En 1999, un ciclón golpeó el estado costero de Orissa en La India matando a diez mil personas y dejando a millones sin hogar. Ante la emergencia, el Gobierno Norteamericano envió cereales para paliar la situación. Una conocida activista india convocó a los medios en Nueva Delhi. Declaró que el hecho de que las donaciones fueran con productos transgénicos demostraba que “Estados Unidos quería utilizar a las víctimas de Orissa como conejillos de indias” y pidió a Oxfam y al gobierno indio que rechazar la comida. La activista era Vandana Shiva.
La misma que durante este fin de semana se ha paseado por los grandes medios del país para promocionar su último libro y no se ha cansado de hacer afirmaciones cuestionables, alarmistas o directamente falsas. La misma que lleva décadas en una lucha sin cuartel que la ha llevado a posiciones cada vez más fanáticas y problemáticas.
Historia de una activista
Shiva era una joven estudiante de doctorado cuando conoció Chipko, un movimiento de base formado por mujeres que querían evitar la tala de los bosques de las tierras altas del norte de la India. Sus métodos era tan gandhianos como simples: literalmente se abrazaban a los árboles para impedir que las grandes madereras los cortaran. Ahí ya estaban las bases de lo que sería la evolución posterior de Shiva: ecologismo, feminismo y anticorporativismo.
Michael Specter, en un extraordinario perfil publicado en The New Yorker, contaba que la primera vez que la entrevistó (hace ya muchos años) Shiva le explicó cómo una convención a mediados de los 80, cuando aún no había transgénicos en uso, le dejó claro que la intención de las grandes empresas era "patentar la vida".
Eso la llevó a crear toda una red de promoción de la agricultura ecológica en su India natal. Teórica del ecofeminismo y con más de 20 libros en su haber, Shiva lleva desde finales de los setenta en una lucha sin cuartel contra la Revolución Verde y los transgénicos. Sin embargo, la historia de Vandana Shiva es una historia que se ha repetido muchas veces. Es también la tragedia de buena parte de los movimientos obreros de los países en desarrollo.
De las protestas sociales y ambientales al delirio pseudocientífico
El año 1984 fue un año clave para Shiva. La Revolución Verde (el uso de variedades de cereales más productivas para aumentar la productividad) ha sido nuestra mayor arma contra el hambre. En la segunda mitad del siglo XX, la producción mundial de cereales se multiplicó por tres usando casi la misma cantidad de tierra.
Si nos fijamos en La India, el país asiático pasó de importar once millones de toneladas de grano en 1966 a producir más de doscientos millones de toneladas - la mayoría para exportación. Sin embargo, los cambios industriales que produjo la Revolución Verde (y, sobre todo, la rapidísima mecanización de la agricultura) dejó a una gran cantidad de personas en el paro.
El gobierno de la India decidió paliar este desempleo desarrollando un enorme plan de desarrollo industrial por todo el país. O, mejor dicho, por casi todo el país. Algunas regiones, como el Punjab, por su proximidad a la conflictiva frontera con Pakistán, se quedaron sin industria. Esto convirtió el desempleo en algo endémico y, junto al incipiente movimiento identitario sikh, fue el caldo de cultivo de una guerra civil que se alargaría por más de una década.
El mismo año que estañó la guerra en el Punjab, un escape tóxico en una planta de una fábrica de pesticidas en la región de Bhopal produjo un desastre descomunal. Según los datos del gobierno indio, hubo 3.787 fallecidos, otros 3.900 heridos graves y hasta 558.125 afectados. El caso no se resolvió judicialmente hasta 2010.
Ese fue el clima donde Shiva vio la luz como activista. Pasó con muchos otros. En ese momento, la amalgama de movimientos campesinos podía haber hecho suyo esta frase del anarcosindicalista Emilé Pouget: “El trabajador solo respetará la tecnología el día que ésta se convierta su amiga, reduciendo su trabajo, y no como en la actualidad, que es su enemiga, quita puestos de trabajo y mata a los trabajadores”. Todo ello podía haber eclosionado en un movimiento social que se apropiase de la tecnología en beneficio de los olvidados por el desarrollo como había pasado con el movimiento obrero europeo.
Sin embargo, el caldo intelectual del momento estaba trufado de contenidos posmodernos y descoloniales que, como pudimos ver hace unos meses en Sudáfrica, convencieron (sin demasiado esfuerzo) a estos movimientos de que la ciencia y la tecnología mismas eran instrumentos de dominación occidental. Ese es el momento de ruptura entre la tradición entre el movimiento altermundista y el obrerismo tradicional.
La pregunta fundamental
La política hace extraños compañeros de cama. Movimientos como el de Shiva, que se sostenían sobre reivindicaciones muchas veces legítimas, entraron en una deriva anticientífica en la que los elementos sociales se mezclaban con elementos pseudocientíficos, pseudofilosóficos e incluso teológicos. La misma Shiva habla en numerosas ocasiones sobre cómo "la modificación genética lleva a la humanidad a reinos que pertenecen a Dios y solo a Dios".
Después de eso, y con el "capitalismo corporativo patriarcal" como enemigo a batir, todo valía. Mentiras manifiestas como las que hemos podido leer este fin de semana en los medios y que llenan todas sus declaraciones. "Si nos fijamos en la gráfica del crecimiento de los OGM, el crecimiento de la aplicación de glifosato y el autismo, es literalmente una correspondencia de uno a uno. Y podría hacer ese gráfico para la insuficiencia renal, podría hacer ese gráfico para la diabetes, podría hacer ese gráfico incluso para el Alzheimer" dijo Shiva en una charla en 2014. Es falso de toda falsedad y solo es una de sus muchas mentiras.
Y, sin embargo, pese a su historial, Shiva mantiene casi intacta su autoridad moral. Nosotros no hemos tenido la oportunidad de entrevistar a Shiva, pero la semana pasada un compañero que iba a realizarle una me escribió para preguntarme si creía que había alguna pregunta que "sería un delito no preguntarle a Vandana Shiva si la tenías delante".
Tras hablar sobre transgénicos y sobre la revolución verde, le confesé que la pregunta que realmente me gustaría hacerle es otra. Personalmente, sé de buena tinta que las heridas que dejan los procesos de modernización son muy duras y comprendo que, a menudo, cuando "la promesa de un mundo mejor se transforma en violencia, pobreza, soledad y marginación" la respuesta natural puede ser impugnar esa idea de progreso.
También, aunque me cueste, puedo llegar a entender el argumento contra iniciativas como el arroz dorado porque pueden convertirse en "caballos de Troya" de una tecnología contra la que luchan. Sin embargo, frente al estado actual del mundo, si tenemos la posibilidad de prevenir en torno a dos millones de muertes al año y medio millón de casos de ceguera infantil, ¿no tenemos el imperativo moral de usarlo? ¿De verdad no podemos encontrar un compromiso entre las dos partes para aliviar el hambre, el sufrimiento y la enfermedad con las herramientas que tengamos? Espero que en algún momento tengamos una respuesta.
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