Llevamos años preguntándonos si el Alzheimer es un daño colateral del sistema inmunitario y ahora empezamos a tener respuestas

En 1906, un médico de unos 40 años tomó la palabra en el congreso alemán de psiquiatría. Les habló de Auguste Deter, de cómo había perdido memoria, de cómo había empezado a desconfiar de su familia y de cómo su personalidad se había disuelto como un terrón de azúcar en agua caliente. Les habló también sobre su autopsia y sobre cómo se había dado de bruces con unas curiosas placas amiloides.

El médico se llamaba Alois Alzheimer y, aunque él no lo sabía, estaba haciendo historia. Cuatro años después, tras su muerte, Emil Kraepelin le pondría su apellido a una enfermedad que, desde entonces, ha intrigado a neurocientíficos, médicos e investigadores. Hoy los especialistas se preguntan si la enfermedad de Alzheimer no es en realidad un daño colateral, una secuela del ‘fuego amigo’ del sistema inmunitario.

Una mujer llamada Auguste

¿Cuál es su nombre?"

"Auguste".

"¿Apellido?"

"Auguste".

"¿Cuál es el nombre de tu marido?"

[Duda]

“Yo creo ... Auguste".

En 1996, varios historiadores desempolvaron los registros médicos del doctor Alzheimer y encontraron transcripciones completas de sus sesiones con Auguste. En ellas, sin que haga falta nada, se reconocen las marcas de la enfermedad.

Poco a poco, innovación a innovación y descubrimiento a descubrimiento, hemos ido formando una idea más precisa de este trastorno. Hoy por hoy, sabemos que es la causa más frecuente de demencia en Occidente (entre el 60 y el 80% de todas las demencias) y todo indica que seguirá creciendo (http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/21304480). En las próximas décadas, con el progresivo envejecimiento de la población a lo largo de todo el mundo, los expertos esperan que el número de personas llegue a triplicarse.

Una idea radical

Se trata, pues, de uno de los problemas principales a los que se enfrenta la medicina actual. Y, por eso mismo, cualquier idea (por muy absurda que pueda sonar) es buena e incluso necesaria. Eso debió pensar en 2010 Michael Heneka cuando defendió la idea de que el sistema inmune del cerebro tenía un papel fundamental en el origen y desarrollo del Alzheimer.

No era una idea genuinamente nueva (había surgido como hipótesis en la nebulosa conceptual de los noventa), pero era una idea arriesgada. De hecho, era demasiado arriesgada como para que alguien la tomara en serio en 2010. No había datos, solo intuiciones. Y, seamos sinceros, las intuiciones tienen poco peso en la ciencia.

Aunque, a veces, tienen un profundo impacto en su futuro. En diciembre de 2017, el equipo de Heneka demostró que había una proteína (llamada ASC) que estaba vinculada de forma crucial con la progresión de la enfermedad. Según los resultados de sus experimentos con ratones, bloquear esta proteína frenaba la formación de placas amiloides.

Como explican en un estupendo reportaje de Nature, ni en sus mejores sueños Heneka hubiera esperado que los resultados fueran tan buenos. La misteriosa conexión entre la inflamación, la proteína beta-amiloide y el Alzheimer parecía poder despejarse después de que hace cuatro años los primeros resultados experimentales comenzaran a llegar al laboratorio de la Universidad de Bonn.

Una puerta entreabierta

Aun así, no sabemos cuál es el papel real del sistema inmune en el origen y el desarrollo de la demencia y, no hace falta decirlo, estamos a muchos años de un fármaco que pueda aprovechar estos descubrimientos. Sobre todo, porque, aunque seamos capaces de desarrollar una inmunoterapia que desactive las proteínas clave, sería necesario aplicarlo antes de que la enfermedad se manifieste.

Y no, lamentablemente no sabemos cómo predecir el Alzheimer. No obstante, y quizá por primera vez, tenemos una vía para intentar un abordaje farmacológico contra la enfermedad. Quién sabe si la vacuna del Alzheimer está más cerca de lo que parece.

Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com

VER 12 Comentarios

Portada de Xataka