Los cables y adaptadores de carga USB-C parecen lo mismo por fuera, pero son muy distintos por dentro.
Los iPhone 15 ya están aquí. Pasarán a la historia por ser los primeros en dar el salto a un puerto estándar, tras 16 años repartidos entre un lustro para el vetusto conector de 30 pines y más de una década para Lightning. Aunque haya sido a la fuerza.
No hay mucha gente que no celebre este salto. Los usuarios ganamos en comodidad al no haber una brecha entre fabricantes a la hora de necesitar un cable de carga fuera de casa. Y en poder cargar casi todos nuestros dispositivos con un mismo cable, ganando también comodidad, especialmente en movilidad.
El asterisco
Solo ha empañado esta llegada la limitada tasa de transferencia de los modelos rasos: 480 Mbps. Es decir, USB 2.0. Es decir, lo que ya lograba Lighting. Es decir, un estándar de hace veintitrés años.
Pero ese no es el problema de este salto a USB-C, que es estupendamente versátil.
El problema es el mismo que arrastramos desde el lanzamiento de este estándar. Que por fuera parecen lo mismo, pero por dentro no lo son. Y no solo aplica a la diferencia entre iPhone de la serie base (USB 2.0) y iPhone de la línea Pro (USB 3.2). Aplica a todos los cables y adaptadores de carga USB-C que se van acumulando y nuevamente, parecen lo mismo... pero no lo es.
Eso puede dar pie a problemas. Desde asuntos leves, como que un ordenador cargue muy lento por haber empleado un cargador o un cable diseñado para un teléfono móvil, hasta cuestiones mucho más serias, como freír una placa base por emplear el cable inadecuado para conectar un periférico.
Esto no es una exageración: los ojos de quien escribe estas líneas vieron salir humo de un micrófono USB por culpa de alimentarlo con el cable incorrecto, fruto de no fijarse bien y no escoger el cable adecuado. Nuevamente: parecen lo mismo por fuera... pero no lo son.
No siempre ocurre. A menudo un dispositivo con un conector USB-C tiene mecanismos de seguridad para evitar sobrecargas eléctricas, pero a veces no están incluidos o simplemente no funcionan como deben. Entonces llegan los sobrecalentamientos y problemas derivados de ellos.
Lo ideal es usar el cable y el cargador que traía un dispositivo, no otro; o al menos que compartan fabricante o sea uno de cierta fiabilidad. Por ejemplo, la comodidad de usar un mismo cargador para iPhone, iPad y Mac tiene sentido si usamos el cargador de mayor potencia, el del Mac; en dispositivos que no van a sufrir por ello. O al menos, usar cargadores y cables de fabricantes reputados, de confianza, para evitarnos sustos.
En cambio, si nos decidimos a cargar ciertos dispositivos con el primer cable que saquemos del cajón, especialmente cuando se trata de alimentar periféricos y no tanto de cargar sus baterías; y sobre todo si es un cable cualquiera, venido de dios sabe dónde, pueden llegar los temidos sobrecalentamientos.
En el caso de que hagamos uso de este tipo de cables, de forma despreocupada, lo mínimo es estar atentos a posibles sobrecalentamientos del cable, del dispositivo y del adaptador de corriente.
Y en caso de duda, una sana costumbre que deberían adoptar de forma estándar los propios fabricantes: etiquetar cables y cargadores. Al menos con un código cromático, o un semáforo o una pirámide, al estilo del de la eficiencia energética, para que sea lo más fácil para cualquiera entender qué cables usar para qué dispositivos y cuáles no son suficientes y pueden ocasionar problemas.
No es que solo USB-C plantee este problema: la jarana que suponen los HDMI ahora que llevamos los suficientes años y acumulando en casa los de distintos generaciones es menos peligrosa, pero igual de confusa. Aunque ese es otro tema.
Imagen destacada | Apple.
En Xataka | El iPhone 15 más barato es también el más atractivo. Las distancias con los Pro se recortan.
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