Empecé a utilizar Windows Phone 8 allá por el 2013, cuando dejé atrás mi HTC One por un Nokia Lumia 925. Llevaba por aquel entonces una buena temporada con Android y HTC (Desde los días de gloria del HTC Evo), y el OS empezaba ya a cansarme.
El problema era, ya entonces, el interfaz del usuario. Android, en tiempos de Gingerbread (2.3), Jelly Bean (4.1) era un sistema operativo singularmente feo y rematadamente inconsistente. No ayudaba que Google, por aquellos años, tuviera una actitud más bien pasota con el diseño de las aplicaciones de terceros y que pareciera indiferentes a que las animaciones más simples de su sistema operativo fueran a trompicones la mitad del tiempo. El OS, además, tenía problemas de base, como la extraña división entre páginas de inicio y cajón de aplicaciones, un menú de opciones rebuscado y unas notificaciones que no servían para nada.
Por supuesto, si quería un interfaz medio consistente siempre me podía comprar un iPhone, pero esos días tampoco me apetecía demasiado. El iPhone 5 tenía una pantalla pequeña comparada el HTC One, y aunque me pasara el día quejándome de lo feo que era Android, me había pasado suficientes horas trasteando con launchers e instalando versiones alternativas de Android como para saber que iOS me pondría de los nervios.
Fue entonces cuando me fijé en Windows. Mi mujer llevaba utilizándolo desde hacía tiempo (primero en un HTC Arrive, después en un HTC 8S), y siempre me había intrigado. El interface de usuario era claro, limpio y consistente, y funcionaba con suavidad, sin pausas, incluso en hardware de gama baja.
La página de inicio combinaba una densidad de información admirable, una presentación elegante y muchísimas opciones para moldearla a tu gusto. El sistema operativo estaba lleno de detalles geniales, como la integración de la actividad de tus contactos en redes sociales en sus perfiles en la agenda, incluyendo fotos. Era cierto que ya por aquel entonces Windows tenía un déficit de aplicaciones considerable, pero Microsoft estaba trabajando duro para remediarlo. Cuando el 925 se puso en venta, el hardware de Nokia (sigue siendo el mejor móvil que he tenido en ese aspecto) y su fantástica cámara hicieron el resto, y di el salto.
Las ventajas de usar Windows Phone en 2018...
Cinco años después, aún sigo con Windows Phone 10. El 925 lo alargué varios años, básicamente porque era un teléfono excelente. El año pasado lo cambié por un Alcatel Idol 4S. Este teléfono es, a día de hoy, el último mohicano en Windows Phone 10; Microsoft está intentando sacárselos de encima por 99 dólares. El hardware es el de un sólido teléfono de gama media en Android, con una cámara mediocre, pero diseño resultón.
El sistema operativo, eso sí, sigue siendo infinitamente superior para mi gusto al de su versión Android.
Los motivos son parecidos a los que me llevaron adoptar Windows Phone hace cinco años: Android sigue siendo feo, inconsistente y torpe comparado con el OS de Microsoft. No es cuestión de las versiones chapuceras de Android que muchos fabricantes insisten en pergueñar, como esa extraña idea que tienen en Samsung de que saben diseñar software o asistentes de voz competentes.
La cosa va más allá. Mi mujer, que tiene menos paciencia con plataformas de software moribundas que yo, se pasó hace un par de meses a un Google Pixel 2, en teoría el Rolls-Royce de la interface de Android. El hardware, como es costumbre en HTC, es estupendo, y la cámara es absolutamente increíble, pero el OS es casi tan feo y confuso como hacía cinco años.
Han hecho falta 4 Gigas de RAM y un procesador con ocho núcleos para que el cacharro no vaya a trompicones cuando abres la app del Weather Channel, pero al menos eso sí que lo han solucionado. Aun así, mi lista de agravios es amplia: el menú de notificaciones es chapucero, la idea de depender de widgets hace que tu página de inicio parezca un collage dadaísta a poco que quieras tener algo de funcionalidad en ella, el cajón de aplicaciones es un muro de iconos sin orden ni sentido, y cielos santo qué poco tiempo dedican esta gente a hacer que sistema operativo tenga cierto orden o coherencia interna. El OS sigue siendo el mismo cajón de sastre que era hace cinco años.
Mis problemas con iOS, por otro lado, han evolucionado un poco. Tengo un iPad (modelo 2017) que uso a diario, y aunque el hardware es esencialmente perfecto, iOS ahora combina toneladas de funcionalidad con un interfaz que nunca parece saber como ponértela delante.
Una cosa tan simple como cambiar de canción en Spotify cuando estoy leyendo algo en Safari requiere elaborados juegos malabares. El sistema de notificaciones es primitivo. El cliente de correo y calendario es lo suficiente malo como para que haya acabado usando la app Outlook de Microsoft. Y por supuesto, la pantalla de inicio sigue siendo un muro de iconos con cero información, siempre exigiendo entrar en aplicaciones para ver qué información nueva tienen.
Windows Phone 10 elimina casi todos los problemas que tengo con Android y iOS de un plumazo. Las notificaciones son claras, se agrupan de forma natural y dan la información que necesitas. La página de inicio es configurable, da acceso a toneladas de información de un vistazo gracias a sus live tiles, y permite dar prioridad a aplicaciones y contenidos a tu gusto dándoles más o menos espacio, sin que nunca resulte visualmente inconsistente. Las cajitas con información nunca han tenido demasiado sentido en el menú de inicio de la versión de escritorio de Windows, pero en un teléfono son perfectas.
Fuera de la página de inicio, todo el interfaz es simple, elegante y consistente. Aunque Windows Phone 10 es peor que 8.1 en algunos aspectos, ya que Microsoft abandonó muchas de las ideas más ingeniosas (como las apps horizontales con tipografía mayor que la pantalla) para acercarse a Android e iOS, el sistema operativo es ordenado, claro y funcional. Hay una atención obvia a dar acceso a las cosas que usamos más habitualmente a pocos clicks, y para los que tenemos necesidades extrañas es muy fácil configurar el sistema para tenerlas a mano.
Y los problemas de usar Windows Phone en 2018
El problema, claro está, es que estamos hablando de un sistema operativo que está esencialmente muerto, y al que casi nadie le presta ya atención. Cada semana alguna aplicación más o menos conocida desaparece del Windows Store; antes de Navidad fue el New York Times, esta semana pasada IMDB. Los programas que sobreviven, como Spotify, a menudo permanecen congelados en el tiempo, sin actualizaciones ni funcionalidad nueva.
Te acostumbras a tolerar que cosas como Twitter se cuelguen constantemente (aunque la verdad, Twitter también se cuelga a menudo en iOS y Windows 10 desktop…). Las pocas aplicaciones de nivel aún con desarrolladores activos, como WhatsApp, sólo reciben acceso a nuevos trucos y opciones semanas o meses después que sus equivalentes de Android e iOS.
Aún así, no puedo evitar seguir utilizando y disfrutando de mi teléfono, en no poca medida porque aún con estas limitaciones, sigue sirviendo para todo lo que necesito. Para empezar, el navegador (Edge) es excelente, así que la pérdida de muchas aplicaciones es relativamente poco traumática. Puedo leer el New York Times, IMDB o El País sin problemas, y a veces (como es el caso de El País) con interfaces mejores que la castaña que tienen en sus aplicaciones nativas.
Segundo, aún con la matanza reciente, las aplicaciones realmente claves para mi trabajo y rutina diaria (Uber, Whasapp, Skype, Twitter, Facebook, Feedly, OneDrive, Office, Instagram, Photoshop Elements y Spotify) siguen estando ahí, están (relativamente) bien mantenidas, y hacen lo que necesito. Tercero, porque la aplicación de correo y agenda son imbatibles, tanto en funcionalidad como en interfaz, y en el fondo es lo que acabo utilizando más rato.
Cuarto, porque Windows tiene Continuum, una funcionalidad que nadie más tiene, que me ha sido útil más de una vez y más de dos para acabar proyectos estando de viaje. Quinto, porque todas estas Snapchats, Telegrams, selfies de arte y cosas así son para hípsters y adolescentes, y dejadme ya en paz con vuestras moderneces.
Bueno, quizás esto último no, y seguramente cuando aparezca la última innovación realmente útil para mi trabajo tendré que dejar Windows (ya pasa a veces – cuando tengo que usar Facebook Live me traigo el iPad), pero hasta ahora las cosas han sido tolerables.
El incierto futuro de Windows Phone
El problema, claro está, es ese “hasta ahora”. Aunque el OS es francamente estupendo y cubre mi hábitos y necesidades laborales perfectamente, el hecho de utilizar una plataforma obsoleta quiere decir que vivo de tiempo prestado. Microsoft hasta ahora ha sido diligente con sus actualizaciones de seguridad (no creo que nadie vaya a atacar a los cinco tipos que aún usamos Windows Phone, pero bueno) y manteniendo sus aplicaciones (Office, Skype, Outlook, etcétera) más o menos al día. Hasta ahora he tenido la suerte que las pocas aplicaciones claves de las que dependo sigan vivas, y que Edge siga dando el pego con las que faltan.
Llegará un día, sin embargo, en que eso no suceda. Microsoft mismo ya ha dejado de actualizar algunos programas, como la app de LinkedIn. Habrá un momento en que tener un OS que no me dé ganas de arrancarme los ojos por sus decisiones estéticas sea menos importante que poder seguir llamando a casa, subiendo fotos de eventos o compartiendo documentos complejos en Word o PDF sin cuelgues o limitaciones fruto de la obsolencia. Ese día, supongo, respiraré profundamente, me taparé la nariz, y me acabaré comprando un LG V30, Pixel o algún artefacto parecido, mientras me quejo de lo feo que es todo durante los cinco próximos años.
Al menos, me diré, dejar Windows Phone fue menos doloroso que abandonar el OS para móviles y tablets que era realmente bueno y al que nadie le hizo puñetero caso, WebOS. Si hay algo que sé hacer es escoger plataformas que se van a pique.
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