"King Kong no podría existir". Empezamos fuerte. La cita no es mía, es de Suzana Herculano-Houzel, una neurocientífica de la Universidad Vanderbilt en Nashville, que hace unos años se detuvo a ver qué pasaba con nuestro cerebro. La relación entre la existencia de King Kong y la evolución de nuestro cerebro parece difusa, pero dadme un momento.
Herculano-Houzel empezó a estudiar el cerebro animal con cierto detalle y se dio cuenta de que, como esperaba, el tamaño del sistema nervioso central de los más variados seres vivos estaba íntimamente relacionado con el tamaño de dichos animales. La sorpresa vino al meter en esa relación el cerebro humano.
Y es que, en fin, nuestros cerebros son enormes, gigantes. Siete veces más grandes de lo que deberían y, como consecuencia de ello, usan en torno al 25% de toda la energía que el cuerpo tiene para pasar el día. Fue entonces, sentada frente a la gráfica que mostraba la excepción humana, cuando se le ocurrió una solución: ¡la cocina!
De lo que se come, se cría
Si tomamos como referencia al simio más grande del que tenemos constancia, el gorila, vemos que en el mejor de los casos solo puede comer durante diez horas al día. Las causas son diversas y van desde la necesidad de encontrar alimentos al tiempo que lleva digerir los elementos más indigestos de las plantas que consumen.
Sería muy difícil encontrar primates alimentados con esta dieta que pesaran más de 200 kilos y eso, por supuesto, es lo que supone un problema de verosimilitud inmenso a la existencia de King Kong. De hecho, como explicaba en una entrevista con National Geographic, aunque existiera algo de ese tamaño su cerebro sería relativamente pequeño.
Las neuronas son caras (en términos de consumo energético) y no habría manera de, como pasa con los seres humanos, dedicar una de cada cuatro calorías a alimentarlo. Para ello haría falta algo distinto a aumentar la masa corporal: mejorar la dieta.
Ahí es donde la tesis de Herculano-Houzel, pero también la del primatólogo inglés Richard Wrangham, coge vuelo. El mismo Wrangham, que presentó la hipótesis ya en 1999, reconoce que ya en el siglo XVIII autores como Oliver Goldsmith consideraban que "una de las grandes diferencias entre nosotros y la creación bruta es que pasamos menos tiempo comiendo".
¿Encajan las fechas?
Como decía Elizabeth Pennisi, la idea intuitivamente tiene sentido: "papas, nabos, mandiocas, ñames, colinabos, kumaras neozelandesas o mandiocas: estos son solo algunos de las docenas de tubérculos subterráneos que sustentan a los humanos modernos" hoy por hoy. No es difícil imaginar que fue precisamente eso lo que, gracias a nuevas habilidades relacionadas con "hervir, hornear y freír" nos dio el empujoncito que necesitábamos.
Al poder procesar la comida más fácilmente, podíamos comer más en menos tiempo, podíamos aprovechar mejor cada alimento: teníamos más tiempo para hacer todo lo que quisiéramos hacer y, entre ello, usar el cerebro de forma creativa. Un cerebro que, poco a poco, se iba haciendo más grande.
No obstante, era polémico. El consenso generalizado a principios de siglo es que fue "el consumo de carne lo que estimuló la evolución del Homo erectus, la especie de 1,8 millones de años que, según algunos antropólogos, fue la primera en poseer muchos rasgos humanos" actuales. El motivo es obvio: si cocinar nos hizo humanos, los homínidos deberían haber dominado el fuego casi seis veces antes de lo que pensamos. Si no, no encajarían las fechas.
En los últimos años, las evidencias de fuego temprano han cambiado el asunto y han dado un mayor soporte arqueológico a las tesis de los "cocinistas". La hipótesis se vuelve interesante, aunque aún queda mucho trabajo para resolver todos los problemas que presenta.
Más allá del origen, la cocina sigue liberándonos
Mientras paleontólogos, antropólogos y arqueólogos discuten sobre si la cocina (el manejo del fuego) fue realmente lo que nos hizo humanos, lo cierto es que no es el único momento en el que mejorar nuestras técnicas de concina nos permitió alcanzar mayores niveles de libertad y, sobre todo, más tiempo.
La semana pasada, os contaba que, cuando en 1893 la American Press Association pidió a diversos intelectuales del momento "visiones del futuro", la sufragista norteamericana Mary Elizabeth Lease imaginó una píldora capaz de reemplazar la comida como una herramienta clave para liberar a la mujer de las tareas de la cocina.
Lease no sabía que estaban por llegar los microndas, los hornos eléctricos, los frigoríficos-congeladores y los robots de cocina (con todas sus polémicas liberadas). Lo que decía Hans Rosling de la lavadora, puede decirse de casi todos los electrodomésticos, pero especialmente de los instrumentos de cocina. Y es que buena parte del desarrollo desbocado del viejo siglo XX se debió precisamente a ellos.
Imagen | Krzysztof Kowalik
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