La ciencia ficción siempre ha sido la hermana pequeña de la literatura. Sin embargo, cada vez hay más ejemplos de obras en las que prevalece la ciencia sobre la ficción y que cuentan con legiones de seguidores. Tal vez porque estimulan el sentido de la maravilla. Tal vez porque nos ofrecen explicaciones acerca de un universo complejo. Tal vez porque nos convencen de que la ciencia puede hacer de éste un mundo mejor. O quizás sea una mezcla de todo ello.
La cuestión es que, por encima de las tramas de aventura de la space opera o los experimentos sociológicos de la ciencia ficción distópica, triunfan las historias que se aproximan a la ciencia ficción hard, es decir, las que ofrecen verosimilitud y plausibilidad a nivel científico, las que, además de narrar una historia, nos explican cómo funciona la tecnología subyacente.
Autores con mucha ciencia
Las mejores narraciones del género abocan a sus lectores a la necesidad de atender (y entender) ciertos conocimientos de base científica y tecnológica.
Así pues, las mejores narraciones del género abocan a sus lectores a la necesidad de atender (y entender) ciertos conocimientos de base científica y tecnológica. Así lo entendió también el astrónomo alemán Johannes Kepler, conocido fundamentalmente por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol: fue el autor de uno de los primeros libros de ciencia ficción de la historia, Somnium (1608), cuyo propósito era explicar y popularizar la ciencia.
Como en aquella época una de las principales objeciones a la idea de que la Tierra giraba sobre sí misma era que la gente no sentía el movimiento, Kepler imaginó un viaje a la Luna para mostrar que la rotación de los planetas era algo verosímil.
También es el caso de Andy Weir, autor de la novela The Martian, que ahora conoce su adaptación cinematográfica dirigida por Ridley Scott. Para Weir, al principio la idea de The Martian no era tanto una novela como un ejercicio mental:
Estaba sentado pensando sobre cómo hacer una misión tripulada a Marte. No para historia, sino como un experimento mental. Y pensé: bien, ¿cómo llegamos hasta allí? […] Luego pensé bien cuáles eran las cosas que podrían salir mal. […] Y pensé que esto podría ser una buena historia, así que concebí un personaje principal con muy mala suerte.
Weir estudió Informática en la Universidad de California en San Diego y trabajó como programador para AOL y Blizzard, donde colaboró en el desarrollo del videojuego Warcraft 2.
Su primera novela, The Martian, se públicó inicialmente en su página web, luego en Amazon por 99 centavos, donde se convirtió en un bestseller, y finalmente fue editado por la Editorial Crown, alcanzando el número 12 de la lista de bestsellers del New York Times. Como sucedió con otras obras autoeditadas, como 50 sombras de Grey, una productora adquirió los derechos de la obra para adaptarla al cine. Matt Damon interpreta al protagonista, que queda varado en Marte tras una misión de exploración y debe hacer uso de la ciencia y la tecnología para sobrevivir en las duras condiciones del planeta rojo hasta que sea rescatado.
Yo diría que la tecnología más importante para él es poder contar con la comunicación, que es incluso más importante que la producción de cultivos, porque una vez dispones de comunicación entonces puedes recibir toda la ayuda de la Tierra.
La obra es muy realista con la tecnología empleada. Los tiempos de viaje entre la Tierra y Marte, por ejemplo, se calcularon con un software que Andy Weir creó con ese fin. Pero, si bien las afirmaciones científicas son plausibles en su mayoría (algunas páginas del guión fueron escritas bajo la supervisión de la NASA), The Martian no es un pronóstico de cómo serán los viajes especiales a Marte. Son una inspiración.
Si nos centramos en los clásicos del género, los autores que usaban la ciencia como forma de desplegar una historia su alrededor, siempre al tanto de las últimas innovaciones tecnológicas de la época, no podemos dejar de mencionar a Julio Verne, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke.
Además de escritores, los tres fueron divulgadores y/o profundos conocedores de las innovaciones tecnológicas de su época. Verne, por ejemplo, ideó un submarino (20.000 leguas de viaje submarino) o un helicóptero (Robur el Conquistador); Asimov escribió muchas obras en las que entraban en conflicto la inteligencia humana y el cerebro positrónico de los robots; y Clarke adelantó ideas como el uso cotidiano de juegos de realidad virtual para entretener a los ciudadanos (La ciudad y las estrellas).
Otro clásico, el ruso Stanislaw Lem, señalaba en una entrevista cómo la ciencia alimentaba sus ficciones: "En cuanto a las fuentes de inspiración puedo decir que son fruto de la confrontación de ideas que saco de las lecturas científicas [...] No sé, no quiero, no puedo escribir cosas inventadas, triviales, que no analicen problemas".
Y es que la ciencia ficción no es tanto un ejercicio de prospectiva como un canto a la inspiración científica, un acercamiento teórico y práctico a la ciencia, una reflexión sobre cómo la ciencia podría cambiar el mundo, una excusa para imaginar cosas que algún día podrían existir y así, quizá, abrir caminos de investigación hacia esos lugares. Pero ningún autor se ha caracterizado por ser profético, como veremos en la siguiente lista de tecnologías proyectadas por la ciencia ficción.
Submarino
El caso de Julio Verne, por ejemplo, es el caso paradigmático de falsa predicción con su submarino Nautilus en 20.000 leguas de viaje submarino (1870).
Sin embargo, la idea de la navegación submarina ya era conocida y había sido analizada en un estudio de William Bourne fechado en 1578, trescientos años antes. En 1801, Robert Fulton ya había construido también un proto-submarino para cuatro personas bautizado precisamente como Nautilus. En 1857, el Ictineo del catalán Narciso Monturiol se construyó en 1857 y su primera prueba se llevó a cabo con éxito en el puerto de Charleston. Verne, pues, sólo recogió estas innovaciones y las envolvió en una historia para que llegaran al gran público.
Tiempo relativista
La primera mención explícita a un viajero en el tiempo aparece en Memoirs of the XX Century (1728), del clérigo irlandés Samuel Madden, pero aquí el viajero es un simple ángel. La primera máquina del tiempo, es decir, un viaje en el tiempo con base científica, aparece con forma de reloj holandés del siglo XVI en la obra El reloj que marchaba hacia atrás (1881), de Edward Page Mitchell. Pero la primera obra que profundiza en los viajes en el tiempo es La máquina del tiempo (1895), de H. G. Wells.
La primera mención explícita a un viajero en el tiempo aparece en Memoirs of the XX Century (1728), del clérigo irlandés Samuel Madden, pero aquí el viajero es un simple ángel.
La “paradoja del abuelo” se introduce por primera vez en The Time Tragedy (1934), de Raymond A. Palmer.
La física del viaje en el tiempo, sin embargo, no se abordaría hasta más tarde. En el ámbito cinematográfico, por ejemplo, no se ha plasmado nunca la dilatación temporal de viajar a velocidades relativistas hasta el año 2015 con la película Interstellar (si obviamos la mención de El planeta de los simios (1969)). En la literatura, no obstante, la obra La guerra interminable (1975), de Joe Haldeman, ya explora en profundidad esta posibilidad: un soldado debe realizar viajes relativistas continuamente, y cada vez que regresa a la Tierra han transcurrido decenas de años y hasta siglos en ella, lo que implica que debe habituarse a las nuevas costumbres culturales.
En Tau Cero (1970), de Poul Anderson, todavía se lleva los efectos relativistas de la dilatación del tiempo hasta límites más lejanos: los tripulantes de una nave viajan tan deprisa que cada segundo subjetivo equivale a millones de años, así que consiguen contemplar cómo el universo colapsa, después de que se apaguen todas las estrellas, y de nuevo se produce otro nuevo universo con el Big Bang.
Viaje espacial
Algunas de las primeras ideas de viajar fuera de la Tierra fueron plasmadas tanto en ensayos técnicos como en relatos de ciencia ficción por parte del ruso Konstantin Tsiolokovsky (1857-1935). Por ejemplo, fue él el que inventó el concepto de ascensor orbital, inspirado por la Torre Eiffel, en el año 1895.
En The Martian, el viaje al planeta rojo es muy verosímil, aunque existen algunos puntos inventados para reforzar la carga dramática de la historia.
Desde entonces, la ciencia ficción ha concebido innumerables astronaves de propulsión química, como las cápsulas extravehiculares de la película 2001, una odisea en el espacio (1968). Con el inicio de la era nuclear, autores como Isaac Asimov o Robert A. Heinlein incorporaron el uso del átomo para propulsar naves espaciales. Uno de los motores de propulsión mejor razonados fue el de la nave Daedalus, de fusión nuclear propulsada, que aparece en la novela Project Daedalus (1978). En 1960, Robert Bussard imaginó una nave sin combustible que recoge el mismo del espacio, a medida que avanza, forjándose así el concepto de Bussard ramscoop. En la nave Enterprise de Star Trek se usa este tipo de motor como sistema secundario de propulsión.
En 1924, Tsiolkovsky imaginó la vela lumínica, pero no apareció de forma generalizada en la ciencia ficción hasta más tarde, cuando empezó su investigación real, en novelas como Viento del Sol (1972), de Arthur C. Clarke, o en La paja en el ojo de Dios (1975), de Larry Niven y Jerry Pournelle. En El mundo al final del tiempo (1992), de Frederik Pohl, se utilizan naves mixtas provistas de velas fotónicas y motores de antimateria.
En The Martian, el viaje al planeta rojo es muy verosímil, aunque existen algunos puntos inventados para reforzar la carga dramática de la historia. Por ejemplo, la tormenta de arena que se produce en Marte y que descompone la tripulación no es realista, pues en una atmósfera tan delgada no podría tener tanta fuerza como en la película. Según Weir:
El mayor problema es conseguir que los seres humanos que viajen a Marte asuman que deben pasar muchos meses en una nave espacial.
Si bien en la Estación Espacial Internacional (ISS) hay tripulantes que permanecen en el espacio durante largos meses, saben que en cualquier momento pueden regresar a la Tierra en la cápsula Soyuz. Pero si hay una emergencia de camino a Marte, los astronautas no tendrán ese lujo.
Y sin abandonar la ISS, en la novela de ciencia ficción El Príncipe del espacio (1931), de Jack Williamson, podemos leer "...la Ciudad del Espacio está montada o construida dentro de un cilindro... El cilindro gira constantemente con tal velocidad que la fuerza centrífuga hacia los lados es equivalente a la gravedad de la Tierra". La primera película donde apareció algo similar a una estación orbital fue La conquista del espacio (1955).
Otras tecnologías
La ciencia ficción en la docencia
La ciencia ficción constituye una herramienta muy útil en la motivación y la docencia en el ámbito de las ciencias. Tras haber sido un género despreciado por el mundo académico, la ciencia ficción ha llegado ya a los currículos de las high schools y las universidades anglosajonas.
En 1993, por ejemplo, se celebró el primer congreso Contact, una organización educativa con raíces en la ciencia ficción. Una de sus actividades más interesantes es la COTI (Cultures Of The Imagination), donde un grupo de especialistas (biólogos, químicos, astrónomos, antropólogos, artistas…) presenta con todo el detalle posible las características de un mundo extraterrestre inventado. Paralelamente, un segundo grupo trabaja aisladamente en una futura historia de la humanidad en la que se logra alcanzar el viaje interestelar. Finalmente, en el congreso anual de Contact se simula el primer contacto entre ambas culturas.
En la década de 1980, Jesús Ibáñez fue pionero en España en usar narraciones de ciencia ficción en los cursos de doctorado de sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Por ejemplo, recurría a novelas del ruso Stanislaw Lem para ilustrar el proceso de la investigación científica, y ya hay más ejemplos.
Para enseñar sobre ciencia no sólo hay que fijarse en las novelas modernas (y por tanto las que no incurren en errores científicos ya superados), sino también en los clásicos del género, pues sirven para ilustrar acerca de conceptos científicos a través de sus errores. Por ejemplo, gracias a la ley cuadrado-cúbica que ya conocía Galileo podemos determinar que King Kong, con sus quince metros de altura y sus 170 toneladas de masa, no podría escalar el Empire State Building. Incluso tendría serias dificultades para andar: su masa es casi 25 veces superior a la del Tyrannosaurus Rex, el animal más pesado que ha andado por la superficie de la Tierra.
La ciencia interesa
Y ahí reside también el éxito de *The Martian*: la historia un náufrago espacial al que sólo le asisten sus conocimientos científicos.
La ciencia en la ficción no sólo es fuente de inspiración o de maravilla, no sólo sirve para explicar conceptos complejos a los estudiantes, sino que también es un elemento que garantiza mayor grado de atención por parte del lector o el telespectador. Porque la ciencia interesa. Porque la ciencia nos permite entender mejor el mundo y, además, nos aporta herramientas para cambiarlo. Y ahí reside también el éxito de The Martian: la historia un náufrago espacial al que sólo le asisten sus conocimientos científicos. El espíritu de la ciencia aplicado a la supervivencia y la adaptación al medio. Hay pocas cosas más poderosas que ésas.
Entre las revistas más vendidas en España, por ejemplo, se encuentra una revista de divulgación científica. Algunos documentales de ciencia, como Cosmos, de Carl Sagan, se han convertido en auténticos clásicos de la televisión. E incluso hoy en día, donde parece que la parrilla televisiva sólo puede estar dominada por realities, se están produciendo un gran número de programas de divulgación y experimentos científicos: desde una sección en El hormiguero, hasta Órbita Laika, ADN Max, MythBusters, el recientemente concluido tras dieciocho años en antena Redes o El ladrón de cerebros, de próximo estreno.
Porque la ciencia no sólo es comprensión, no sólo satisface nuestra curiosidad, nuestras dudas, nuestras incertidumbres, sino que la ciencia también es belleza. Parafraseando a Richard Dawkins en su indispensable Destejiendo el arco iris, la ciencia otorga más belleza a las cosas que nos rodean, las torna más complejas y maravillosas. Una belleza que muchos artistas del pasado no pudieron plasmar por carecer de los instrumentos o los conocimientos científicos suficientes, pero que empezamos a descubrir actualmente gracias a divulgadores, docentes y escritores.
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