Hace pocos días, mi hija pequeña, recién salida de la piscina, vino corriendo a buscarme muy preocupada porque "se había hecho pupa". Una cosa fascinante de tener niños pequeños es que son una oportunidad continua de redescubrir el mundo en el que vivimos: "la pupa" eran sus dedos arrugados. Para mi, la explicación era obvia: es algo que ocurre cuando pasas mucho tiempo en el agua, pero en ese momento me di cuenta de que no sabía por qué.
Al fin y al cabo, no es que toda la piel se arrugue, no. Solo ocurre en las manos y los pies. Como decía Richard Gray, "donde antes se veían delicadas espirales de una epidermis ligeramente rígida ahora aparecen unos gruesos pliegues de carne más propios de la piel de una uva pasa". Lo curioso, si me permitís la expresión, es que a poco que uno se pone a indagar en el asunto descubre que hay mucha tela que cortar.
Una pregunta con una larga historia. Rebuscando en las bases científicas, los primeros trabajos que sospechaban que detrás de un proceso tan natural había gato encerrado son de 1935. Hasta entonces, la teoría más común explicaba el asunto como una consecuencia evidente de que el agua inundara las células de las capas superficiales de la piel. Vamos, pura ósmosis: el agua atravesando las membranas celulares para equilibrar las concentraciones a ambos lados. Pero resulta que no.
La primera pista de que esa explicación no tenía sentido provino, curiosamente, de unos pacientes con una lesión en el nervio mediano. ¿La pista? Que sus manos no se arrugaban. Teniendo en cuenta todo lo que hace el nervio mediano, lo que parecía más evidente es que las manos arrugadas eran cosa del sistema nervioso simpático. La cosa se ponía interesante.
En busca de la respuesta. Tanto es así que durante los años 70 se empezó a usar esto (meter las manos en agua caliente) para evaluar daños del sistema nervioso simpático - daños que pueden afectar a otras cosas como, por ejemplo, el sistema circulatorio. No se pudieron hacer análisis en profundidad hasta 2003, pero finalmente se confirmó que el arrugamiento estaba relacionado con una caída importante del flujo sanguíneo. De hecho, este efecto se puede conseguir con anestésicos y otros medicamentos que afecten al sistema nervioso de una forma similar.
No obstante, esto no es una respuesta. Es decir, no explica por qué ocurre lo que ocurre. Nick Davis, un neurocientífico y psicólogo de la Universidad Metropolitana de Manchester que ha estudiado esto con detalle decía en la BBC que todo hacía sospechar que nuestros cuerpos están reaccionando de manera activa a estar en el agua; es decir, "podría estar dándonos alguna ventaja".
Agárrame fuerte. La explicación de los investigadores, de hecho, es bastante curiosa. Tras hacer numerosos experimentos, ha llegado a la conclusión de que "las arrugas de nuestros dedos pueden actuar como los dibujos de los neumáticos o la suela de los zapatos". las arrugas ayudarían a escurrir el agua, "alejándola del punto de contacto entre los dedos y el objeto". ¿Era una adaptación para ayudarnos a agarrar objetos y superficies mojadas?
Pero, ¿por qué? Lo que no está claro es por qué necesitaban nuestros ancestros algo así. Está claro que puede ser una ayuda a la hora de caminar sobre rocas y agarrar ramas en contextos húmedos, pero si eso fuera así lo razonable sería ver una reacción similar en primates como los chimpancés. Algo que, todo sea dicho, no hemos sido capaces de observar. Sí se ha encontrado un fenómeno parecido en los famosos macacos japoneses que se bañan en agua caliente, pero solo en ellos.
Algunos teóricos han propuesto que la adaptación pudo ayudarnos (en los albores de la especie) a consumir moluscos y cosas así; aunque lo cierto es que el hecho de que las arrugas sean más rápidas y evidentes en agua dulce hace que no haya consenso. No obstante, si se acabaran ahí los misterios todo sería más sencillo: cosas como por qué las mujeres tardan más en arrugarse que los hombres o por qué la psoriasis (o el vitíligo) también presentan problemas para el fenómeno siguen siendo incógnitas importantes.
Lo que sí sabemos. No obstante, lo que está claro es que vivimos en una curiosa tensión entre dos lados del espectro: por un lado, las arrugas mejora la sujeción; por el otro, empeoran la sensibilidad. Por ello, el sistema nervioso simpático tiene un papel clave determinando cuándo, cómo y por qué hemos de transitar de un estado al otro. Así que este verano, cuando caminemos sobre superficies resbaladizas sin arriesgar nuestra vida, ya sabemos a quién se lo tenemos que agradecer.
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