A la vez que crece la esperanza de que las vacunas puedan detener la propagación del COVID-19, aumenta también la preocupación a** propósito de otra crisis de salud pública**: la denominada COVID persistente.
Esta dolencia aflige a los pacientes que ya han pasado por una infección pero que siguen experimentando síntomas meses después de haberse infectado. Por el momento, se desconoce su causa y los efectos a largo plazo.
La punta del iceberg
Algunas estimaciones apuntan a que el COVID persistente podría afectar a un 10 % de los contagiados. El perfil mayoritario es el de mujeres de entre 30 y 50 años de edad que sufren síntomas que duran más de 185 días. Según el estudio "El síndrome poscovid, incapacidad temporal laboral y prevención", basado en los datos de la Seguridad Social, un 8% de los trabajadores necesitan tres meses o más para volver al trabajo, y un 0,8% necesitan más de un año.
Los síntomas se cuentan por más de doscientos diferentes, pero los más frecuentes son cansancio/astenia (95,91%), malestar general (95,47%) o dolores de cabeza (86,53%). También aparecen la disnea o falta de aire, dolores articulares, febrícula o fallos en la memoria.
Según declaraciones de la doctora y portavoz de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG), Pilar Rodríguez Ledo, parece que estamos viendo la punta del iceberg sobre un problema que puede llegar a convertirse en uno de los retos del sistema sanitario de los próximos años.
No es para menos, porque los investigadores aún están intentando comprender cuántos pacientes podrían resultar afectados por el COVID persisnte, cuánto tiempo podría durar el efecto del virus o si finalmente el virus, en tales casos, tendrá un impacto epigenético (es decir, si transmitirán sus efectos de generación en generación). Al responder a preguntas de este tipo podremos saber cuál serán las secuelas a largo plazo para un porcentaje de la gente tras el paso de esta pandemia.
Lo que sabemos sobre sus causas
Cada vez hay más pruebas que sugieren que la autoinmunidad contribuye a la gravedad de la COVID-19 en algunas personas, como este estudio en el que se vio cómo quienes sufrían la enfermedad de forma más grave: en el 70 % de los casos portaban anticuerpos que atacaban su propio ADN y proteínas que ayudan a la coagulación de la sangre.
Un autoanticuerpo es un anticuerpo desarrollado por el sistema inmunitario que actúa directamente en contra de uno o más antígenos del propio individuo. Muchas enfermedades autoinmunes tienen su origen en la sobreproducción de este tipo de anticuerpos. Esto es lo que estaría pasando con el coronavirus.
Estos autoanticuerpos probablemente habrían estado circulando en el torrente sanguíneo de los pacientes antes de contraer el COVID-19. Sin embargo, en respuesta a la infección, estos autoanticuerpos persistentes se debieron replicar en cantidades masivas. Es decir, que los anticuerpos ya debían existir, no los provocaría el coronavirus: este solo propiciaría que se multiplicaran mucho más, causando más daños en el propio organismo.
Estos hallazgos, publicados en septiembre en Science por el inmunólogo de Yale Aaron Ring, sugirieron que muchos pacientes críticos con COVID-19 podrían salvarse con medicamentos existentes ampliamente disponibles para evadir los autoanticuerpos y activar el sistema inmunológico lo suficientemente temprano para evitar una tormenta autoinmune
Sin embargo, nuevos estudios sugieren que el propio COVID-19 también podría crear autoanticuerpos y de alguna manera atacar a proteínas específicas de órganos y tejidos, algunas de las cuales explicarían ciertos síntomas del COVID-19.
En la mayoría de esos pacientes, los autoanticuerpos creados por el propio COVID-19 regresan a niveles indetectables en muestras de sangre posteriores. Pero en algunos casos, los autoanticuerpos permanecen en niveles altos en el momento de la última prueba, incluso transcurridos más de dos meses después de la infección. Algunos de esos pacientes son los que finalmente desarrollan COVID persistente.
Investigadores de la Universidad Rockefeller de la ciudad de Nueva York ya habían descubierto que algunos pacientes con casos graves de COVID-19 tenían copias de autoanticuerpos circulando por su sangre. Es decir, que, literalmente, el cuerpo empieza una guerra contra sí mismo, con el añadido de que el propio COVID generaría nuevos autoanticuerpos. Además, no sabemos aún cuánto podría durar, ni las consecuencias a largo plazo, ni cuánta destrucción originarán. Por el momento, los aumentos drásticos de una amplia gama de autoanticuerpos se dirigen contra el sistema inmunitario, células cerebrales, tejido conectivo y factores de coagulación.
La vacuna podría curar el COVID persistente
Akiko Iwasaki, inmunóloga de Yale y coautora del estudio realizado por Aaron Ring, sugiere que los autoanticuerpos están detrás de los efectos del COVID persistente, y afirma que, si se confimaran estas sospechas, entonces la vacuna podría ayudar a eliminarlos al inducir más anticuerpos virales específicos.
Dado que la vacuna está diseñada para entrenar a nuestro sistema inmunológico, al movilizarse de tal modo la respuesta podría, indirectamente, inhibir la producción de los autoanticuerpos. La inmunización post-vacunal, así, sería capaz de "resetear" en algunos casos la respuesta autoinmune o eliminar por completo los restos del virus, y de esta manera eliminar los problemas asociados al COVID-19. Cada vez son más pacientes los que refieren que sus síntomas han desaparecido o se han aliviado al poco tiempo de haber recibido la vacuna. Vacunarse, entonces, no solo nos inmunizaría, sino que nos curaría.
Todavía es pronto para asegurarlo, porque que ni siquiera se conocen con seguridad las causas tras la COVID-19 persistente, así cualquier hipótesis al respecto entra dentro del terreno especulación. Sin embargo, al menos parece que hay diversas líneas de investigación que apuntan hacia esa dirección. Una de ellas, quizá la más importante, tuvo lugar el pasado diciembre, cuando el Congreso estadounidense destinó más de mil millones de dólares a los Institutos Nacionales de Salud (NIH) para financiar durante cuatro años proyectos que estudien las consecuencias para la salud a largo plazo provocadas por la infección del SARS-CoV-2. Pronto podremos obtener la cosecha de todo ese trabajo.
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