos experimentos darían resultados similares en lo que respecta a los ciclos de 48 horas. En 1972, recuerda la BBC, el investigador llegó a pasar 205 días bajo tierra en una cueva en los Estados Unidos.

los 205 días bajo tierra de Siffre palidecen si los comparamos con el último récord, batido en abril de 2023 por Beatriz Flamini: 500 días (no consecutivos) a 70 metros de profundidad en una cueva de Granada. No consecutivos puesto que madrileña interrumpió durante 8 días su estancia por un problema de ruidos. Lo hizo ya pasada la marca de las 300 jornadas bajo tierra.

Aunque en esta ocasión la ciencia no era el principal objetivo de la expedición, en el equipo de Flamini se encontraban psicólogos y expertos en sueño para estudiar los ritmos circadianos de la deportista durante su aventura.

En órbita o bajo el mar

Conocer mejor nuestros biorritmos tiene mucho sentido. En 1938, la primera ocasión en la que tenemos constancia se realizara este experimento, los submarinos estaban en proceso de convertirse en una herramienta clave tanto en la exploración del océano como en la guerra naval. Los avances tecnológicos pronto producirían submarinos capaces de permanecer meses bajo el agua, alejados de cualquier referencia directa del paso de los días.

Cuando Siffre repitió el experimento, la nueva frontera estaba en el espacio. El primer experimento del francés se hizo al año siguiente del vuelo de Yuri Gagarin pero no pasaría mucho tiempo hasta que los viajes se prolongaran en el tiempo: la primera estación espacial, la Saluyt soviética sería lanzada en abril de 1971.

La carrera espacial se encuentra ya en una etapa muy diferente y también requiere de experimentos similares. Las condiciones, eso sí, son muy distintas. El objetivo de los experimentos ahora no está tanto en conocer los biorritmos de los futuros astronautas sino en determinar su capacidad para pasar periodos prolongados en aislamiento, como los 21 meses que se estima necesitaríamos para alcanzar Marte y volver.

¿Por qué entonces la gente sigue encerrándose en cuevas? Probablemente la motivación vaya más allá de lo científico. Este tipo de expediciones tiene un componente de aventura que se perdería en unas condiciones “de laboratorio”.

Para bien o para mal, la ciencia “extrema” ha atraído mucho, y parte de ella ha tenido la forma de “autoexperimentación”. Existen muchos ejemplos de autoexperimentación, quizás siendo el más famoso el que realizó Albert Hofmann con la dietilamida de ácido lisérgico, el LSD. El problema de estos experimentos es, además de posibles riesgos, que no ofrecen certezas estadísticas.

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Imagen | Mikael Kristenson / Andrey Grushnikov

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