Arthur C. Clarke, inspirador de la idea del satélite de comunicaciones geoestacionario y autor de varios bestsellers de ciencia ficción, como 2001: Una odisea en el espacio, sabía algo acerca de la evolución de las grandes ideas. Básicamente, describió tres etapas en su desarrollo: «Al principio la gente te dice que es una idea loca y que nunca funcionará. Después te dicen que tu idea puede funcionar, pero que no merece la pena llevarla a cabo. Finalmente comentan, ¡ya te dije todo el tiempo que era una gran idea!».
Esas palabras se parecen bastante a las que pronuncia el mexicano Alvar Saenz-Otero:
Para tener un avance en la tecnología o la investigación uno tiene que tomar riesgos, uno tiene que decir 'voy a intentar esto a ver si funciona'. Entonces no podemos hacer eso con un satélite de 200 millones de dólares.
Y es que, si bien hace años un satélite era una obra que costaba miles de millones de dólares y solo pertenecía a gobiernos, ahora se han reducido sus costes hasta límites que permiten que estudiantes de secundaria empiecen a usarlos, a experimentar con ellos, a tomar ese tipo de riesgos que al principio se consideran una idea loca y, más tarde, una gran idea. «Lo que hizo Rusia hace como cincuenta años, el ping de Sputnik, lo replicaron universidades a costos mínimos hecho por estudiantes», señala Alvar.
Las empresas privadas también están empezando a desplegar sus propias constelaciones de satélites para abarcar todo tipo de tareas, incluso para facilitarlas a ciudadanos particulares. Por primera vez en la historia, los satélites ya no son una competición entre superpotencias económicas, sino un ejemplo más del poder del abaratamiento de la tecnología, la colaboración 2.0 y la filosofía maker. Lograr alcanzar nuevos finisterres en este sentido finalmente solo será cuestión de «tomar riesgos».
El mexicano que juega con satélites
La investigación del ingeniero mexicano Álvar Saez-Otero, en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), está revolucionando el ámbito de los satélites espaciales. Alvar es director asociado del Space Systems Laboratory, del Departamento de Aeronáutica y Astronáutica del MIT, y su investigación se centra en el diseño e implementación de un dispositivo espacial denominado Synchronized Position Hold Engage and Reorient Experimental Satellite (SPHERES).
Los SPHERES son pequeños satélites casi esféricos que miden aproximadamente 20 centímetros de diámetro. En la actualidad existen tres de ellos a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS). El coste de un SPHERES es de 200.000 dólares, un precio muy asequible en comparación con los millones de dólares que se invierten en los satélites tradicionales.
A raíz de ello, en 2009 se creó la Zero Robotics, una competición de robótica cuya base es la programación de los SPHERES. La física y las matemáticas que acompañan los códigos concebidos por los participantes resultan fundamentales, pues en una primera etapa se establecen simulaciones por ordenador de los códigos ejecutados y diseñados por los participantes y, posteriormente, los mejores códigos implementan en los SPHERES reales residentes en la ISS. Tal y como explica Alvar:
Dentro tienen un tanque de gas comprimido, de dióxido de carbono, que es el sistema de propulsión. Esa propulsión, a través de minicohetes en doce puntos diferentes, nos permite que ese satélite se mueva en cualquier dirección que sea necesaria. Tanto movimiento lineal como giratorio […] Como trabajamos dentro de la Estación Espacial, nos comunicamos con la Estación Espacial y la Estación Espacial se comunica con la Tierra.
Estas competiciones, basadas en cierto modo en la filosofía de la gamificación, podrían desarrollar aún más rápido todas las posibilidades de estos dispositivos. Los equipos formados son de cinco a veinte estudiantes y participan con la asistencia de un tutor, tal y como explica Alvar:
En el concurso nivel preparatoria, primero juegan con su programación y simulación en dos dimensiones, después es en tres dimensiones y existe una eliminación. Luego se forman alianzas de tres equipos cada una y deben lograr trabajar correctamente juntos. Lo siguiente es llegar a concursar mandando el código a la EEI. Lo que hacen los estudiantes es un juego, tienen que programar a su jugador y pensar en todas las variables con límites, como la memoria, procesador, etcétera.
De este modo los estudiantes pueden emocionarse ante la perspectiva de programar satélites, pero sobre todo por programarlos en el espacio y comprobar el resultado real. Por ello, el concurso, que tuvo sus inicios en Estados Unidos, ya se ha extendido a dieciséis países europeos y a Australia. Como afirma Alvar: Cuando alguien llegue a la universidad y ya haya trabajado en el espacio, pensará "¿Y ahora qué?"
El advenimiento de los nanosatélites
Los nanosatélites poseen una masa de entre 1 y 10 kg, frente a cientos o incluso miles de kilogramos de un satélite comercial típico. Hasta noviembre de 2013, solo había 75 nanosatélites. Otros 94 fueron puestos en órbita en 2014. El crecimiento de estos dispositivos, pues, se está acelerando año tras año.
Los nanosatélites se lanzan a órbita terrestre baja (LEO, por Low Earth Orbit, en inglés) porque así se precisa de menos energía para situarlos y, además, necesitarán transmisores menos potentes para la transferencia de datos.
Las iniciativas como SPHERES también están allanando el camino hacia el desarrollo y la implementación de nanosatélites, replicándose todo lo que se está aprendiendo en esas pequeñas esferas que compiten en el interior de la ISS en nanosatélites reales. Como señala Alvar, todo ello afianza dos ambiciosos propósitos: «Ir fuera de la Tierra, irnos más allá, ya sea con telescopios para ver mejor otras galaxias, o para ir a la Luna otra vez, a Marte, o a asteroides».
Las constelaciones de satélites ya no estarán solo en manos del gobierno, sino que las empresas privadas administrarán las propias. Como Google, que ya participa en la compañía SpaceX, de Elon Musk, con una inversión de 1.000 millones de dólares. Con esta constelación se pretende proporcionar internet a 3.000 millones de personas en países en vías de desarrollo y lugares remotos que aún no han podido participar en la aldea global 2.0.
¿Cuánto cuesta un nanosatélite?
Los precios ya pueden reducirse a 30.000 dólares para un CubeSat lanzado en un cohete ruso
El lanzamiento de un satélite tiene un coste muy variable: entre 50 y 500 millones de dólares, dependiendo del tamaño. El primer satélite de SpaceX, por ejemplo, ha costado 100 millones de dólares.
Elon Musk, cofundador de PayPal, SpaceX y Tesla Motors, atribuye el bajo costo del lanzamiento de su satélite, cargado en el Falcon 9, a las opciones de diseño e ingeniería modulares de este último, así como a la preferencia de SpaceX para hacer sus propios componentes en lugar de subcontratar a otras empresas. Así se atreve a pronosticar que el coste se reducirá a 200 dólares por kg enviado a órbita. El Cohete Falcon 9, también de SpaceX, demostró recientemente ser capaz de realizar un descenso exitoso tras llegar al espacio, lo que le permitiría su reutilización y, por tanto, el abaratamiento del envío.
Si nos centramos exclusivamente en la construcción de satélites, entonces se está produciendo un descenso de costes aún más marcado. En el 2004, los CubeSats podían ser construidos por un precio estimado de entre 65.000 y 80.000 dólares. Un CubeSat es un tipo de satélite en miniatura, utilizado para investigación espacial, que frecuentemente tiene un volumen de 1 litro y masa inferior a 1,33 kg. Los primeros se lanzaron en junio del 2003, a bordo de un Eurockot ruso y, en 2008 aproximadamente 75 CubeSat se habían colocado ya en órbita.
Jeff Foust, analista de la consultoría Futron, afirma que los precios ya pueden reducirse a 30.000 dólares para un CubeSat lanzado en un cohete ruso.
Interorbital Systems, una empresa de California, llevó a cabo recientemente un vuelo de prueba suborbital de un pequeño cohete diseñado para transportar una carga útil 145 kg. La compañía ha reservado ya literas para docenas de CubeSats a precios que oscilan entre 13.000 y 38.000 dólares por unidad. Recientemente, el ex astrónomo de la NASA Sandy Antunes pagó 8.000 dólares por un kit de satélite personal TubeSat, construido por Interorbital Systems: el precio incluye el transporte del satélite a órbita baja a bordo de un cohete de propiedad de Interorbital.
Nación nanosatelital
Los satélites ahora toman fotografías a medida que exploran la Tierra con más frecuencia que los tradicionales y con una fracción del coste.
Innumerables empresas ya ofrecen satélites a universidades, particulares u otras empresas, como Terran Orbital, que los ofrece por unos pocos millones de dólares (cuando poco antes solo se podían obtener por unos 400 millones de dólares). Un grupo de jóvenes ingenieros colombianos ha creado Ideatech, una compañía que fabrica nanosatélites de bajo coste gracias a una tecnología que todo el mundo se puede permitir: “Los satélites convencionales grandes, de fabricación por empresas gigantes, pueden llegar a valer 50 o 100 millones de dólares. Este satélite, solo con el lanzamiento, cuesta 350.000 dólares y unos 500.000 o 600.000 dólares para operar en un año”, explica Julián Arenas, sus fundador.
En el ámbito español, la empresa asturiana Karten Space ha sido elegida como mejor proyecto emprendedor del centro Yuzz, de la Universidad Rey Juan Carlos y viajará a Silicon Valley, donde quiere proyectar una auténtica constelación de nanosatélites y revolucionar el sector espacial ofreciendo su utilización en campos tan diversos como la observación de la Tierra, la teledetección, la exploración espacial, las comunicaciones o el área científica, donde están adquiriendo especial importancia dentro el sector medicinal y farmacéutico.
El proyecto más ambicioso hasta la fecha es un rebaño de 28 nanosatélites. Estos se llevaron a la ISS y se liberaron en lotes a través de una especie de juego de disparos por satélite desarrollado por NanoRacks, una empresa estadounidense. Estos nanosatélites vinieron de Planet Labs, una empresa con sede en San Francisco. Los satélites ahora toman fotografías a medida que exploran la Tierra con más frecuencia que los tradicionales y con una fracción del coste, aunque sea a un menor resolución.
Filosofía Maker
Muchos de los creadores de nanosatélites son también activistas políticos, hackers o makers, todos ellos centrados en el empoderamiento de las nuevas tecnologías e inspirados por el código abierto, la colaboración 2.0 y otras directrices propias del DIY.
Como el caso del argentino Emiliano Kargieman, hacker en su adolescencia y fundador de Core Security Technologies en 1996. En el año 2010, su fascinación por las posibilidades de los nanosatélites le llevó a fundar Stellogic, justo después de pasar un tiempo estudiando en un centro de la NASA. A día de hoy ya ha lanzado varios nanosatélites, como Capitán Beto y Manolito. Tal y como explica Santiago Siri en su libro Hacktivismo: La Red y su alcance para revolucionar el poder:
Emiliano consideró que ya no tenía sentido diseñar satélites tal como se hacía en los años 60 sino que ahora se podían usar técnicas informáticas modernas que reducen los costos de producción de millones a decenas de miles. Con la ambición de poblar la estratosfera con estos satélites de bajo costo, Emiliano imagina aplicaciones online donde podamos ver nuestro planeta en tiempo real y construir software que brinde mayor inteligencia sobre lo que acontece en el mundo.
Con su nueva compañía, y con la ayuda de inversionistas privados, Emiliano aspira a que sus nanosatélites sirvan para, entre otras cosas, ofrecer servicios personalizados para quien quiera usarlos con una aplicación específica. Abunda en ello Andrés Oppenheimer en su libro ¡Crear o morir!:
Por ejemplo, cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, podría usar los pequeños satélites con el propósito de crear un canal de televisión exclusivo para su vecindario, o un canal temático para los hogares cuyos habitantes tuvieran un interés particular, o para permitir, a quienes practican surf, averiguar cuáles son las condiciones del agua en las playas cercanas.
La colaboración 2.0 también está fuertemente implicada en este movimiento nanosatelital. Skycube, por ejemplo, se patrocina a través de campañas de micromecenazgo a través de Kickstarter. Skycube transmitirá mensajes de los patrocinadores (120 bytes cada uno) hacia la Tierra y tomará imágenes de la Tierra y las enviará a los teléfonos móviles de los patrocinadores, entre otras acciones.
Cruzando la frontera espacial vía DIY
La revolución DIY que se ha gestado durante el último medio siglo no solo se está atreviendo con nanosatélites, sino también con otras áreas que antaño eran territorio exclusivo de grandes empresas y gobiernos, como la nanotecnología, la ingeniería biomédica, la inteligencia artificial, la biotecnología, la bioinformática, la robótica y hasta la exploración espacial. En efecto, el movimiento maker también tiene sus miras puestas en las estrellas.
Además de la colaboración 2.0 que supone el movimiento maker, detrás de la conquista espacial también hay otras fuerza: el dinero (aportado por una nueva raza de ricos tecnofilántropos, como Peter H. Diamandis o Elon Musk) y el micromecenazgo de plataformas como Kickstarter. Pero si hay un agente principal que ha abierto la frontera espacial a la revolución del “hazlo tú mismo” es Burt Rutan, que antes de jubilarse era director de un centro de diseño y pruebas de vuelo llamado Scaled Composites.
Este centro, en el año 2004, se presentó al Ansari Xprize, el galardón otorgado por la Fundación X Prize que consta de 10 millones de dólares para animar la investigación de vuelos turísticos al espacio, y cambió para siempre el paradigma de los vuelos espaciales. Hasta que llegó Rutan volar al espacio era extremadamente caro. Ahora empieza a estar al abasto de cada vez más gente.
Rutan ha diseñado y construido decenas de aviones experimentales, incluyendo el Voyager, que llevó a cabo el primer vuelo alrededor de la Tierra sin escalas, o el Proteus, que obtuvo el récord mundial de altitud, distancia y carga transportada. Para Rutan era inaceptable que en este medio siglo, desde que pisamos la Luna, solo se hayan producido unos 300 vuelos tripulados que han transportado a unas 500 personas al espacio. Además, la tecnología de los vuelos espaciales continúa siendo primitiva. Para demostrar que las cosas se podían enfocar de otro modo, en 2004 realizó un vuelo con un avión espacial con pasajeros llamado SpaceShipOne, que superó al X-15 del gobierno. Tal y como explica Peter H. Diamandis en su libro Abundancia:
En lugar de costar miles de millones y requerir miles de empleados, en 2004 el SS1 voló con un coste de solo veintiséis millones de dólares y un equipo de treinta ingenieros. En vez de solo un astronauta, el SS1 tenía tres asientos. Olvídate de medir el tiempo para lanzarlo de nuevo en semanas, el vehículo de Rutan estableció un récord al volar al espacio dos veces en tan solo cinco días. «Los éxitos de SpaceShipOne alteraron la percepción de lo que pueden hacer los pequeños grupos creativos», dice Gregg Maryniak, director del Planetario James S. McDonnell de San Luis. «Todo el mundo ha llegado a creer que solo la NASA y los astronautas profesionales podían viajar al espacio. Lo que hicieron Burt y su equipo es demostrar que todos nosotros tendremos la posibilidad de hacer ese viaje en un futuro cercano.
A raíz de los logros de Rutan y el éxito del Ansari Xprice, muchos son los inversores que se están tomando en serio los vuelos espaciales humanos. Ahora se ha creado media docena de empresas, se han invertido casi mil millones de dólares, y se han vendido billetes para viajar al espacio por valor de cientos de millones de dólares.
Las inversiones en el espacio crecen espectacularmente en los últimos años:
Nuestro futuro en las estrellas, pues, pasa por estas iniciativas antes que por la esperanza de que los gobiernos vuelvan a invertir en viajes espaciales. Este gráfico muestra los presupuestos anuales de las agencias espaciales internacionales en 2013, y observamos enseguida que solo la NASA hace inversión considerables si las comparamos con el resto de países y agencias:
Uno de los proyectos más llamativos quizá sea el de la compañía Astrobotic y su servicio MoonMail. Por el momento ya se ha abierto el plazo para pedir espacio en su cápsula Griffin, que partirá a bordo de un cohete Falcon 9. En total hay 3 metros de ancho por 1,6 de alto de espacio y se pueden alojar hasta 270 kg. El proyecto participa así en el concurso Google Lunar XPrize, cuyo propósito es situar un robot de construcción privada en la Luna. Astrobotic espera enviar objetos como anillos de matrimonio o reliquias familiares pequeñas. Un paquete pequeño de 1,2 cm de ancho y 0,3 cm de altura cuesta 460 dólares, mientras el más grande de 2,5 por 5 cm cuesta 25.800 dólares.
Tal vez pronto regresemos a la Luna. O lleguemos incluso más lejos. Tal vez algún día abandonemos el Sistema Solar. Y, a juzgar por el modo en que está progresando esta posibilidad, lo más probable es que esas naves de exploración no llevarán estampado el nombre de NASA o similares, sino el de alguna compañía privada concebida por un tecnofilántropo o la firma de todos nosotros, todos los que hayamos participado en la próxima campaña de Kickstarter.
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